La necesidad obligará al gobierno a tener que humillarse con frecuencia durante los siguientes días. Ya ha tenido que aceptar la ayuda de los norteamericanos, pero eso solo ha sido el principio. Aún tiene que arrastrarse ante la Iglesia para solicitar ayuda, y lo hará.
Y les daremos dinero.
Dinero que nos han dado los creyentes, ricos y pobres, durante siglos. La moneda en el platillo, no sujeta a impuestos, invertida hasta obtener grandes beneficios. De modo que, piensa Parada, ahora exigiremos un precio a un país postrado, para devolverle el dinero que antes le quitamos.
Cristo lloraría.
¿Mercaderes en el templo?
Nosotros somos los mercaderes del templo.
– Ustedes necesitan dinero -anuncia Antonucci al ministro-. Lo necesitan cuanto antes, y les va a costar conseguir los préstamos, teniendo en cuenta su escasa credibilidad.
– Lanzaremos bonos del Estado.
– ¿Quién los comprará? -pregunta Antonucci, con una insinuación, de sonrisa satisfecha en las comisuras de su boca-. Para esa cantidad de dinero, son incapaces de ofrecer intereses suficientes para tentar a los inversores. Ni siquiera pueden pagar los intereses, ya no digamos condonar, las deudas que todavía arrastran. Lo sabemos con certeza: poseemos cantidades de papel mexicano.
– Seguros -dice el ministro.
– Están infraasegurados -replica Antonucci-. Su propio Ministerio del Interior ha hecho la vista gorda en relación con las prácticas hoteleras de asegurar por debajo del valor real, con el fin de fomentar el turismo. Pasa lo mismo con los grandes almacenes, los edificios de apartamentos. Incluso con los ministerios que se han venido abajo. O estaban autoasegurados, debería decir, sin fondos de apoyo. Temo que es algo escandaloso. De manera que, mientras su gobierno desprecia oficialmente al Vaticano, las instituciones financieras tienen mejor opinión de nosotros. Creo que, en su jerga, se llama la «Triple A».
Maquiavelo solo habría podido ser italiano, piensa Parada.
Si no se tratara de un chantaje tan espantosamente cínico, cabría sentir admiración.
Pero hay demasiado trabajo que hacer, y es urgente, de modo que Parada interviene.
– Dejémonos de chorradas, ¿vale? Aportaremos cualquier tipo de ayuda, económica y material, extraoficialmente. A cambio, ustedes permitirán que nuestros sacerdotes exhiban la cruz y reconocerán sin ambages cualquier ayuda procedente de la Santa Iglesia Católica. Nos garantizarán que la siguiente administración, al cabo de un mes de tomar posesión, iniciará negociaciones para establecer relaciones oficiales entre el Estado y la Iglesia.
– Eso será en mil novecientos ochenta y ocho -dice con brusquedad Antonucci-. Faltan casi tres años.
– Sí, ya lo he calculado -dice Parada. Se vuelve hacia el ministro-. ¿Trato hecho?
Sí, por supuesto.
– ¿Quién se cree que es? -pregunta Antonucci después de que el ministro se haya ido-. No vuelva a ningunearme en una negociación. Le tenía cogido por las pelotas.
– ¿Es lo que debemos hacer ahora? -pregunta Parada-. ¿Tener cogida por las pelotas a gente necesitada?
– Usted carece de autoridad para…
– ¿Voy a ser conducido al paredón? -pregunta Parada-. En tal caso, dese prisa. Tengo trabajo que hacer.
– Parece olvidar que soy su superior directo.
– Para empezar, no puede olvidar lo que es incapaz de reconocer -dice Parada-. Usted no es mi superior. Usted es un político enviado por Roma para hacer política.
– El terremoto fue un acto de Dios… -empieza Antonucci.
– No doy crédito a mis oídos.
– … que nos brinda una oportunidad de salvar las almas de millones de mexicanos.
– ¡No salve sus almas! -grita Parada-. ¡Sálveles a ellos!
– ¡Eso es una herejía!
– ¡Cojonudo!
