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– Ese cabrón mató a Quintin Brock -murmuró Jake mientras bajaba por las escaleras.

– Eso está claro, señor.

– Ahora sólo nos queda demostrarlo.

– Eso también está claro, señor. Y podemos hacerlo.

Jake se detuvo bruscamente.

– Desembucha, muchacho. ¿Cómo?

– Quintin era un buen amigo de mi familia. Hacía años que no lo veíamos, pero cuando yo era niño nos visitaba con frecuencia y a veces jugaba conmigo…

– Al grano, chico.

– Y me ayudaba a leer el libro del señor Bunyan. Quintin Brock sabía leer y escribir.

SE VENDE MULATA DE UNOS VEINTIÚN AÑOS

QUE SABE COCINAR, LAVAR Y PLANCHAR BIEN;

DISPUESTA A IR AL CAMPO.

PREGUNTAD EN EL NÚM. 8 DE ROBINSON STREET.

New-York Herald

Febrero de 1808

37

Viernes, 5 de febrero

El piso superior de la casa de Daniel Goldsmith en Garden Street se hallaba dividido en dos. Alquilaban una mitad a Joseph Lancaster, el maestro de escuela, y la otra mitad era el refugio de Goldsmith.

Aunque dicho «refugio» era un espacio bastante grande, resultaba casi imposible caminar, sentarse o permanecer de pie, debido a los montones de correspondencia, papeles y documentos, libros y periódicos de que a lo largo de los años se había rodeado el ex alguacil.

– ¡Mierda!

Exasperado, Daniel arrojó sobre el escritorio el fajo de papeles de la Collect Company que John Tonneman le había entregado; las hojas ocultaban los libros de cuentas del negocio de Molly.

Como alguacil retirado, llevaba años observando a Jacob Hays, y si algo había aprendido era que los criminales solían dejar un rastro. Por desgracia no había descubierto el ensalmo que permitía encontrar siempre el rastro.

Le moqueaba la nariz, y la habitación estaba fría y húmeda. La chimenea resultaba demasiado pequeña, y el fuego necesitaba combustible, que, con su habitual distracción, siempre olvidaba portar consigo. Se envolvió bien con la bufanda de lana marrón que Molly había tejido, se sonó la nariz con un pañuelo de hilo y tomó un sorbo de chocolate frío.

Otro callejón sin salida. Al enterarse del asesinato de Brown y la posible participación de Peter, le había intrigado comprobar si como ex alguacil era capaz de resolver el misterio. Al desentrañarlo limpiaría el nombre de Tonneman hijo y saldaría su deuda con John Tonneman, quien hacía años había creído en él.

Sin embargo, empezaba a albergar ciertas dudas. Sólo era un anciano, y su cerebro ya no funcionaba con la misma agilidad que en su juventud. ¿Qué podía descubrir él que Jake Hays no supiera? Mientras bebía el chocolate reflexionó sobre el funeral de Brown. Por lo visto, Peter tenía amistad con la gruesa prostituta Simone. Averiguara lo que averiguara a ese respecto, tendría que actuar con delicadeza para no preocupar a John. En cualquier caso, éste no era estúpido y también había sido joven. Ambos lo habían sido.

Llamaron a la puerta. Antes de que pudiera responder, John Tonneman irrumpió en el interior, chocando contra una pila de Evening Posts y Heralds, además de Examiners, la cual se inclinó peligrosamente sin llegar a caer.

– Buenos días, John -saludó Daniel.

Apartó varios papeles de un rincón para dejar al descubierto un estante lleno de botellas de jerez seco. Seleccionó una cubierta de polvo y la limpió con la manga de la gastada americana negra que siempre llevaba cuando se encerraba en su habitación privada. Apuró el chocolate y limpió el tazón con un trozo de encaje que había ido a parar al piso superior. Descorchó la botella de jerez con facilidad.

– ¿Te apetece probarlo?

