– Por mí misma -corrigió Beth rápidamente-. Ese era nuestro trato, ¿recuerdas? Tú te libras del negocio familiar y yo consigo seguridad para Mischa.
Michael volvió a encogerse de hombros.
– Eso también se lo tomó bien. Llevo meses diciéndole que Steve Donnolly puede hacer el trabajo y, por primera vez, mi abuelo estuvo de acuerdo conmigo.
– Así que ya está hecho -Beth se llevó el café a los labios. Ahora todo lo que le quedaba por hacer era llevarse a Mischa arriba para esperar a que acabara aquella farsa de matrimonio.
– Tal vez.
Beth dejó la taza en el platillo.
– ¿Qué quieres decir con tal vez?
Michael tamborileó con los dedos sobre la mesa.
– Si conozco bien al abuelo, y te aseguro que lo conozco, seguro que está poniéndose en contacto con cada soplón y detective del noreste de Oklahoma.
– Oh, estupendo -Beth se hundió contra el respaldo de su asiento-. ¿Y no crees que deberías haber pensado en eso antes de casarte con una mujer a la que apenas conoces?
– Tal vez.
Beth empezaba a cansarse de aquellas dos palabras.
– Pero después de haber salido con todas las mujeres solteras en un radio de cien millas -continuó Michael-, ¿resultaría más creíble que me casara de repente con una de ellas?
¿Había salido con cada soltera en un radio de cien kilómetros?
– Ese es tu problema -dijo, apartando su silla de la mesa-. Tú podrás manejarlo -de pronto se le había ido el apetito.
– «Nosotros» podremos manejarlo.
– ¿Nosotros? -repitió Beth-. ¿Qué puedo hacer yo al respecto?
– Puedes ir de compras hoy mismo. Pasa por la panadería. Charla con las amigas. Ya sabes… sobre nuestro matrimonio.
– ¿Sobre nuestro matrimonio? -¿qué matrimonio?, pensó Beth, frunciendo el ceño-. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Y de qué podría hablar?
– Todo lo que digas acabará llegando a oídos de mi abuelo. Costará convencerlo de que somos una auténtica pareja. En cuanto a lo que puedes decir… -Michael sonrió-… lo típico de los recién casados. Ya sabes, lo buen amante que soy y todo eso.
Beth no estaba dispuesta a tocar aquel tema.
– No sé por qué estás tan seguro de que lo que diga vaya a llegar a oídos de Joseph Wentworth. No nos movemos exactamente en los mismos círculos.
– No subestimes a mi abuelo, Beth. Ha vivido toda su vida en Freemont Springs, y conoce gente en todas partes.
Justo cuando había planeado pasar aquella mañana y el resto de su vida de «casada» en el dormitorio, Beth se veía empujada a desfilar por Freemont Springs mostrando a todos su anillo de casada.
Michael se relajó contra el respaldo del asiento y le dedicó otra traviesa sonrisa.
– Y mientras hablas sobre nuestra vida de casados, asegúrate de no subestimarme. Tengo una reputación que mantener.
A Beth no le apeteció lo más mínimo devolverle la sonrisa. De hecho, le habría encantado esfumarse de la habitación. Tuvo que conformarse con pasar junto a Michael.
– ¡Te estaría bien empleado que dijera que los he tenido mejores!
Michael la sujetó por la muñeca. Beth se detuvo y lo miró.
– No podría haber mejor pareja que tú y yo, te lo aseguro -murmuró él con voz ronca.
Sensaciones, respiración entrecortada, intensos latidos del corazón… Beth trató de superar todo aquello, de encontrar una fría y razonable respuesta. Liberó su muñeca de la mano de Michael. Alzó levemente la nariz, como si su contacto fuera más una molestia que una tentadora excitación.
– Supongo que Alice tenía razón -dijo, extrayendo un dicho de su recuerdo-. «Quien quiera huevos debe soportar el cacareo de las gallinas».
«No puede haber mejor pareja que tú y yo» ¿Qué había sido aquello? ¿Una promesa? ¿Una amenaza?
Beth no estaba más cerca de una respuesta ahora que casi había oscurecido y se sentía agotada tras haber pasado la tarde caminando y sonriendo, haciendo verdaderos esfuerzos por aparentar ser la viva imagen de una auténtica y feliz recién casada Wentworth.
