Выбрать главу

Tampoco él había dormido mucho, pero las ojeras le daban un aire ligeramente disipado que aumentaba su atractivo. Meg lo siguió dócilmente hasta el coche y entró en él mientras Kon guardaba las cosas en el maletero.

Salieron de la ciudad por el mismo camino que habían tomado la noche anterior. Apenas había tráfico y enseguida llegaron a la carretera del bosque.

Meg iba sentada de lado, mirando el perfil de Kon y su cuerpo tenso y musculoso. Él iba vestido con la misma sobriedad de siempre. En realidad, ella solo lo había visto con la camisa blanca y el traje oscuro que, suponía, eran su uniforme de trabajo. Le sentaban bien. Demasiado bien. Meg no podía apartar los ojos de él.

– Nunca antes me había escapado con un hombre -confesó-, ¿Y tú? Con una mujer, quiero decir.

Él le lanzó una mirada penetrante.

– Yo sí.

– No he debido preguntártelo, pero todo esto es nuevo para mí.

Por supuesto, él había tenido otras relaciones. Meg sabía, por sus conversaciones nocturnas, que tenía poco más de treinta años. A un hombre soltero y atractivo como él, no le faltaría la compañía femenina.

– No ha habido tantas mujeres como te imaginas -bromeó él-. Con mi trabajo, me resulta casi imposible mantener una relación duradera. Las pocas mujeres que he conocido también trabajaban para el Partido. Para serte sincero, Meggie, hasta ahora nunca me había sentido atraído por una extranjera. Lo que me sorprende es la fuerza de mis sentimientos por ti, lo mucho que he deseado estar a solas contigo.

Ella se estremeció.

– Gra… gracias por ser tan sincero conmigo. Eso es lo único que te pido.

– Nunca has hecho el amor, ¿verdad?

Parecía una afirmación, no una pregunta.

– No. ¿Te importa?

– Sí.

Meg intentó reprimir el repentino aguijoneo de las lagrimas.

– Ya veo.

Él masculló algo en ruso que ella no entendió.

– Hemos llegado, Meggie.

Había estado tan concentrada en la conversación que no se había enterado de nada más. Cuando miró hacia afuera, vio que estaban parados en medio de un tupido bosque, junto a una humilde cabaña de leñador.

Entonces se le presentó la realidad de la situación en toda su crudeza. Había pensado que su inocencia compensaría su falta de experiencia, pero, de pronto, lo vio todo distinto. Kon era un hombre mundano, experto y sofisticado… y seguramente estaba decidido a dar la vuelta y llevarla de nuevo a la ciudad.

Y ella no podría soportarlo. Salió precipitadamente del coche y se internó entre los árboles.

– ¿Meggie? ¿Adonde crees que vas? -gritó él, irritado.

– A… ahora mismo vuelvo.

– No te alejes. Es muy fácil perderse.

– No lo haré.

«Dame solo un momento para prepararme», suplicó para sus adentros, y siguió corriendo hasta que se quedó sin aliento.

Se apoyó en el tronco de un árbol para descansar. Sintió una punzada de vergüenza por comportarse como una niña. No lo culparía si perdía todo interés por ella.

Entonces oyó que él la llamaba. Por sus gritos, supo que se estaba acercando. Su voz parecía llena de angustia. ¿Estaría realmente preocupado por ella? ¿Era posible que sus sentimientos fueran tan profundos y verdaderos como los de ella?

Meg supo la respuesta cuando se encontró con él, mientras corría de nuevo hacia la casa.

– Siento haberte preocupado -dijo, al oírle pronunciar un torrente de ininteligibles palabras en ruso.

Kon la estrechó contra su pecho. Sus ojos eran una abrasadora llamarada azul.

– Meggie…

Su inesperada pasión le reveló a Meg lo que quería saber. Él todavía quería estar con ella. Nada había cambiado.

Buscó ciegamente su boca y se perdió. Kon la levantó en brazos y la llevó a la cabaña, abriendo la puerta de un puntapié.

Lo que ocurrió después fue natural e inevitable. Ebrios de deseo, fueron solo un hombre y una mujer ansiosos por saborear y sentir al otro.

