– Ahora -dijo él, pasándole una mano tras la nuca y atrayéndola hacia sí-, dime de qué tienes miedo.
Beth lo rodeó con los brazos por la cintura. ¿Qué podía decir?
– El padre de Mischa… -tenía la vaga noción de que debía explicar lo diferentes que habían sido sus sentimientos por él, de lo superficiales que parecían comparados con lo que sentía por Michael. Después, recogería a Mischa, entraría en su coche y se iría.
– Renunció a su paternidad en el instante en que dejó que te fueras, Beth.
Ella asintió. Michael tenía razón. Hizo un esfuerzo para reunir todo su valor. Aquello no tenía nada que ver con Evan. Tenía que ver con Michael y con lo peligrosa que podía resultar para ella aquella relación.
Él le acarició la barbilla con los nudillos y un ardiente cosquilleó llegó hasta sus senos.
– Michael… -susurró, mirándolo.
– Beth -Michael pronunció su nombre como un suspiro. Inclinó la cabeza y su aliento le acarició los labios-. No te haré daño, Beth. No como lo hizo él. Serás tú la que decida cuándo termina todo.
Ella lo miró al rostro. Sus oscuros ojos estaban cargados de promesas. Podía decir que no era el momento de que se acostaran. Podía decir que había llegado el momento de separarse.
Pero nunca había estado enamorada.
Se puso de puntillas.
– Hazme el amor -dijo, y lo besó.
Michael sabía cómo tratar a las mujeres. Las apreciaba. Le gustaban. Las trataba bien y, en recompensa, ellas siempre le daban placer.
Sin embargo, hasta entonces ninguna mujer había hecho que le temblaran las manos.
«Hazme el amor», había susurrado Beth, y entonces, para que se cumpliera la ley de Murphy, Mischa empezó a llorar insistentemente. Beth tuvo que ir a atenderlo.
A Michael no le importó. Estaba seguro de que volvería. Pero al regresar a casa había leído la necesidad de escapar en su bonito rostro.
Habría dejado que se fuera.
Tal vez.
Pero, en lugar de ello, Beth lo había besado, y algo cálido y feliz había burbujeado en su interior.
– Hola -saludó ella con suavidad desde el umbral de la puerta de la cocina.
Michael se volvió, sonriente.
– Hola.
– ¿Qué estás haciendo?
Michael alzó dos platos servidos. Mientras que su deseo lo impulsaba a llevarse a Beth a la cama lo antes posible, su instinto lo empujaba a ser cauto.
– He improvisado un plato combinado con algunos restos -sonrió traviesamente-. He pensado que tenía que alimentarte antes.
Un ligero rubor tiñó el rostro de Beth.
Él rió.
– ¿He vuelto a conseguir que te avergüences?
Ella bajó la mirada y frunció los labios. Luego se acercó a él y alzó la vista.
– Me has excitado -murmuró.
Michael se agarró al borde de la encimera. Fue tan sólo una dramática exageración. Beth lo desconcertaba. Un minuto se mostraba dulce, otro, picante. Iba a ser toda una noche.
– Ya no tengo hambre -dijo.
Los ojos de Beth brillaron.
– Yo me muero de hambre.
Michael movió la cabeza.
– Me estás matando.
Ella sonrió lentamente.
– Todavía no.
La comida no le supo a nada a Michael. Pero ella comió lentamente, primero la ensalada, luego el guiso.
Michael gimió.
– Menos mal que no he preparado guisantes.
Cuando Beth terminó y aclararon los platos, ella volvió a mostrarse tímida. A Michael también le gustó aquello. Le gustaba conseguir que volviera a mostrarse coqueta, preferiblemente mientras le quitaba la ropa.
Finalmente no quedó nada que hacer excepto apagar la luz de la cocina. Beth se sobresaltó cuando Michael lo hizo.
– No te pongas nerviosa -dijo él, acercándose, sonriente.
– Dijo el lobo a Caperucita antes de comérsela.
Michael tocó con el índice la punta de la nariz de Beth.
– ¿Es así como te sientes?
Ella respiró profundamente.
– ¿Después de esta comida? Creo que más bien como uno de los Tres Cerditos.
Michael rió.
– ¿Por qué tengo la sensación de que yo soy el lobo también?
