Jake quería oír lo que Pockets tenía que decirle. En tiempos de la ocupación británica, gran parte de la ciudad había sido destruida por los incendios del año 76 y 78, que dejaron a miles de personas sin techo. En el 83, al terminar la guerra, más de la mitad de Nueva York había sido reconstruida. Y desde entonces, la gente como Ned se había dedicado a explotar la ciudad.
– Sigue -instó Jake.
Pockets se encogió de hombros.
– Las excavaciones, el transporte en carro y todas esas actividades… Tienes que obtener el visto bueno de Ned el Carnicero para evitar una reprimenda de Charlie Wright.
– ¿Cómo?
– ¡Agárrame! Lo sabe tan bien como yo. Usted no es de Nueva Jersey.
Jake lo apuntó con un dedo.
– Lo siento, pero ya sabe a qué me refiero. -Pockets se sonó la nariz con la mano, arrojó los mocos al suelo y se la limpió en el pantalon.
– No. Explícamelo.
– Pues depende. Un puñetazo en la nariz, una patada en los huevos o un navajazo en las tripas. Lo mismo le da a Charlie Wright, quien, como todos sabemos, nunca hace nada malo.
Tras releer la nota que Alsop le había entregado, Jake echó a andar hacia el ayuntamiento. Se hallaba a una docena de manzanas del número 26 de Wall Street, en Nassau, donde desde 1747 se levantaba el ayuntamiento. Se trataba del antiguo ayuntamiento federal donde el presidente Washington había prestado juramento el 30 de abril de 1789, cuando Nueva York seguía siendo la capital del país. Y se convertiría en el antiguo ayuntamiento en cuanto terminaran el nuevo en Chambers, cuando quiera que eso fuera.
El antiguo ayuntamiento era un imponente edificio de ladrillo con tres plantas y un sótano. En lo alto de una breve escalinata se alzaban columnas y tres arcos. En el tejado había dos grandes chimeneas y en el centro una sofisticada cúpula sobre la cual una veleta en forma de gallo contemplaba sus dominios.
Una de las grandes salas albergaba la Historical Society de Nueva York, fundada cuatro años antes y exenta de alquiler. Tanto Jake como el hombre con quien iba a reunirse eran miembros. Mientras Jake se acercaba, un hombre corpulento y de asombrosa estatura abandonó la Historical Society y se encaminó hacia la sala de pintura. Jake aceleró el paso para no hacerlo esperar.
Tenía un cráneo bien moldeado, la frente amplia, la nariz de corte griego, el cabello castaño y rizado, los ojos castaños claros y la tez tan tersa como la de una mujer. Superaba a Jake Hays unos veinte centímetros en estatura.
– Buenos días, señor.
El hombre se aproximó a la puerta, la abrió y, tras mirar a ambos lados del pasillo, la cerró y regresó junto a Jake, quien contemplaba al presidente Washington.
– Ya hace tres días que encontraron el cadáver.
Jake asintió.
– Lamento decir que continuamente encontramos cadáveres en esta ciudad.
– Pero éste es un caso político; se trata del delegado de vías públicas, Brown. No puedo tardar tres días en enterarme de esta clase de noticias.
Jake suspiró. Era un hombre práctico, pero, al igual que a John Tonneman, le traía sin cuidado el juego de la política.
– Sí, señor.
– Asuntos de esta clase deben serme comunicados de inmediato. El período entre hoy y el 22 es extremadamente delicado. Quiero a uno de mis hombres en esta investigación.
– Sí, señor.
– Y le agradecería enormemente que el imbécil federalista de Willett no se enterara.
– No se lo diré, pero la noticia está extendiéndose por toda la ciudad, señor.
El corpulento hombre se tiró del lóbulo derecho.
– Ya lo sé. Es inútil que me preocupe. El día 22 encargué a John Hunn este asunto. En cualquier caso, quiero que me mantenga informado de sus progresos. Gracias por venir.
