El jabón que él deslizaba por su piel cada mañana.
No debería encontrar un jabón compartido tan excitante. Tan… casado.
Beth se detuvo en el pasillo, entre su propio dormitorio y el de Michael, cuyas puertas estaban abiertas. Soltó la mano de Michael.
Él echó de menos su contacto de inmediato.
– ¡Mira! -dijo ella, señalando ambas habitaciones-. Evelyn ha dicho que son regalos de tu abuelo. Sorpresas que han llegado esta misma tarde.
La cama en que había dormido Beth, en el supuesto dormitorio del niño, había desaparecido. En su lugar había un enorme arcén de juguetes y un caballo balancín de madera con el que Michael había compartido durante su infancia más aventuras de las que podía recordar. Sonrió y dedicó un saludo con la mano a su viejo favorito. A Mischa le iba a encantar el viejo Blackie.
– ¡No vas a salirte con la tuya! -murmuró Beth entre dientes. Apoyó una mano en el brazo de Michael y le hizo girar en dirección a su dormitorio.
Oh, oh.
Michael creyó percibir la mano de su hermana en aquello. Era posible que Joseph Wentworth hubiera ordenado retirar camas y desenterrar viejos juguetes, pero sólo Josie habría podido seleccionar aquella colorida variedad de negligés que se hallaban esparcidas sobre su cama.
Su cama.
La cama que su abuelo le estaba obligando sutilmente a compartir.
Michael casi pudo escuchar al viejo en su mente. «¿Quieres un matrimonio, muchacho? ¡Pues toma matrimonio!»
Por supuesto, el abuelo y Josie no podían saber que él y Beth nunca habían dormido juntos. No podían saber que en su noche de bodas la recién casada había dormido en la habitación del bebé en lugar de hacerlo entre sus brazos.
¿Sería muy feo contar las negligés?
– ¿Qué vamos a hacer al respecto? -preguntó Beth con voz ronca.
Había nueve.
Michael la miró. Aún respiraba agitadamente.
¿Qué iban a hacer al respecto?
Arrojar la toalla.
Era lo más seguro. Lo más fácil. Además, lo más probable era que el abuelo ya lo sospechara.
Una farsa de matrimonio. ¿En qué había estado pensando?
La verdad le costaría temporalmente la posibilidad de asociarse con el Rocking H, pero aún podría ocuparse de Beth y Mischa. Se volvió y abrió la boca para decírselo a Beth…
Y supo que ella no aceptaría su dinero. No después de un fracasado matrimonio de veinticuatro horas.
– ¿Y bien? ¿Qué vamos a hacer al respecto? -preguntó Beth de nuevo. Sus ojos destellaron y el rubor aún no había abandonado su rostro.
Como el deseo que ardía en la sangre de Michael.
– Vamos a dormir juntos -dijo.
Capítulo 5
Beth miró a Michael, anonadada.
– Supongo que estás bromeando.
Él alzó las cejas.
– ¿Qué otra cosa podemos hacer? ¿Decirle a Evelyn que vamos a dormir en habitaciones distintas? Puede que nos hayamos salido con la nuestra una noche, pero los criados hablarán si seguimos durmiendo separados.
Beth se pasó una mano por el pelo. Sin duda, resultaría muy extraño que no compartieran el dormitorio, sobre todo después del «comunicativo» paseo por el pueblo.
– El cotilleo llegaría a oídos del abuelo antes de que se abriera la bolsa mañana por la mañana -dijo Michael, como si hubiera leído su mente.
– Se suponía que éste iba a ser un matrimonio de conveniencia -replicó Beth.
Michael se encogió de hombros y metió las manos en los bolsillos de su pantalón.
– ¿Sería tan «inconveniente» compartir la cama?
Su despreocupada actitud había vuelto. Sin corbata y con el cuello de la camisa abierto, Beth pudo percibir el tranquilo latir de su pulso en su garganta. Tenía un cuello fuerte, y sería el fuerte cuerpo de un hombre el que tendría a su lado si se acostaba con él.
