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Sean se incorporó al servicio militar al salir del instituto y después a la policía, conservando desde entonces el pelo cortado al cepillo. Más tarde alcanzó el grado de jefe de unidad estudiando a tiempo parcial. Lo necesitaba para ascender en el Departamento. Yo vagué por ahí durante un par de años, viví en Nueva York y en París y después me dediqué por completo a la universidad. Quería ser escritor, pero fui a parar a la prensa. En el fondo de mis pensamientos me decía a mí mismo que sólo era una cosa temporal. Por entonces llevaba diciéndomelo diez años, si no más.

Aquella noche, en la habitación del hotel, estuve mucho tiempo mirándome al espejo, pero no me afeité la barba ni me corté el cabello. Seguía pensando en Sean bajo la tierra helada y sentía un nudo en el estómago. Decidí que cuando me llegase la hora quería ser incinerado. No quería ir a parar bajo el hielo.

Lo que más me obsesionaba era el mensaje. La versión oficial de la policía era la siguiente: Después de salir del hotel Stanley, mi hermano se dirigió por Estes Park hasta el lago Bear, aparcó el coche oficial y dejó el motor en marcha un rato, con la calefacción encendida. Cuando el calor hubo empañado el parabrisas, escribió en él su mensaje con un dedo enguantado. Lo escribió del revés, para que se pudiera leer desde fuera del coche. Sus últimas palabras para un mundo que incluía un padre, una madre, una esposa y un hermano gemelo.

Fuera del espacio. Fuera del tiempo.

No lo podía entender. ¿Tiempo para qué? ¿Espacio para qué? Sean había llegado a alguna conclusión desesperada, pero no había recurrido ni a mí, ni a mis padres ni a Riley. ¿Nos correspondía a nosotros ayudarle, pese a no conocer sus heridas secretas? En la soledad de la carretera, llegué a la conclusión de que de ningún modo. Debería habérnoslo dicho. Debería haberlo intentado. Al no haberlo hecho nos había privado de la oportunidad de rescatarlo de su propia pena y sentimiento de culpa. Me di cuenta de que gran parte de mi pena, en realidad, era cólera. Estaba enfadado con él, mi hermano gemelo, por lo que me había hecho.

Pero es difícil guardar rencor a los muertos. Yo no podía seguir enfadado con Sean. Y el único modo de aliviar mi ira era poner en duda aquella versión. Y así la rueda volvía a girar. Negación, aceptación, ira. Negación, aceptación, ira.

Durante mi último día en Telluride llamé a Wexler. Estoy seguro de que no le gustó nada oírme.

– ¿Habéis encontrado al informante, al del Stanley?

– No, Jack, no ha habido suerte. Ya te dije que te lo haría saber.

– Lo sé. Sólo que sigo haciéndome preguntas. ¿Tú no?

– Déjalo estar, Jack. Estaremos mejor cuando podamos dejarlo.

– ¿Qué hay de la SIU? ¿También lo han dejado? ¿Caso cerrado?

– Casi, casi. No he hablado con ellos esta semana.

– Entonces ¿por qué seguís buscando al informante?

– También me hago preguntas, como tú. Sólo cabos sueltos.

– ¿Has cambiado de opinión sobre Sean?

– No. Sólo quiero poner las cosas en orden. Me gustaría saber de qué habló con el informante, si es que hablaron. El caso Lofton sigue abierto, ya sabes. No me importaría resolverlo por Sean.

Noté que ya no le llamaba Mac. Sean ya no era de la panda.