Jake asintió y abandonó la sala de pintura. Witt Clinton era un buen hombre y un buen alcalde. Y probablemente algún día sería un buen gobernador y, en el mejor de los casos, un buen presidente. Sin embargo, aquel día no era más que otro político que le incordiaba.
Repentinamente malhumorado, el por lo general alegre alguacil mayor hizo una insólita excepción y fue a comer a casa.
RECIÉN PUBLICADA Y A LA VENTA EN M. & W. WARD, EN EL NÚM. 149 DE PEARL STREET, A 1 DÓLAR 25 CENTAVOS:
CORINNA O ITALIA,
DE MADAME DE STAEL HOLSTEIN.
DESDE QUE SE TRADUJO, ESTA NOVELA HA SIDO EDITADA VARIAS VECES EN INGLATERRA Y RECIBIDO GRANDES ELOGIOS DE LA CRÍTICA.
New-York Herald
Febrero de 1808
26
Miércoles, 3 de febrero. A primera hora de la tarde
Embutida en un vestido de damasco azul y con los pequeños pies enfundados en unas zapatillas y apoyados sobre un escabel, Abigail Willard leía la última novela de la señorita Owenson, The wild Irish girl. Dejando a un lado el libro, se levantó de la butaca Sheraton tapizada de seda dorada para ir al encuentro de Tonneman y besarlo en la mejilla. Un niño dormía plácidamente en una cuna cerca de la chimenea, cuyo gran fuego, junto con la tenue luz de muchas lámparas, hacían la habitación acogedora y agradable.
– Qué agradable sorpresa, John. -Se llevó el dedo índice a los labios.
Tonneman asintió. Hablaría en voz baja. Siempre se sorprendía al ver a Abigail. Su rostro se había redondeado, pero apenas si había envejecido; conservaba el mismo aspecto que unos años atrás: las mejillas con hoyuelos y los ojos de color aciano vivo, en contraste con la pálida tez y el cabello plateado. Ah, el cabello, ésa era la diferencia, el único perjuicio que la edad había causado en su belleza. Como Mariana nunca había simpatizado con los Willard, ni éstos con ella, Tonneman en solitario visitaba con asiduidad a Abigail desde que había enviudado, doce años atrás.
La mujer se acercó a la puerta y tiró tres veces de la cinta de encaje de la campana que colgaba junto a las jambas.
Tonneman se dejó caer en un sillón de orejas ancho, consciente de la sensación de serenidad que se apoderaba de él. Todo lo contrario de la disensión y el caos de su hogar. O de su matrimonio.
Tras una tímida llamada a la puerta, ésta se abrió, y la doncella entró e hizo una reverencia.
– Sí, señora -susurró.
– He llamado tres veces, lo que significa té -reprendió Abigail con amabilidad.
– Sí, señora.
Cuando la doncella se retiraba, el niño gorjeó.
– Es la hija menor de Elizabeth, Mary. -Abigail volvió a acomodarse en la butaca y meció la cuna suavemente con la punta de su zapatilla de terciopelo-. Ha venido de Albany para que las criaturas pasaran quince días con su abuela. Se ha llevado a los otros tres al circo.
– ¿Abuela? -John rió. Le costaba creer que Abigail fuera abuela.
– Lo que oyes, John. Ya tengo doce nietos, y pronto serán catorce. Y las esposas de Harold y Charles también… Pareces cansado, John.
– Lo estoy. Me hago viejo.
– No eres el único, querido.
Conversaron un rato con tono afable hasta que la doncella regresó portando una bandeja con una tetera de porcelana de Wedwood bajo una cubierta, dos tazas, servilletas de hilo bordadas, cucharillas de plata y una fuente de pequeñas tortas.
– Muy bien, Nancy, gracias. -Abigail sirvió el té y ofreció una taza a Tonneman, quien la aceptó con un hondo suspiro.