– ¿No jugabais a las prendas? -dijo, sonriendo al bebé-. Tal vez deberíamos hacer algo al respecto, Beth.
El tono burlón de su voz produjo un intenso cosquilleo a lo largo de la espalda de Beth. Casi pudo imaginarse a sí misma con quince años y el corazón latiéndole locamente mientras Michael se acercaba a ella para besarla.
– Entonces supongo que jugaríais a las postales -dijo Elijah, sonriendo-. Recuerdo que una vez jugamos nosotros. Montones de postales de San Valentín. Los chicos tomaban una del montón de las chicas y ellas del de los chicos.
Beth se imaginó a sí misma tomando una tarjeta con mano esperanzada y temblorosa… Que tonta fantasía. Movió la cabeza para alejarla.
– No -dijo-. Tampoco jugábamos a las postales.
Elijah frunció el ceño.
– Eres de California, ¿no? Supongo que allí tienen alguna tradición aparte de la de los cupidos.
Elijah no podía saber lo diferentes que habían sido las tradiciones de Beth a las suyas. Pero era bueno que ella las recordara. Que recordara de dónde venía y lo lejos que se encontraba socialmente de Michael.
– Crecí en un hogar para huérfanas en Los Ángeles.
Elijah se puso pálido.
– Oh. Lo siento…
Beth sonrió.
– No tiene importancia -era bueno que Michael oyera aquello, que ella misma recordara lo alejado que estaba de su alcance-. No recuerdo haber celebrado nunca el día de San Valentín.
Michael se movió junto a ella y la presionó con uno de sus duros muslos. Beth se apartó un poco pero él la siguió.
– ¿Tampoco celebrabais el día de San Valentín en el colegio? -Michael acarició distraídamente la mejilla del bebé.
Beth negó con la cabeza.
– No estábamos en un buen barrio de la ciudad. El orfanato estaba junto a un refugio para familias sin hogar. Recibíamos las clases en un edificio propiedad del refugio.
Elijah hizo una mueca.
– Supongo que no era precisamente una juerga.
Beth se encogió de hombros.
– No -lo peor nunca fue la austeridad con que vivió su infancia, sino la sensación de… vacío.
– Evelyn tenía una fijación especial por el día de San Valentín -dijo Michael-. Solía empezar a planear la fiesta con semanas de antelación.
Beth sonrió al imaginar a la seria ama de llaves de pelo cano como una romántica.
– Solía llenar la casa de adornos color rosa con corazones rojos. Jack se escapaba en cuanto podía a jugar al fútbol, pero Josie se quedaba a ayudarla, escribiendo tarjeta tras tarjeta para sus amigas y profesoras.
– Me acuerdo de eso -dijo Elijah-. Solía esmerarme preparando la de mi madre, que lloraba todos los años cuando la abría.
Beth miró a Michael.
«¿Lo ves? ¿Ves cuántas cosas nos separan?», pensó. El niño privilegiado al que ofrecían galletas en bandeja de plata y que recibía tarjetas de San Valentín con encajes. La huérfana criada en un barrio pobre de Los Ángeles, no falta de cuidados, pero sí de cariño.
Sus mundos eran tan distintos… Pero era difícil mantener aquel pensamiento mientras Michael la miraba con sus oscuros ojos, con el bebé dormido contra su fuerte pecho, con el muslo firmemente presionado contra el de ella…
– No -susurró Beth.
Michael ni siquiera parpadeó.
– ¿No qué, querida?
Acunó con una mano la cabeza del bebé y Beth sintió la caricia como si se la hubiera hecho a ella misma.
– Nunca hice ninguna tarjeta de San Valentine. Ni siquiera una vez, ¿comprendes? -Michael debía asumir lo poco que tenían en común.
De pronto, él deslizó una mano bajo la mesa y entrelazó sus dedos con los de Beth.
– Yo tampoco hice tarjetas de San Valentín, querida -dijo, arrastrando la voz con el característico acento de Oklahoma-. Bueno, sólo una al año, aunque nunca llegaba a mandarla -Beth contuvo el aliento. Michael no estaba captando lo que trataba de hacerle ver. Era evidente que no quería luchar contra lo que había entre ellos. ¿Por qué se empeñaba en no reconocer lo distantes que estaban el uno del otro?
