Выбрать главу

Su madre, que todavía tenía abrazada a Anna, levantó la cabeza.

Meg vio que sus brillantes ojos azules, iguales a los de Kon, la observaban con cariño y curiosidad.

Pero no solo eran los ojos. Su figura era parecida a la de Kon, y Meg vio que todavía tenía mechones negros que atestiguaban de dónde procedía el cabello castaño oscuro de Kon.

La anciana dejó a Anna despacio en el suelo y tomó la cara de Meg entre sus manos.

– Mayah Doch -dijo, como una bendición.

Hija mía.

Meg asintió antes de devolver el saludo.

– Mayah Matz.

Entonces, se abrazaron. Meg la besó respetuosamente en las mejillas, cariñosa y feliz. Aquella mujer maravillosa había dado a luz a Kon y había creído todos esos años que su hijo estaba muerto.

¿Quién sabía las privaciones, las penalidades por las que había pasado? ¡Cómo le hubiera gustado a Meg estar presente cuando madre e hijo se reunieron!

Meg tenía demasiadas preguntas, pero ese no era el momento de hacerlas, pues las emociones se estaban desbordando. Los perros restregaban la cabeza contra las piernas de Kon como signo de bienvenida.

– Me alegro de que estés en casa, papá.

– Yo también, Anochka, yo también.

Kon tomó a Anna en brazos y le susurró las palabras cariñosas que reservaba para ella.

Meg sintió que el deseo de Kon llegaba hasta ella y leyó el mensaje de sus ojos ardientes. Al igual que ella, apenas podía esperar a que estuvieran solos.

Pero debían pensar en su madre y en Anna. Tácitamente, decidieron ocuparse de ellas antes que nada. Tendrían tiempo de estar solos después. Como Jacob y Raquel, habían esperado mucho tiempo y podían esperar un poquito más. Pero solo un poquito.

– Pondremos a tu madre en la habitación que usaba yo antes de que te marcharas. Está todo preparado. Le gustará tener su propia habitación y su cuarto de baño y Anna querrá tener a su abuela en la puerta de al lado.

Kon dejó a Anna en el suelo.

– ¿Y dónde están tus cosas? -le preguntó a su mujer.

Meg apenas podía hablar.

– ¿Tú qué crees?

– En tu habitación -rio Anna-. Eres tonto, papá.

Él le despeinó los rizos castaños y murmuró en ruso:

– Nuestra pequeña se entera de todo.

– Sale a su padre -replicó Meg.

– Y mi Dimitri sale a su padre -añadió Anyah.

Kon sonrió al ver la cara de asombro de Meg.

– ¿Ese es tu verdadero nombre? ¿Dimitri?

– Da -respondió su madre por él-. Dimitri Leudojovitch.

– ¿Qué te parece, mayah labof?

– Me parece que se lo pondremos a nuestro hijo cuando nazca -lo miró con ardiente deseo y sonrió-. Creía que te habías ido para siempre, así que será mejor que pienses en recuperar el tiempo perdido.

Anyah agarró a Meg del brazo.

– Tú eres buena para mi Dimitri. Él necesita una mujer como tú, que sepa responder a su pasión.

Meg se sonrojó. Para ocultar su turbación, dijo:

– ¿Supo que era su hijo cuando lo vio?

– Da -asintió ella, mirando a Kon con orgullo de madre- Ningún otro niño en Shuryshkary tenía una cara y unos ojos como los de mi pequeño Dima. Y ese remolino en el pelo, y la forma de sus orejas… -con su curtida mano acarició la sien izquierda de Kon-. ¿Ves esa pequeña cicatriz cubierta por el pelo? Se hizo esa herida y la del hombro izquierdo al caerse de un árbol. Creo que tenía cuatro años. Le gustaban mucho los árboles y siempre le pedía a su padre que lo llevara al monte.

A Kon todavía le gustaban los árboles y las montañas, pensó Meg. Ella conocía aquellas cicatrices. Sobre todo, la del hombro, que había besado una y otra vez, porque adoraba cada centímetro de su magnífico cuerpo.

Entonces Kon atrapó su mirada. Meg se dio cuenta por sus ojos, que parecían brasas azules, de que estaba recordando lo mismo que ella.