Sin energía para subir las escaleras que llevaban a su dormitorio, se dejó caer con Mischa en un sillón de cuero frente a la chimenea encendida de la biblioteca. El bebé dormía en su regazo.
¡Cuánto lo quería! Y a pesar de su cansancio, Beth reconocía que había disfrutado aquella tarde. Ella y Mischa habían visto a varios trabajadores del ayuntamiento quitando los adornos de navidad. Dos de los hombres, clientes habituales de la panadería, habían tomado a Mischa en brazos para jugar un rato con él.
Aquella era la belleza de las pequeñas poblaciones como Freemont Springs. El pueblo había encontrado un lugar en el corazón de Beth y ella lo había acogido gustosa. Era el lugar al que llegó cuando abandonó Los Ángeles. Era el lugar en que había dado a luz a su hijo.
Era el lugar en que se había casado.
Miró el fuego, sintiendo que las mejillas se le acaloraban al recordar las suaves bromas y sinceras felicitaciones que había recibido. Según Evelyn, Michael estaba en casa, trabajando en su despacho de la segunda planta. Cuando recuperara la energía subiría a informarle del éxito de su excursión.
Por alguna extraña razón, nadie había hecho la más mínima insinuación cuando había hablado sobre su marido y su nueva vida como señora de Wentworth. Tal vez se debía a que Bea y Millie ya habían corrido la voz.
Beth dudaba que alguna de las personas con las que había hablado fueran informadores de Joseph Wentworth, pero, de todos modos, se esforzó por interpretar bien su papel.
Suspiró. Después de informar a Michael, se retiraría directamente a su dormitorio para acostarse temprano.
Michael miró sin ver la pantalla del ordenador portátil. Debería estar satisfecho, incluso feliz después del paseo de Beth por Freemont Springs. Su abuelo ya debía estar convencido de que se había casado con Beth por las razones adecuadas.
¿Pero cuales eran las razones adecuadas?
No quería pensar en la respuesta a aquella pregunta.
Como tampoco quería pensar en el ruborizado rostro de Beth cuando la había tomado por la muñeca esa mañana o en su casi tímida mirada de unos minutos antes, cuando le había comunicado las felicitaciones que había recibido de los habitantes de Freemont Springs. Mischa había empezado a lloriquear entonces y Beth se había ido del despacho, dejando a Michael desconcertado, preocupado… y aburrido con el maldito informe que estaba elaborando para Donnolly.
Tal vez debería dedicarse a descifrar lo acontecido durante el desayuno, aquel críptico comentario sobre los huevos y las gallinas.
Cualquier cosa para evitar enfrentarse al hecho de que estaba casado. ¡Casado!
Se sentía terriblemente culpable al respecto. Y también extrañamente estimulado.
Las manos de Beth temblaron cuando repitió los votos. Michael se quedó helado entonces, como si lo hubieran despertado de repente con un cubo de agua fría. La ceremonia era auténtica, no una jugarreta de un niño travieso para engañar a su abuelo. Era un auténtico matrimonio con una mujer cuyo pelo rubio y ojos azules le habían hecho ponerse a rebuscar entre las joyas que había heredado de su madre hasta encontrar lo que consideró el perfecto anillo.
Apagó el ordenador y se pasó las manos por el rostro. Tal vez debía zanjar aquello antes de que sucediera algo inesperado. Antes de que alguien resultara dañado.
La puerta del despacho se estremeció con una urgente llamada. Beth pasó al interior de inmediato, respirando agitadamente y ligeramente ruborizada.
– Michael…
Él saltó de su asiento.
– ¿Qué? ¿Qué sucede? -preguntó-. ¿Misha? ¿Está bien el bebé?
Beth asintió.
– Misha está bien. Es… es… -Beth se interrumpió, tomó a Michael de la mano y lo arrastró fuera del despacho.
Sus dedos eran cálidos. Estando tan cerca, Michael pudo oler su perfume. Pero no, Beth no llevaría perfume. Su aroma procedía de algún champú floral. Y también había un toque más familiar. Ah. Jabón de menta y avena, el que se usaba en los baños de la casa.