Pero fue ella la primera en hablar.
– Siento que no puedas ni mirarme -dijo.
Michael se quedó tan sorprendido que se volvió a mirarla.
– ¿Qué?
– Por si te interesa saberlo, me estoy esmerando todo lo posible.
Michael parpadeó.
– Por supuesto.
– Tal vez esperabas una esposa más guapa, más refinada… Pero me tienes a mí.
¿Acaso creía que se avergonzaba de ella?
– No te he traído aquí porque deseara que fueras otra persona.
– Entonces, ¿por qué me has traído?
Michael pensó que debería haber imaginado que le iba a hacer esa pregunta.
– ¿Eh? -murmuró, para dilatar su respuesta.
– Oh, no te molestes en contestar -dijo Beth, evidentemente disgustada-. Anoche me pegué a ti como una lapa.
– ¿Como una lapa? -repitió Michael, estúpidamente.
– Sé que no me ves así. Lo supe desde el principio. Sólo he sido un medio para ti, no una mujer, y lo comprendo -Beth hizo una pausa-. ¡Pero podías haberte comido el asado!
El estómago de Michael gruñó y él lo aceptó como uno de sus castigos.
– ¿A qué «así» te refieres?
Un suave gruñido sonó a su lado. De pronto, Michael comprendió por qué parecía tan hinchada la parca de Beth. Ésta bajó la cremallera de la prenda y dejó expuesto a Mischa, al que había llevado consigo envuelto en una mantita.
A continuación, Beth hizo unos sorprendentes movimientos de torsión que Michael no supo interpretar en la semi oscuridad reinante. Se oyó una especie de suave palmada y Mischa quedó repentinamente silencioso.
Michael tuvo un mal presentimiento respecto a lo que estaba pasando.
– Um… -se aclaró la garganta-. ¿No quieres algo de intimidad?
Beth se volvió ligeramente hacia él.
– ¿Qué más da?
– ¿No preferirías… amamantar al bebé a solas?
– Sólo me llevará unos minutos. Está a punto de quedarse dormido. Supongo que no te molesta que le dé de mamar aquí.
Michael no supo qué decir. No le estaba «molestando» exactamente. Pero Beth tenía un pecho descubierto… debía tenerlo, ¿no?… a muy poca distancia de él, y eso le estaba… molestando mucho.
– Tal vez deberías volver a la casa -dijo.
– No antes de que te diga lo que he venido a decir -Beth hizo un rápido movimiento en dirección a Mischa.
¿Era el destello de un seno lo que había visto? Michael trató de no pensar en ello. Enero. Heladas.
– … siento -concluyó Beth.
Michael tragó con esfuerzo.
– Disculpa. No he oído eso.
Beth dejó escapar un prolongado suspiro.
– Estaba murmurando. No se me da especialmente bien esto.
– Suéltalo de una vez, Beth -¿lo habría descubierto? ¿Iba a sermonearlo por sus inadecuados «calentones»?
– Siento lo que pasó anoche -dijo ella, rápidamente-. Siento que… que me gustara compartir la cama contigo. Ya sé que no soy tu tipo. Lo sé con certeza. Así que no te preocupes, porque no volverá a suceder. Mantendré la relación exclusivamente amistosa. No tienes por qué preocuparte en ningún otro sentido.
Michael tardó unos momentos en entender.
– ¿No eres mi tipo?
– Lo sé -dijo Beth-. Has dejado muy claro que no me ves como… como una mujer.
La temperatura del todoterreno había subido. Si Michael no hubiera estado conmocionado, habría apagado la calefacción. En lugar de ello se limitó a seguir mirando a Beth, que hizo otros repentinos movimientos. En la penumbra, Michael vio que Mischa estaba ahora apartado de ella y dormido.
Repasó mentalmente sus palabras y comprendió que Beth acababa de dejarle la salvación en bandeja. De algún modo, le había dado la impresión de que no estaba interesado en ella. Si no lo negaba, ella misma se encargaría de distanciarse.
Volvería a la casa, dejándole a él el todoterreno, la cerveza y a George.
Continuarían con un cortés y distante matrimonio y, en algún momento cercano, él se liberaría de sus ataduras con Wentworth Oil y con ella. No podía pedir más.
