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– ¿Por qué?

– Que se vayan al diablo el abuelo, el fideicomiso y Oil Works -dijo Michael entre dientes.

Beth cerró los ojos. Le habría gustado retirar lo que había dicho sobre la sinceridad. Quería que Michael le mintiera. Por alguna loca razón quería seguir casada con él. Y también quería que él lo quisiera así.

– Pero no voy a dejarte ir -añadió Michael.

Beth abrió los ojos.

– Al menos, todavía -él alargó un brazo para tomarla de la mano.

Beth trató de mantener los dedos quietos, pero éstos se estrecharon cálidamente en torno a la mano de Michael. Debería preguntarle por qué había cambiado de opinión. En lugar de ello, dijo:

– Tenemos un trato.

Él asintió.

– Exacto. Tenemos un acuerdo matrimonial.

– Eso es.

– ¿Estás segura? -el pulgar de Michael trazó un erótico círculo sobre el dorso de la mano de Beth-. ¿Puedes esperar un poco más a conseguir tu libertad?

«La sinceridad es la mejor política».

– No quiero recuperar la libertad -contestó Beth, aún sabiendo que lo contrario sería lo más seguro.

– Todavía -añadió él.

– Todavía.

– El problema es que la casa del rancho es muy pequeña.

Beth supo a qué se refería Michael. Si seguían viviendo juntos en aquel reducido espacio… respiró profundamente y tomó una decisión.

– Sí -dijo.

Michael le estrechó la mano con más fuerza.

– Elijah puede presentarse cada tarde, ya sabes. Pero seguro que esta noche no viene. Está enfadado conmigo.

– Sí -susurró Beth. En realidad no había nada más que decir. Siempre se habían dirigido hacia aquel punto, por mucho que lo negaran o por muchas diferencias que hubiera entre ellos.

– Dios, Beth… Es tan frustrante tocarte y no…

– Hoy he ido a ver al doctor -un intenso rubor cubrió el rostro de Beth-. Estoy… bien.

Michael cerró los ojos.

– Quieres decir que…

– Sí -Beth tuvo que sonreír. Quería sentirse feliz en aquel momento, pasara lo que pasara después-. Michael…

El centró la mirada en su sensual boca.

– Me gusta lo que veo -sonrió y acarició con el pulgar el carnoso labio inferior de Beth-. ¿Podemos?

Ella asintió.

– El doctor ha dicho que estoy lista para…

– Para mí -dijo Michael con total seguridad. Pero la sonrisa desapareció de sus labios enseguida-. ¿Estás segura, querida?

Por supuesto, no se refería a si Beth estaba segura de que el doctor tuviera razón. Le estaba preguntando si estaba dispuesta a acostarse con él sin más compromiso entre ellos que el de un matrimonio temporal.

Cuando Beth había creído que Michael deseaba a Lily se había sentido dolida.

Cuando pensó que quería terminar su matrimonio, sintió miedo.

– Sí, Michael.

Capítulo 8

Por supuesto, la larga tarde dio pie a que Beth se lo pensara dos veces. Si Michael hubiera podido volver a casa de inmediato con ella… Pero él y Elijah tenían una reunión en el banco esa tarde.

– Volveré a casa pronto -susurró junto a su oído cuando se despidieron.

¿Pero sería lo suficientemente pronto? Beth bañó a Mischa en su pequeña bañera sobre la encimera de la cocina y trató de calmar los fuertes latidos de su corazón. Teniendo a Michael cerca, siguiéndola con sus oscuros ojos, despertando ardientes escalofríos en su piel con sus caricias, era fácil olvidar sus preocupaciones.

Pero una vez a solas…

– ¿Estoy haciendo lo correcto, Mischa? -preguntó al bebé. Éste la miró seriamente. Beth gimió. Por supuesto que no estaba haciendo lo correcto. Mischa era un constante recuerdo de lo equivocada que había estado en el pasado respecto a los hombres.

Una mujer no debía acudir a un hombre sólo para llenar un corazón vacío.

– ¿Es que no he aprendido nada? -murmuró.