El lunes siguiente volví al trabajo en el Rocky Mountain News. Al entrar en la redacción sentí que las miradas se clavaban en mí, pero no era una sensación nueva. A menudo sentía que me miraban al entrar. Yo tenía un trabajo con el que todos los de la redacción soñaban. Sin agobias diarios, sin cierres diarios. Tenía libertad para recorrer toda el área de difusión del Rocky Mountain y escribir sobre un tema. Asesinatos. A todo el mundo le gusta una buena historia de crímenes. Algunas veces había desmenuzado todo el proceso de un tiroteo, contando las historias del tirador y de la víctima y su colisión fatal. Otras veces había escrito sobre un crimen de la alta sociedad en Cherry Hill o sobre un tiroteo en un bar de Leadville. Intelectuales y paletos, crímenes de poca monta y asesinatos importantes. Mi hermano tenía razón: eso vendía periódicos si lo contabas bien. Y yo lo hacía. Me tomaba el tiempo necesario y lo contaba bien. Sobre mi mesa, junto al ordenador, había una pila de periódicos que medía un palmo de altura. Era mi fuente principal de reportajes. Estaba suscrito a todos los diarios, semanarios y revistas mensuales que se publicaban desde Pueblo hasta Bozeman. Me servían para rastrear pequeñas historias sobre asesinatos que pudiera convertir en grandes reportajes. Siempre había mucho donde escoger. En los dominios del Rocky Mountain mantenía una veta de violencia desde los tiempos de la fiebre del oro. No tanta violencia como en Los Ángeles, Miami o Nueva York, ni mucho menos. Pero a mí nunca me faltaba material. Siempre andaba buscando algo nuevo o diferente sobre el crimen o la investigación, un golpe de efecto o un toque de melancolía. Mi trabajo consistía en explotar esos elementos.

Pero aquella mañana no buscaba ideas para un reportaje. Empecé por escudriñar el montón de, ediciones atrasadas del Rocky y de nuestro competidor, el Post. Los suicidios no figuran en la dieta habitual de los diarios a menos que hayan ocurrido en extrañas circunstancias. La muerte de mi hermano entraba en esa categoría. Pensé que era muy posible que

se hubiera publicado algo. Tenía razón. Aunque el Rocky no había publicado nada, probablemente por tener un detalle conmigo, el Post del día siguiente a la muerte de Sean traía una noticia a tres columnas al pie de una de las páginas de local.

UN DETECTIVE SE SUICIDA EN EL PARQUE NACIONAL

Un veterano detective de la policía de Denver, que investigaba el asesinato de la estudiante de la Universidad de Denver Theresa Lofton, fue hallado muerto por una herida de bala que al parecer se había disparado él mismo el jueves en el parque nacional de las Rocosas, según fuentes oficiales.

Sean McEvoy, de treinta y cuatro años, fue hallado en su coche patrulla sin distintivos, que estaba estacionado en un aparcamiento del lago Bear, junto a la entrada de Estes Park.

El cuerpo del detective fue descubierto por un guarda forestal que oyó un disparo sobre las cinco de la tarde y acudió al aparcamiento a investigar.

Las autoridades del parque han pedido al Departamento de Policía de Denver que investigue la muerte, y el caso está en manos de la Unidad de Investigaciones Especiales (SID). El detective Robert Scalari, que dirige la investigación, declaró que hay indicios preliminares de que se trata de un suicidio.

Scalari informó de que se había hallado una nota en el lugar de la muerte, pero se negó a hacer público su contenido. Dijo que se cree que McEvoy estaba desanimado ante ciertas dificultades de tipo profesional, pero también se negó a hablar sobre los problemas que tenía. McEvoy, que se crió y aún vivía en Boulder, estaba casado, pero no tenía hijos. Llevaba doce años en el Departamento de Policía, en el que ascendió rápidamente a un puesto en la unidad de Delitos Contra Personas Físicas (CAP), que lleva las investigaciones de todos los delitos violentos en la ciudad.

McEvoy era actualmente jefe de la unidad y recientemente había dirigido las investigaciones sobre la muerte de Theresa Lofton, de diecinueve años, que fue hallada estrangulada y mutilada hace tres meses en Washington Park.

Scalari se negó a comentar si el caso Lofton, que sigue sin resolver, se citaba en la nota de McEvoy o era una de las dificultades profesionales que supuestamente le afectaban.

Scalari señaló que no se sabe por qué McEvoy acudió a Estes Park antes de suicidarse y añadió que la investigación sobre la muerte sigue adelante.