Beth alzó al bebé dormido sobre su hombro y empezó a darle suaves palmaditas en la espalda.
Michael presionó con dos dedos el puente de su nariz, donde solían empezar sus dolores de cabeza. Si seguía en silencio, Beth volvería a la casa, y unos meses después saldría definitivamente de su vida. Sencillo. Sin complicaciones.
Rompiendo el tenso silencio, Mischa eructó como un jugador profesional de billar tras consumir medio litro de cerveza.
Beth rió.
Y eso fue suficiente para Michael.
– Ah, cariño -dijo. La ternura maternal, la risa casi infantil…-. No sabes lo equivocada que estás -no podía dejar que Beth pensara que no era toda una mujer a sus ojos.
Ella se quedó muy quieta. Dejó de sonreír.
– ¿En qué estoy equivocada?
– Te deseo desde… no sé. Lo cierto es que te he traído aquí para no tocarte. Otra noche en mi cama y las cosas se nos habrían ido de las manos. Al menos a mí.
– No… no entiendo.
– No quería que lo hicieras. No quería que supieras el efecto que me produces, ¿de acuerdo? -Michael también se lo estaba explicando a sí mismo.
– ¿No te… molesto?
Michael rió.
– Oh, sí, claro que me molestas, Beth. Tus ojos. Tu risa. Tu boca sexy, que me hace desear lamerla cada vez que la miro. Quiero acariciarte, olerte, frotarme contra ti hasta que enero en Oklahoma nos parezca agosto en Acapulco.
No sabía qué diría Beth.
No dijo nada. Dejando escapar una apagada exclamación, volvió a proteger a Mischa bajo su parca y salió del vehículo. Tan rápido, que Michael ni siquiera tuvo tiempo de captar su expresión.
Michael escuchó otro par de canciones antes de salir del todoterreno.
Entró en la casa con el firme propósito de ir a buscar a Beth, que probablemente se habría encerrado con llave en su dormitorio, para disculparse… cosa que debería haber hecho desde el principio, callándose todo lo demás. Luego se encerraría en su dormitorio durante el resto del matrimonio.
Beth estaba sentada en el sofá del cuarto de estar. No había encendido las luces.
Michael se quedó paralizado. Al parecer, no la había asustado lo suficiente como para hacer que se encerrara en su habitación. ¿Estaría llorando? No le gustaría nada que así fuera.
«Discúlpate, Wentworth. Discúlpate y luego déjala en paz».
– ¿Beth?
Ella subió las piernas al sofá, llevó las rodillas hasta su pecho y se abrazó a ellas.
– Quiero…
– No digas nada más.
– Te lo debo -insistió Michael, acercándose-. Te debo…
– ¿Crees que soy una mala madre?
– ¿Qué? -la sorprendente pregunta llevó a Michael dos pasos más cerca del sofá-. Eres una madre estupenda.
Beth apoyó la cabeza contra sus rodillas.
– No creo que una madre debiera sentirse así -su voz sonó apagada, confusa.
Michael se sentó en el brazo del sofá.
– ¿Así, cómo, Beth? -estaba deseando acariciarla, consolarla-. Esto es por algo que he hecho. Necesito…
– No -Beth negó con la cabeza y su aroma llegó hasta Michael, que lo aspiró con fruición.
«Discúlpate, Wentworth. Discúlpate y luego enciérrate en tu dormitorio».
– No creo que una madre debiera… -dijo Beth, adelantándose a él.
– Yo no debería haberte dicho que te deseo.
Beth permaneció un momento en silencio.
– Yo también te deseo -susurró, finalmente.
Michael sintió que el corazón se le subía a la garganta.
– Supongo que una madre no debería sentir algo así -añadió ella con suavidad-. Debería estar centrada en Mischa. Pero te miro a ti y…
– Sé que has dicho que te gustó compartir la cama conmigo, Beth, pero creo que eso se debe a que estás sol…
– No lo digas -interrumpió ella con vehemencia-. No tiene nada que ver con eso.
– ¿Qué tratas de decirme, Beth? -Michael trató de contenerse, pero no pudo evitar acariciarle el pelo.