Secó al bebé y lo sostuvo contra su pecho. Pero su corazón no estaba vacío. Mischa estaba allí. Beth comprendió que ya no era la solitaria mujer que fue a topar un día en el campus universitario con el padre de Mischa. La solitaria mujer que se fue de Los Ángeles con un embarazo que sólo ella quería.

Solitaria. Soledad.

Se llevó una mano a la boca, conmocionada. Había pensado en aquellas palabras sin sentir un estremecimiento. La emoción que se negaba a reconocer, que siempre había temido… ¡se había esfumado!

Mischa lo había logrado. Besó a su hijo en la frente.

– Oh, querido…

Michael.

La verdad afloró de pronto. No es que Mischa no fuera el ser más querido y precioso, pero su soledad había sido un dolor de adulto, un dolor que sólo un hombre podía alejar.

Michael.

El pánico la dejó sin aliento.

A pesar de sus experiencias, de la coraza que tanto le había costado elaborar para protegerse, estaba enamorada de él.

– Oh, no -las lágrimas se asomaron a los bordes de sus ojos y tuvo que secarse con la punta de la toalla del bebé-. Tenemos que irnos, Mischa.

Aquel pensamiento aumentó sus energías. Irían a algún lugar lejano. Michael no pasaría mucho tiempo buscándola. Buscaría otra mujer, una mujer que no fuera tan frágil como el cristal. Una mujer que no sintiera una emoción tan dolorosamente nueva, tan dolorosamente fresca. Encontraría a alguien que no se hubiera enamorado por primera vez en su vida.

Corrió al dormitorio. Eran más de las cinco y Michael no tardaría en regresar. Vistió rápidamente a Mischa y lo dejó en su cuna. Cinco minutos después tenía preparado un mínimo equipaje. Tomó su abrigo y la bolsa de pañales. ¿Qué más daba la ropa cuando su corazón estaba en juego?

Temblando, se echó la bolsa al hombro y corrió a la cocina a por las llaves de su coche. Guardaría el equipaje y pondría el motor en marcha antes de ir a por Mischa.

Abrió la puerta principal. Se topó de bruces con Michael.

Él la rodeó con sus brazos.

Ella esperó a que su alma se desmoronara.

Él rió.

– Si fueras más grande me habrías tirado -apoyó las manos en los hombros de Beth y la apartó de sí con suavidad-. ¿Tantas ganas tenías de verme?

«Dile que has cambiado de opinión». Michael comprendería. Le diría que no quería acostarse con él, pero que se lo agradecía de todos modos. Abrió la boca para hablar.

No logró emitir ningún sonido.

– Has estado llorando -dijo Michael.

El arraigado instinto de huérfana se impuso en Beth. «No permitas nunca que vean tu dolor».

– No.

Las manos de Michael se tensaron en torno a sus hombros.

– ¿Te has hecho daño? ¿Te has cortado? -preguntó, mirándola intensamente-. ¿Qué llevas ahí?

– Nada.

Penosa respuesta.

Michael cerró la puerta a sus espaldas. Beth concentró la mirada en un punto por encima de su hombro izquierdo. Trató de pensar en cómo iba a irse de la casa con Mischa la noche que había prometido acostarse con su marido. La noche que tanto había deseado acostarse con él.

– Beth -dijo Michael con suavidad-, ¿vas a dejarme?

No podía contestar que así era. No quería. Sólo sabía que debía hacerlo.

– ¿Qué sucede, Beth?

Muda, ella negó con la cabeza. Si uno hablaba de sus miedos, éstos podían engullirlo.

– Tienes miedo -contestó Michael por ella.

– Sí -susurró ella-. Lo siento, pero… sí.

Increíblemente, Michael rió.

– Ya admitiste eso en otra ocasión.

El recuerdo afloró de pronto al consciente de Beth. La noche en que dio a luz le dijo a Michael que tenía miedo. ¿Acaso supo por instinto que él era el hombre de su vida?

Michael le quitó la bolsa del hombro y la dejó caer al suelo. La bolsa de pañales de Mischa siguió a éste. Él se quitó la chaqueta y la dejó caer sobre las bolsas. De algún modo, aquello pareció un símbolo. Para conseguirlas, Beth tendría que pasar por encima de Michael.