En inglés, Meg dijo:

– ¿Dónde está Shuryshkary?

– En el norte de Siberia, al pie de los Urales.

– Eso explica muchas cosas -murmuró ella.

Kon asintió y se comprendieron en silencio. Pero Anna metió la cabeza entre los dos.

– ¿Qué significa eso de «suricari»?

Kon se echó a reír.

– Es el pueblo donde nací, Anochka.

Incapaz de reprimir su curiosidad, Meg exclamó:

– ¿Cómo encontraste a tu madre?

– Cuando decidí desertar, conseguí, con ayuda de otro agente que me debía algunos favores, acceder a mi expediente. Entonces supe que mi madre vivía aún y negocié su salida de Rusia con el gobierno estadounidense. Pero, al igual que con Anna y contigo, he tenido que esperar todo este tiempo para traerla aquí. Por desgracia, hubo problemas que impidieron que llegara el día de Navidad, como yo había planeado.

– Oh, Kon… -exclamó Meg. De pronto, su comportamiento el día de Navidad y su desaparición cobraron sentido-. ¿Podrás perdonar…?

– Todo eso está olvidado, Meggie -la interrumpió-. Hoy es el primer día del resto de nuestras vidas.

– Sí -musitó ella y, tomando a su suegra por el brazo, le dijo en ruso-. ¿Está cansada? ¿Quiere subir a su habitación para refrescarse un poco antes de la cena y luego ver la casa de su hijo?

– Hemos comido en el avión que nos ha traído desde San Francisco. Prefiero quedarme con mi nietecita un rato y luego acostarme.

Cuando empezaban a subir las escaleras, con Anna y los perros correteando delante de ellos, la anciana dijo:

– Anna se parece mucho a la hermana de Dima, Nadia. Alegre, curiosa y llena de vida.

– Nadia murió de una enfermedad pulmonar antes de cumplir catorce años -murmuró Kon en inglés.

A Meg se le encogió el corazón.

– ¿Y tu padre?

– Un día salió a cortar madera y le falló el corazón. Fue hace cinco años.

– ¿Cómo ha sobrevivido todos estos años sola?

– Limpiando suelos y cuartos de baño en edificios públicos.

– ¿Cuántos años tiene?

– Sesenta y cinco.

– Es maravillosa, Kon.

– Sí. Y tú también.

Esa noche, mucho más tarde, cuando por fin la casa se quedó en silencio y las luces se apagaron, Kon entró en su habitación, donde Meg lo esperaba impaciente.

– La última vez que eché un vistazo, mi madre le estaba leyendo a Anna El cascanueces. Anna ya ha aprendido algunas palabras en ruso.

– Es natural, cariño -murmuró Meg. Se acercó a él cuando Kon se quitó el albornoz y se deslizó bajo las sábanas-. La señorita Beezley me dijo que era una niña muy inteligente para su edad. La señora Rosen dijo lo mismo de su talento para el violín. Esas cualidades las ha heredado de su padre.

– Y de su madre. De ti ha heredado su dulzura -musitó él, antes de besarla-. Cuando las dejé, se estaban comunicando con increíble facilidad.

Meg apenas podía reprimir sus emociones.

– Ese libro ha sido como un lazo mágico entre todos nosotros, amor mío.

Kon le apartó el pelo de la frente y la miró fijamente.

– Eso es porque El cascanueces es mágico. Cuando mi madre empezó a contarme historias del pasado, de pronto recordé muchas cosas. Uno de mis recuerdos más intensos era verla leerme El cascanueces cuando yo era niño. Por eso me impactó tanto ese libro, y por eso quise dártelo cuando te marchaste de Rusia. Para mí, ese libro simbolizaba la esperanza y el amor, Meggie. Nuestro amor. Ahora todo tiene sentido -se le quebró la voz y volvió a besarla, estrechándola contra sí-. Te deseo, Meggie. Te quiero tanto que me asusta.

– Yo temía haberte perdido otra vez.

– No quiero mentirte, Meggie. Cuando me marché en Navidad, había perdido la esperanza de que pudiéramos estar juntos. Pero tenía que intentarlo otra vez.