– ¿Soplarás y soplarás y mi casa tirarás? -susurró Beth inocentemente.
Michael trató de no mostrarse muy gallito.
– Oh, querida, eso no lo dudes.
Beth rió entonces y él la tomó entre sus brazos.
– Vamos a la cama, Beth. Nos divertiremos.
Ella se quedó paralizada.
– ¿Es eso lo que significa para ti? ¿Diversión?
Michael permaneció un momento en silencio.
– Sí -contestó finalmente, porque diversión era en lo que creía y lo que tenía que ofrecer.
Beth sonrió.
– De acuerdo.
De manera que Michael se agachó, se la echó al hombro y la llevó hasta el dormitorio como lo habría hecho un hombre de las cavernas. Allí, la tumbó en la cama, la siguió de inmediato y comenzó a darle sonoros besos en el cuello. Ella rió y se retorció debajo de él, excitándolo tanto que Michael tuvo que alzar su cuerpo.
Beth aprovechó la circunstancia para obligarlo a tumbarse de espaldas y hacerle cosquillas debajo de los brazos hasta que a Michael no le quedó más remedio que darle en la cabeza con una de las almohadas. Por supuesto, ella tomó otra y le devolvió el golpe. Una pequeña pelea de almohadas llevó a la liberación de varios de los botones de su blusa. Michael acabó sin camisa.
Simulando no darse cuenta, la retó a una pelea de piernas. El enredo de sus miembros inferiores acabó con el cierre de los vaqueros de Beth abierto. Un segundo asalto hizo que se le bajara la cremallera. Dando un giro, Michael la sujetó contra el colchón e introdujo las manos entre sus braguitas y sus vaqueros. Con un rápido movimiento le quitó éstos.
Se miraron, jadeando. La risa murió en los ojos de Beth cuando comprendió lo que había sucedido. Michael estaba desnudo de cintura para arriba. Sólo sus vaqueros y las braguitas que ella llevaba puestas separaban las partes más ardientes de sus cuerpos.
– Michael -dijo subiendo las manos por sus brazos hasta sus hombros-. Nunca me he divertido tanto.
Él sonrió, pero algo extraño le estaba pasando. Algo estaba haciendo que las manos volvieran a temblarle mientras las acercaba a la blusa de Beth. Desabrochó los últimos botones y la apartó a los lados. Las rápidas respiraciones de Beth hacían que sus senos asomaran por encima del sujetador.
Michael acercó su boca al valle que había entre ellos. Besó con suavidad la dulce y palpitante carne.
– Beth… -murmuró. Trató de pensar en algo tonto que decirle, algo para hacerle reír, pero sólo logró pensar en la imperiosa necesidad que sentía de besarla.
Encontró su boca y le hizo abrirla con la suya. Ella tomó su lengua con indisimulado anhelo y un dulce escalofrío recorrió la espalda de Michael. Sin romper el beso, se alzó sobre ella para quitarle el sujetador y las braguitas.
Un delicioso temblor recorrió el cuerpo de Beth cuando Michael comenzó a acariciarle los pechos. Gimió y el deslizó la lengua por su cuello hasta su oreja. Sus pezones se endurecieron contra las palmas de Michael. Unos momentos después, éste deslizó una mano hasta su cadera. Beth volvió a gemir y Michael deslizó la lengua por el centro de su cuerpo hacia su vientre.
Despacio, llevó los dedos hacia el centro de sus muslos. Beth se contrajo al sentir que acariciaba su vello púbico. Michael respiró profundamente.
– ¿Estás bien, cariño? -Michael no pudo pensar en nada más divertido.
– Michael -susurró ella, acariciándole el pelo con las manos-. Michael, te deseo.
Él también la deseaba. Tenía que poseerla. Que hacerla suya. Se colocó entre sus muslos, los separó y se inclinó para besar su centro más íntimo. Ella murmuró su nombre, le pidió que la tomara, pero él tenía que disfrutar de aquello primero.
La saboreó una y otra vez, sintiendo como bombeaba la sangre pesadamente hacia su entrepierna. Fue una deliciosa tortura. Y entonces ella gritó y se arqueó entre sus manos y, maravillado, Michael vio cómo alcanzaba el clímax.