No solo son las víctimas del terremoto, piensa Parada. Son los millones de personas que viven en la pobreza. Los incontables millones de personas hacinadas en las chabolas de Ciudad de México, la gente que vive en los vertederos de Tijuana, los campesinos sin tierra de Chiapas, que en realidad son poco más que siervos.
– Esa «teología de la liberación» no me convence -dice Antonucci.
– Me da igual -contesta Parada-. Yo no respondo ante usted, sino ante Dios.
– Puedo descolgar ese teléfono y ordenar que le trasladen a una capilla de Tierra del Fuego.
Parada agarra el teléfono y se lo acerca.
– Hágalo -dice-. Me encantaría ser un cura de parroquia en los confines del mundo. ¿Por qué no marca el número? ¿Quiere que lo haga por usted? Se está echando un farol. Llamaré a Roma, y después llamaré a los periódicos para contarles exactamente por qué me trasladan.
Ve que aparecen manchitas rojas en las mejillas de Antonucci. El pájaro está cabreado, piensa Parada. He erizado sus plumas. Pero Antonucci recupera la calma, su apariencia plácida, incluso su sonrisa complacida, al tiempo que cuelga el auricular.
– Ha elegido bien -dice Parada con una confianza que no siente-. Dirigiré este esfuerzo humanitario, blanquearé este dinero de la Iglesia para no avergonzar al gobierno, y contribuiré a que la iglesia vuelva a México.
– Estoy esperando el quid del pro quo -dice Antonucci.
– El Vaticano me nombrará cardenal.
Porque el poder de hacer el bien solo puede apoyarse en el… en el poder.
– Usted también se ha convertido en un político -dice Antonucci.
Es verdad, piensa Parada.
Estupendo.
Magnífico.
Así sea.
– Por lo tanto, hemos llegado a un acuerdo -dice Parada.
De pronto se ha convertido más en un gato que en un pájaro, piensa Parada. Piensa que se ha comido al canario. Que le he vendido mi alma por ambición. Una transacción que él puede comprender.
Bien, que piense eso.
Finja, había dicho la encantadora prostituta norteamericana.
Tiene razón: es fácil.
Tijuana
1985
Adán Barrera medita sobre el trato que acaba de hacer con el PRI. Fue muy sencillo, piensa. Vas a desayunar con una maleta llena de dinero y te marchas sin ella. Se queda debajo de la mesa, al lado de tus pies, nunca mencionada pero en todo momento asumida, un entendimiento tácito: pese a las presiones norteamericanas en sentido contrario, permitirán a Tío que vuelva a casa de su exilio en Honduras.
Y que se jubile.
Tío vivirá discretamente en Guadalajara y administrará sus negocios legales en paz y tranquilidad. Este es el aspecto positivo del acuerdo.
El negativo es que García Abrego hará realidad su antigua ambición de sustituir a Tío como el Patrón. Y tal vez no sea tan negativo. La salud de Tío es precaria y, no nos engañemos, ha cambiado desde que la perra de Talavera le traicionó. Dios, con lo mucho que le gustaba la pequeña segundera, hasta quería casarse con ella, y ya no es el mismo de antes.
Así que Abrego asumirá el liderazgo de la Federación desde su base de los estados del Golfo. El Verde continuará al frente de Sonora. Güero Méndez conservará la Plaza de Baja.
Y el gobierno federal mexicano hará la vista gorda. Gracias al terremoto.
El gobierno necesita dinero para reconstruir, y en este momento solo hay dos fuentes: el Vaticano y los narcos. La Iglesia ya ha intervenido, sabe Adán, y nosotros también. Pero habrá una compensación, y el gobierno cumplirá.
Además, la Federación también correrá con los gastos necesarios para que el partido gobernante, el PRI, gane las próximas elecciones, como ha sucedido desde la revolución. Incluso ahora, Adán está ayudando a Abrego a organizar una cena para recaudar fondos, a veinticinco millones de dólares el cubierto, a la que se espera que contribuyan todos los narcos y hombres de negocios de México.