Beth no se apartó.
– No sé. Supongo que la verdad. No puedo olvidar aquel primer beso.
Eso bastó.
Michael se deslizó del brazo del sofá, la sentó sobre su regazo y, lentamente, inclinó la cabeza hasta que sus labios se encontraron.
Su sabor le explotó en la lengua. Incapaz de contenerse, invadió su cálida boca. Beth la abrió para él y lo rodeó con sus brazos.
El pulso de Michael latió casi con violencia en todos los rincones adecuados. Deslizó la lengua por el cuello de Beth, que dejó escapar un sensual gemido a la vez que frotaba su trasero contra él.
Michael saboreó sus orejas, sus sienes, dejó que el calor del deseo dictara el siguiente lugar a explorar, hasta que Beth lo tomó por las mejillas con sus pequeñas manos para que volviera a besarla.
La penetró con su lengua una y otra vez, anunciando lo que le haría con otra parte del cuerpo más adelante. Pronto.
Sin dejar de besarla, alzó lentamente una mano de su cintura a su corazón y la dejó apoyada sobre uno de sus palpitantes pechos. El contacto hizo que todo su cuerpo se pusiera rígido. Bajo la blusa y el sujetador, notó cómo se endurecía el pezón.
– ¿Michael?
Él ignoró la pregunta porque el deseo había enronquecido la voz de Beth y él sabía lo que le pedía. Frotó el pezón con el pulgar y ella se arqueó, apartándose momentáneamente de su regazo para volver a caer de inmediato contra su dureza.
Casi sin aliento, Michael dejó que su mano buscara el camino bajo la camisa de Beth. Su piel estaba caliente y volvió a alzarse sobre su regazo cuando él encontró el sujetador. Con dedos casi temblorosos, Michael tiró de la prenda hacia abajo, exponiendo un pecho y su endurecido pezón a sus caricias.
El ronco sonido que escapó de la garganta de Beth hizo que la sangre le ardiera en las venas.
La intensidad de su deseo por ella hizo que la cabeza empezara a darle vueltas.
– Beth -susurró contra sus labios, mientras le frotaba el pezón con el dedo pulgar-, ven a la cama conmigo. Te quiero desnuda. Quiero hacerte mía.
Ella abrió los ojos. Incluso en la penumbra reinante, Michael pudo ver su labio inferior, húmedo por el último beso.
– Michael…
El tono de Beth adquirió un matiz de realidad. Se movió un poco y Michael supo que la había sacado de la bruma del deseo.
Una multitud de sensaciones subieron de su cuerpo a su cerebro, como advirtiéndole de que tenía poco tiempo. El peso de Beth contra la dureza en su regazo. Su suave pelo acariciándole la piel del cuello. El pezón henchido bajo sus dedos.
– Te quiero desnuda en mi cama -dijo de nuevo, temiendo que ella dijera no.
– No, Michael.
Él cerró los ojos. No quería que Beth se moviera. Pero lo hizo y se apartó de su regazo.
– Lo siento -añadió ella.
Michael apretó los dientes.
– Se supone que soy yo el que debería decir eso.
– No pretendía incitarte a…
– No te estoy culpando.
Beth se pasó las manos por el pelo, revolviéndolo aún más de lo que lo había hecho Michael.
– Es evidente que hay… algo entre nosotros -dijo, insegura-, aunque no sé con certeza qué está bien o mal al respecto. Pero, sobre lo de acostarnos…
La sangre de Michael volvió a arder al oír aquellas palabras en labios de Beth. Deseaba tenerla en la cama cuanto antes.
– Dime que no he oído ese «pero» -murmuró.
Ella sonrió.
– «Pero» no tengo permiso del doctor para hacer nada físico… todavía.
– Oh.
– Ya sabes, después de tener el bebé…
– Entiendo -su cerebro entendía, pero el resto de su cuerpo no. Michael se movió en el sofá para ponerse más cómodo-. ¿Pero puedo decirle a mi cerebro que si no fuera así…?
– Oh, Michael -Beth rió con seductora suavidad-. Puedes decirle a tu ego que tus besos y tus caricias son… maravillosos.