Los hombres eran criaturas difíciles de entender.
– ¿No quieres saber para quién hacía mi tarjeta de San Valentín? -insistió él con suavidad.
Beth negó con la cabeza. No quería saberlo. Sólo quería que le soltara la mano y luego reconociera que no tenían nada en común. Nada.
De todos modos, Michael continuó.
– Hacía la tarjeta para mis padres. Padres que, como te sucedió a ti con los tuyos, nunca llegué a conocer.
Michael la dejó ir entonces. La pasada noche, Beth tomó a su bebé en brazos y fue rápidamente a su habitación, como una potranca asustadiza y sin experiencia que hubiera olfateado a un semental.
Elijah alzó una interrogante ceja.
– ¿Vas a hacerle daño?
Aquello enfadó a Michael.
– ¡Claro que no!
– ¿Estás seguro de que todo va bien?
– No te pongas en plan vaquero conmigo, Elijah.
Elijah alzó la otra ceja.
– No tiene nada de vaquero querer proteger a una mujer.
Michael apretó los puños.
– Lleva mi apellido.
– Por una razón -dijo Elijah con calma-. No por un precio.
Michael suspiró mientras entraba en la casa. Había vuelto para comer porque recordar las palabras de Elijah le había hecho sentirse culpable, y porque Beth ni siquiera había sido capaz de mirarlo aquella mañana.
– ¡Beth! -le ofrecería de vuelta su libertad, si eso era lo que quería. Tal vez incluso insistiría en que su matrimonio concluyera cuanto antes.
No había nadie en casa. Por un instante, el pánico se apoderó de él. ¿Habría huido ya Beth? Pero no. La sillita del bebé estaba en su lugar en la cocina. La cesta con sus juguetes también seguía allí.
En la encimera había una nota. Doctor Scudder. Once y media.
¿Habría enfermado ella? ¿O el bebé?
Pocos minutos después, Michael estaba de vuelta en la ciudad. Encontró la consulta del doctor Scudder cerrada. Habían salido a comer.
Maldición.
El momentáneo pánico que sintió se transformó en enfado tras llamar al hospital y averiguar que ni Beth ni el bebé estaban allí.
– No quiero sentirme así -murmuró. No se había casado para sentirse responsable de nadie.
Había llegado el momento de acabar con aquello.
Dos bloques más allá encontró el coche de Beth, pero ella no estaba. Dos bloques más y tuvo que hacer un esfuerzo para no echar a correr. ¿Dónde estaba? Quería encontrarla y poner en marcha las ruedas para acabar con aquel matrimonio.
La panadería.
Caminó rápidamente, seguro de encontrarla allí. A través de los ventanales vio que había bastante gente dentro.
Las campanillas que había sobre la puerta tintinearon cuando pasó al interior. Deslizó la mirada por el lugar. Beth no se encontraba entre los clientes.
Maldición. Apretó los dientes. Tal vez, las dueñas, Bea y Millie, sabrían decirle dónde encontrarla. Respiró profundamente y el delicioso aroma a pan y bollos recién hechos invadió sus pulmones, recordándole el día de su proposición de matrimonio. El rostro sorprendido de Beth, su delicada piel, rodeada de olor a pan recién hecho.
No era de extrañar que el recuerdo resultara tan agradable.
Tras el mostrador, Millie, Bea y otra mujer atendían a los clientes. Michael podría haber formulado directamente su pregunta, pero, por alguna extraña razón, no quería que la gente supiera que estaba buscando a su esposa.
O que le había perdido la pista.
No pasaron más de unos segundos antes de que lo reconocieran en la tienda. Dos empleadas en Wentworth Oil pasaron junto a él. Ambas se detuvieron para preguntarle por el rancho, por su matrimonio y si echaba de menos Wentworth Oil.
Muy bien, muy bien y en absoluto.
El sonido de su voz hizo que Lily Baker, que se hallaba un poco más adelante en la cola de clientes, se volviera hacia él.