– ¿Hickey?
– Exacto. Hickey y su obsesión por las mujeres pelirrojas.
– Pero las víctimas de Hickey no me dan ninguna pista. ¿Insinúas que Emma fue una de sus víctimas? ¿Que Hickey la decapitó?
– Exacto.
ADIVINANZA
¿EN QUÉ SE PARECE EL EMBARGO A UN VIENTO VIOLENTO?
EN QUE NINGUNO LLEVA A BUEN PUERTO.
New-York Herald
Febrero de 1808
23
Martes, 2 de febrero. De la tarde al anochecer
El primer alguacil mayor de la ciudad de Nueva York, Jacob Hays, era el gallito del lugar y desempeñaba el papel a la perfección. Este hombrecillo agresivo y valiente tenía unos andares peculiares; era el ciudadano más célebre de Nueva York y se esforzaba por estar a la altura de su fama.
Se trataba de un hombre de extraordinaria resistencia que recorría su ciudad noche y día, desde que salía el sol hasta que se ponía. Aquel día Jake Hays ya llevaba en pie, como de costumbre, desde el amanecer; unos minutos antes de las siete había salido de su casa de Sugarloaf Street, a la altura de Broadway, en el distrito quinto. Divertirse y dormir eran actividades secundarias para él. Se había ganado una reputación internacional entre los representantes de la ley como capturador de ladrones y el «terror de los malhechores».
A pesar de que existían las denominadas fuerzas del orden público, si Jacob Hays no realizaba el trabajo, éste quedaba por hacer. Dichas fuerzas se componían de dos alguaciles por cada distrito, y había nueve desde el extremo de la isla hasta más allá de Chambers Street, donde terminaba la ciudad. Los alguaciles se elegían anualmente, y era bien sabido que todos eran unos holgazanes que hacían poco más que llevar una estrella para defender la ley. A menos que practicar el chantaje se considerara hacer algo.
Al caer la noche los capitanes supervisaban un cuerpo especial de guardias nocturnos integrado por ciudadanos que de día ejercían otro oficio. Estos guardias a menudo sufrían asaltos si osaban penetrar en lo que las bandas consideraban su territorio, que por la noche no era sino toda la ciudad de Nueva York.
Con su bastón de roble en una mano, Hays era un contrincante temible, capaz de derribar a hombres que le doblaban en tamaño. Cada día, seguido de Noah, recorría a pie Broadway hasta Chambers al menos una vez, haciendo determinadas paradas en las calles laterales. Aparte de esos lugares específicos, cada día trazaba la ruta a su antojo y según su inspiración, encaminando sus pasos hacia donde su instinto le indicaba había problemas. Y éste raras veces se equivocaba.
Y aquella fría tarde de febrero del año 1808, Broadway se hallaba, como era habitual, llena de gente y caballos que se desplazaban en todas direcciones.
Unos gatos se paseaban con aire majestuoso entre los escombros amontonados en mitad de la calle. Los tres barrenderos, con los peculiares andares de los marineros, retiraban con poco entusiasmo el estiércol. Los gatos ignoraban a los hombres, que a su vez ignoraban a los gatos. La gente y Walter Dalton, uno de los dos alguaciles del distrito quinto, ignoraban tanto a los gatos como a los barrenderos.
– Buenas tardes, alguacil mayor.
El alguacil Dalton, que llevaba una estrella de latón, se irguió al saludar. Mostraba al mundo un rostro más afable cuando el viejo Hays se encontraba cerca. De no ser por Jake Hays, los alguaciles ni siquiera lucirían las estrellas que los distinguían. Había sido él quien había organizado las fuerzas del orden, entregando a sus miembros estrellas de cinco puntas, de latón para los patrulleros, de cobre para los sargentos, de plata para los tenientes y capitanes, y dorada para el alguacil mayor y sus delegados.
Jake asintió brevemente hacia Dalton.
– Buenas tardes, Jake -lo saludó un ciudadano.
– Lo mismo digo -contestó Hays.
– Buenas tardes, alguacil mayor -lo saludaban otros al pasar.