Michael sintió de nuevo el rugido de la sangre en sus venas.
– Así que es posible que mi ego y yo volvamos a ser invitados alguna vez… -sugirió, esperanzado.
– Oh, Michael -Beth no rió en esa ocasión, y él supo lo que se avecinaba-. Hacerlo no sería muy inteligente, ¿no te parece?
¿Teniendo en cuenta que aquel sólo era un matrimonio temporal, de conveniencia? No.
¿Teniendo en cuenta que aquel «algo» que había entre ellos despertaba tan rápida y ardientemente?
No.
Capítulo 7
Diez días después de aquella noche en el sofá, Beth sabía que había hecho lo correcto. Pero habían sido diez días compartiendo una pequeña casa con un hombre que dejaba atrás cada mañana su aroma en la ducha, su taza de café en la encimera… y una mirada hambrienta grabada en su memoria cada vez que se iba.
Y diez días habían supuesto diez noches como aquella, sentados en torno a la pequeña mesa de la cocina.
Estaba consiguiendo que las cosas marcharan más o menos bien, pero lo cierto era que cada vez le costaba más recordar lo inteligente que había sido apartarse de Michael cuando lo hizo. Debía evitar a toda costa la tentación de su encanto, de sus caricias. Porque lo contrario podría conducirla al desastre.
Elijah, el mejor amigo de Michael, estaba ayudando. Michael también debía estar tenso, porque ambos habían recibido a su amigo con una especie de desesperado entusiasmo, como si su mera presencia pudiera cortar el tenso ambiente que había entre ellos, como ella estaba cortando la tarta que había hecho ese día.
– ¿Chocolate? -bramó Elijah-. Mi favorita.
Beth se volvió hacia él con el plato en la mano a la vez que lo hacía Michael. Chocaron involuntariamente.
Beth sintió que todas sus terminaciones nerviosas echaban chispas.
El mismo calor brilló en los ojos de Michael.
¿Qué tendría de malo acariciarlo?
Michael respiró profundamente y su pecho se expandió contra los senos de Beth.
¿A quién haría daño si cediera a su deseo de acariciarlo?
En respuesta, Mischa empezó a lloriquear. Ruborizada, Beth rodeó a Michael y dejó el plato de Elijah ante éste. El paseo por el pasillo y cambiar de pañales a Misha le dio tiempo para recuperar el control. Tenía alguien más en quien pensar aparte de sí misma. Michael no quería saber nada de ataduras familiares, y eso eran Mischa y ella, una familia.
Debía olvidar el seductor poder de las caricias de Michael y recordar las insalvables diferencias que había entre ellos.
Cuando volvió a la cocina con Mischa en brazos encontró a los dos hombres recordando pasadas celebraciones del día de San Valentín, al parecer, una tradición familiar de los Wentworth.
– Las galletas de Evelyn -estaba diciendo Elijah-. Y el armario de los besos. ¿No es así como lo llamábamos? Recuerdo que te atrapé allí con la chica que había llevado a la fiesta, cuando teníamos quince años.
Michael rió.
– Sólo porque tú habías mandado a mi chica una de esas cursis tarjetas de San Valentín con encajes.
Beth se sentó en la silla que había entre ambos hombres y tomó su tenedor. Mischa empezó a lloriquear de nuevo y apenas pudo escuchar lo que decían. Pero no le importó. Las celebraciones de las fiestas no eran uno de sus temas favoritos. En el orfanato en que se crió sólo se celebraba el día de Acción de Gracias y la navidad.
– ¿Cómo celebrabas tú el día de San Valentín, Beth? -preguntó Elijah, alzando la voz por encima de los lloriqueos del bebé-. ¿Jugando a las prendas con los chicos?
Beth negó con la cabeza.
– No sé cómo jugar a ese juego -¡qué grande era el abismo que la separaba de aquellos hombres! Mientras ellos compartían galletas y besos con chicas vestidas de «frou frou», ella compartía un dormitorio y un armario con otras cinco huérfanas.
De pronto, Michael se inclinó hacia ella y tomó al bebé de sus brazos. Mischa dejó de lloriquear al instante, distraído por el nuevo rostro.