– Vamos, Beth -insistió Michael, sonriendo-. Sin duda podemos compartir la cama sin tocarnos. Somos dos personas adultas.
«Eso es lo que temo», pensó Beth.
Estaba acostumbrada a compartir el dormitorio con otras chicas. Con su bebé. Pero no estaba acostumbrada a compartir la cama con un hombre. Evan nunca se había quedado a pasar toda la noche con ella.
Ese detalle debería haber sido más revelador.
– No ronco -continuó Michael.
Beth no lo dudaba. Un hombre como Michael no roncaba. Un hombre como Michael calentaba la cama, calentaba los corazones, alejaba la terrible sole…
Se había prometido no volver a pensar en aquella palabra.
– No me parece buena idea, Michael. Puedo dormir en el suelo, o…
– ¿Te asusta la idea, Beth?
– No me asusto de nada -replicó ella automáticamente. Aquello era algo que se aprendía en el orfanato. Se aprendía a no admitir nunca que te asustaba la oscuridad, o no tener padres, o no ser capaz de criar a tu bebé a solas…
– Entonces, estamos de acuerdo -Michael se volvió para regresar a su despacho.
– ¡No! -exclamó Beth automáticamente. Los huérfanos desarrollaban especialmente el instinto de conservación desde la cuna, y algo le decía que debía cuidarse de acercarse demasiado a Michael.
Él se volvió a mirarla.
– No muerdo.
«¿Y si yo quisiera que lo hicieras?» El inesperado pensamiento hizo que las mejillas de Beth se tiñeran de rubor.
Michael entrecerró los ojos mientras alargaba una mano para acariciarle la mejilla.
– Tienes miedo.
«¡Niégalo!». El pulso de Beth redobló sus latidos. Tener miedo significaba que te podían hacer daño. Y ella no iba a volver a permitir que un hombre se le acercara lo suficiente como para hacerle daño. Tenía callos para evitarlo.
Y Michael parecía tan cómodo con la idea… como si acostarse con ella no fuera a resultarle más inquietante que compartir la cama con un gato.
– Beth… -dijo, sin apartar la mano de su mejilla-. Si no quieres…
– Tonterías -interrumpió ella, tratando de ignorar el cosquilleo que recorría su piel-. Estoy deseando que llegue la hora de acostarnos.
Michael rió y apartó la mano.
– Yo también.
«Beth no tiene nada de especial».
Unos minutos después de las once, Michael se hallaba sentado en un sillón frente a la chimenea de su dormitorio, tratando de creerse aquel pensamiento. A través de la puerta del baño llegaba el sonido del agua corriendo.
Beth estaría limpiándose los dientes. Lavándose la cara. Todo lo que hacía una mujer antes de meterse en la cama… sencillo, normal.
Nada que justificara la tensión de sus músculos y la sensación de que la sangre corría más veloz por sus venas.
«Beth no tiene nada de especial».
Porque así era como iba a superar la noche. Todo el matrimonio. Con calma, relajado. Interpretarían sus papeles ante Evelyn y el resto de los criados para convencer al abuelo de que estaban realmente casados.
Para convencerle de que debía retomar las riendas de Oil Works.
Para liberarse de las responsabilidades familiares.
Para ofrecer a Mischa y a Beth la seguridad que merecían.
La puerta del baño se abrió y Beth salió vestida con una fina bata rosa. Por el cuello asomaba la blanca franela de un camisón.
Nueve negligés y había elegido un camisón de franela. «Gracias a Dios», pensó Michael.
Beth lo miró, nerviosa.
– Bien -dijo, dedicándole la forzada sonrisa que él recordaba de su primer encuentro.
– Bien -replicó Michael. No había nada especial en Beth. No tenía ningún motivo para imaginar cómo sería su piel bajo la franela.
– Voy a ver cómo está Mischa -dijo ella.
Michael no le recordó que uno de los regalos del abuelo había sido un monitor para bebés. El receptor estaba en la mesilla de noche y podía captar el sonido de una pluma cayendo en la habitación del niño.
El olor a jabón y pasta de dientes volvió a despertar la imaginación de Michael.