Jake saludó a cada uno llevándose el bastón al sombrero de castor.
A las cuatro y media Jake hizo un alto en la taberna de Pine Street para tomar un pastel de carne y un café. A esa hora del día ya había ingerido tal cantidad de café que estaba a punto de reventar, de modo que la parada no era tanto para cenar como para hacer sus necesidades. Nunca cenaba en casa salvo los domingos, día que solía reservar a su familia.
Después de cenar, Hays divisó a Cyrus el Gigante, quien cada día colocaba un tronco de lado a lado de Broadway y exigía un peaje de un centavo a todo aquel que fuera sobre ruedas o a caballo, y medio centavo a quienes iban a pie. Algunos pagaban por caridad, otros por miedo, ya que cuando estaba muy borracho Cyrus podía mostrarse agresivo. Jake lograba dominarlo.
Aquel día Cyrus sólo estaba ligeramente ebrio.
– ¿Estás bien, Cyrus?
El gigante, que disfrutaba haciendo ruidos con la garganta, respondió con uno.
– Awk, Jake.
– Aparta el tronco de la calle.
El gigante agachó la cabeza, cubierta con un mugriento gorro con una pluma de pavo, y obedeció, desparramando monedas al hacerlo. Llevaba una combinación de dos gabanes cosidos juntos, uno marrón y otro verde. Las mangas de este último habían sido arrancadas por los hombros.
– Guárdatelas en el bolsillo.
– Awk.
– ¿Cuánto has recaudado?
– Todo esto. Awk, awk.
Cyrus le enseñó la mano llena de monedas de cobre y al sonreír reveló una enorme boca de dientes podridos.
– Gástalo en comida en lugar de en alcohol. ¿Me has oído?
– Awk.
– ¿Eso significa que sí?
El gigante asintió con vigor.
– Espera aquí.
– Awk, Jake.
Cyrus movió los pies dentro de sus botas improvisadas, de las que asomaban los dedos envueltos en trapos.
Jake entró en la taberna de Leonard.
– Leonard, despierta a Tom.
Un joven alto se levantó de un salto, vertiendo su cerveza.
– Estoy despierto, Jake. -Era el alguacil Thomas Burton, del distrito segundo.
– Lleva a Cyrus a la cárcel para que duerma bien por una noche.
– Sí, señor.
– Y eso también va por ti.
Burton saludó y, seguido de un dócil Cyrus, emprendió la larga caminata hacia la cárcel municipal de Chambers Street.
Jake Hays entornó los ojos bajo el sol del atardecer. Debían de ser las cinco pasadas. Los pequeños aristócratas se dirigían o ya estaban cómodamente instalados en sus casas. Tal vez reaparecieran más tarde, en familia o en parejas, camino del teatro; o los hombres solos, en busca de la camaradería de los cafés o las tabernas. Muchas criadas que ya habían servido la cena a la pequeña aristocracia regresaban penosamente a sus casas cargadas de comida que habían comprado o trocado, o bien habían obtenido por las buenas o por las malas de las despensas de su señora para alimentar a sus familias.
A continuación Jake solía echar un vistazo al Collect. Tras dar una vuelta completa a lo que quedaba del Embalse de Agua Dulce, se detenía en la cervecería Coulter, en el distrito sexto. El edificio de cinco plantas se alzaba en lo que hasta hacía poco habían sido las orillas del Collect, en la intersección de Orange, Cross y Anthony. Allí, Dirk Heinlein hacía salir a un aprendiz con dos cervezas, una para Jake y otra para Noah. Era la forma de terminar la ronda y siempre era bien recibida.
Heinlein solía tener dos o tres aprendices que trabajaban con un contrato corriente, firmado ante un juez. El maestro se comprometía a darles de comer, vestirlos, lavarles la ropa, alojarlos y, al finalizar el contrato, entregarles una nueva muda. Según la ley, el aprendiz recibía a cambio lecciones de lectura y escritura. Y debía dar su palabra de que, cuando más tarde ejerciera el oficio aprendido, lo haría a una distancia segura y conveniente del establecimiento de su maestro.