Desde ese instante, se rompieron las barreras impuestas por sus papeles de visitante extranjera y agente del KGB. Solo la necesidad absoluta que sentían el uno por el otro gobernó su relación. Una necesidad que fue satisfecha y que marcó el inicio del resto de sus días y sus noches juntos. Solo querían amarse hasta perder el sentido.

Y pensar que todo aquello había sido parte de un plan…

Meg apartó aquellos recuerdos. Creía que había dejado atrás el dolor para siempre, pero la aparición de Kon había vuelto a abrir heridas que ya nunca sanarían. Le lanzó una mirada acusadora.

– Dime una cosa -dijo, sin intentar ocultar su reacción a aquellos recuerdos agridulces-, ¿cómo conseguiste parecer sincero cuando me pediste que me casara contigo?

– ¿Cuándo, Meggie? -replicó él-. Que yo recuerde, te pedía que te casaras conmigo cada vez que hacíamos el amor. Debería ser yo quien te preguntara a ti una cosa: ¿qué crees que me impulsaba a seguir pidiéndotelo, si sabía cuál sería tu respuesta? -intentó parecer tan desolado como cuando le contó a Anna su despedida en el aeropuerto.

¡Qué buen actor era! Tan bueno que a Meg le daba miedo.

– ¡Ahórrate la farsa, Kon! -dijo, desdeñosa, para enmascarar su incertidumbre-. Estabas trabajando para tu país. Seguro que, a lo largo de tu carrera, has engañado a otras mujeres ingenuas como yo. Puede que en nombre del deber, te hayas convertido en padre de otros niños… -de pronto se detuvo, sin aliento por la rabia-. ¿Por qué has venido a buscar a Anna cuando hay miles de mujeres en Rusia que estarían encantadas de casarse y tener hijos contigo? Según creo, allí hay muchas más mujeres que hombres. Podrías elegir a la que quisieras y fundar una familia si…

Él la interrumpió con calma.

– La mujer que he elegido está justo delante de mí y la única hija que tengo acaba de dormirse en mis trazos.

Ella apretó los dientes.

– Tú me elegiste, lo admito. Mi tío estaba en los servicios de inteligencia de la Marina, ¿te acuerdas? Después de su muerte, mi tía me contó algunas cosas sobre cómo el KGB trataba de captar a visitantes extranjeros especialmente seleccionados. Como yo… la sobrina de un militar estadounidense. Sobre todo porque, obviamente, a mí me interesaba Rusia y hasta volví por segunda vez. Intentaste que renegara de mi país, mostrándote primero como un amigo y, luego, seduciéndome. Pero, al final, no funcionó. Yo volví a Estados Unidos y a ti seguramente te reprocharon tu fracaso. Así que me hiciste vigilar y, cuando descubriste que estaba embarazada, esperaste hasta que llegara el momento idóneo para reclamar a tu hija y volver a Rusia -se dio cuenta de que estaba casi gritando, pero hacía rato que había perdido el control-. ¡Pues no voy a permitirlo! No estamos casados y, si intentas llevártela a algún sitio, te acusaré de secuestro…

– ¡Mamá! -el grito asustado de Anna, hizo callar a Meg. Aturdida, vio a su hija junto al árbol de Navidad, abrazada a su muñeca preferida. El rastro de lágrimas que había en sus mejillas destrozó a Meg-. ¿Por qué regañas a mi papá?

Kon se movió tan rápido que Meg no tuvo tiempo de reaccionar. En un instante, tomó a Anna en brazos y la besó en la nariz.

– No me está regañando, Anochka -dijo, meciéndola-. Tu madre está enfadada con razón. Yo antes vivía en Rusia y ella teme que algún día quiera volver y te lleve conmigo.

– ¿Sin mami? -preguntó Anna, como si aquello fuera impensable.

A Meg le dieron ganas de llorar.

– No vamos a ir a ninguna parte sin mamá -afirmó él, con autoridad incuestionable, sin dejar de mirar a Meg. Esta se preguntó cómo podía seguir fingiendo todavía y parecer tan convincente. Kon besó a Anna en la frente-. Ahora tienes que volver a la cama, porque mañana tenemos muchas cosas que hacer y tu madre y yo todavía no hemos terminado de hablar. Sabes que hemos estado separados mucho tiempo. Hay cosas que debo contarle. ¿Lo entiendes? ¿Eres lo bastante mayor para correr a tu habitación y meterte en la cama sólita?