Tonneman frunció el entrecejo antes de asentir. Sin pronunciar palabra se quitó el gabán gris y buscó un lugar donde dejarlo. Al no encontrar ninguno lo dobló y colocó sobre un tambaleante montón de papeles. Los innumerables fajos que, atados con cintas de colores o cuerdas, atestaban la habitación eran de varios tamaños. El polvo se había instalado en todas partes y se levantaba en pequeñas nubes cuando se rozaba una superficie.

Goldsmith encontró un vaso lleno de lápices y portaplumas. Vació el contenido en el escritorio y lo limpió con el trozo de encaje. Alzando el vaso y el tazón, preguntó:

– ¿Qué prefieres, chocolate o lápices?

– Lápices.

Daniel sirvió el jerez, y ambos bebieron con gran ceremonia un sorbo de vino español y asintieron con aprobación.

– Sorprendentemente bueno -reconoció Tonneman-. Teniendo en cuenta cómo está servicio. ¿Por qué lo guardas aquí? Debería estar en la bodega.

– Imposible -exclamó Goldsmith-. Molly guarda todo el material de sombreros allí.

Tonneman meneó la cabeza.

– Deberías almacenar aquí los tejidos; en la bodega se pudrirán.

– ¿Y dónde quieres que guarde mis papeles? Me gustan las cosas tal como están, gracias. Resérvate tus opiniones científicas, por favor. -Goldsmith encendió un cigarro con la lámpara que había en la mesa. Al tender la mano para ofrecer otro a su visitante, casi derribó la pila de correspondencia-. ¿Fumas?

– No, gracias. Me temo que ha empezado la conflagración. -Se acercó a la chimenea y atizó las moribundas ascuas-. ¿Qué has averiguado?

– Del señor Brown y sus amigos, nada. Del pasado, tal vez. -Daniel se sonó la nariz-. Si lo que he averiguado es importante, es otra historia. La cuestión esencial es por qué asesinaron a Emma.

– En mi opinión tiene prioridad quién lo hizo.

– Hummm. Una mente científica. -Goldsmith sacudió el polvo de varios papeles, haciendo estornudar a Tonneman-. Salud. El móvil podría conducirnos al autor. Centrémonos en dos hechos de aquella época: la guerra y Hickey.

– ¿Crees que la muerte de Emma estuvo relacionada de algún modo con el complot para asesinar al general Washington?

– No tengo ni idea, pero creo que vale la pena investigarlo. Tengo el presentimiento de que si Emma Greenaway no murió a manos de Hickey, el asesino debió de ser alguien a quien ella conocía. Te diré más, alguien a quien probablemente tú también conoces. Por supuesto, no podemos descartar a gente que no conocemos.

– Así pues, ¿has reducido los sospechosos a las veinte mil almas que vivían en Nueva York por aquel entonces?

Goldsmith sonrió.

– Espero que podamos hacer algo mejor. -De pronto se puso serio-. Partimos de la hipótesis de que quien mató a Emma también asesinó a Gretel. Han transcurrido veintidós años desde que encontramos cerca de tu casa la espada dentada, sin que lográramos descubrir a quién pertenecía la sangre que la cubría. Entonces no sabíamos que la sangre era de Emma.

– Tampoco lo sabemos ahora -repuso John Tonneman.

– Estoy seguro de que lo era. Hood y yo perdimos esa maldita espada, que luego fue utilizada para decapitar a Gretel. Si no la hubiéramos extraviado, ¿habría muerto Gretel? Llevo años preguntándomelo.

– Deja de torturarte. El asesino habría empleado otra arma.

– ¿Y el asesino era Hickey u otra persona?

Tonneman se impacientó. Goldsmith ponía tanto empeño que le resultaba molesto. Suspiró hondo.

– Otra persona… -De pronto recordó algo. La espada había aparecido envuelta en una fina seda blanca, también ensangrentada.