Beth y Mischa podrían comenzar su nueva vida. Él recuperaría su identidad perdida de playboy.
Ella encontraría un hombre con el que casarse de verdad.
«¿Qué no es real en este matrimonio?»
– ¡Odio esto! -exclamó Michael.
Beth alzó las cejas.
– ¿Te refieres a la espera?
– Por supuesto -espetó Michael-. ¿A qué me voy a referir si no?
– Ah, ya veo. Realmente eres el Lobo Feroz a la mañana siguiente.
Michael no pudo evitar sonreír. El recuerdo de la noche pasada era demasiado dulce y ardiente como para no revivirlo. Volvió a levantarse del sillón y se arrodilló ante la mecedora en que estaba sentada Beth. Con las manos en los brazos de la mecedora, detuvo su movimiento.
– Beth.
¿Qué decir a continuación? ¿Darle las gracias por haber sido tan complaciente? ¿Rogarle que volviera a serlo? ¿Hacerle otra promesa como la de la noche anterior: que sería ella la que decidiera cuándo acabaría aquello?
¿Qué sería más justo? ¿Qué estaría bien? ¿Qué podía decir cuando la realidad era que esperaba ansiosamente que su abuelo aprobara aquel matrimonio para poder terminar con él?
– Comprendes por qué estamos aquí, ¿verdad, Beth? -dijo, finalmente.
Ella asintió.
– Un hombre necesita recuperar el control de su empresa. Otro hombre necesita liberarse de ella.
– De la familia -corrigió Michael-. De las responsabilidades -tras una pausa, añadió-: Y también estamos aquí para que tú puedas recuperar tu libertad.
Los ojos de Beth se agrandaron. Michael se preguntó si era dolor lo que había percibido en ellos. Pero él no le había hecho promesas…
Un perentorio golpe sonó en la puerta delantera. Se miraron un instante. Luego, respirando profundamente, Michael se levantó. Beth también lo hizo.
– Tú quédate aquí -dijo, con expresión impenetrable-. Deja que yo abra.
Los primeros minutos fueron un lío de presentaciones. El abuelo, con aspecto cansado pero firme, entró con Josie a su lado. Michael gruñó interiormente, sin saber si la presencia de su hermana mejoraría o empeoraría las cosas.
Si no mejoraban, se vería en Wentworth Oil Works para toda la vida y su abuelo moriría en breve de una mezcla de pesar por la muerte de Jack y aburrimiento por la jubilación.
El viejo magnate accedió a sentarse y a que le sirvieran una taza de café. Beth y Josie también querían café. Necesitando algo en que ocuparse, Michael insistió en prepararlo y servirlo. Luego se reunió con las dos mujeres en el sofá. Josie, embarazada de su primer hijo estaba hablando de bebés con una pálida Beth. ¿Habría estropeado las cosas hablándole de su libertad?, se preguntó Michael. El abuelo dio un sorbo a su café.
– ¿Y bien? -dijo Michael a Joseph.
El anciano gruñó.
Michael volvió a intentarlo.
– ¿Ha habido suerte en Washington?
– No estoy aquí para hablar de eso -dijo Joseph.
Michael supuso que eso significaba que no.
Joseph volvió a quedarse en silencio.
Dos podían jugar a aquel juego. Michael ignoró a su abuelo y dirigió su atención a su hermana y a Beth.
– Y entonces mi marido… -estaba diciendo Josie.
– Tengo tres preguntas para ti -interrumpió Joseph.
Michael se dispuso mentalmente para la batalla y alzó las cejas.
– ¿Y cuáles son?
– No me refiero a ti, sino a ella -dijo Joseph, señalando con la cabeza hacia Beth.
Beth permaneció muy quieta un momento y luego apoyó una mano sobre una de las de Josie.
– Discúlpame -dijo y se volvió hacia el anciano-. Lo siento, señor Wentworth. ¿Me ha preguntado algo? En caso de que no lo haya captado, mi nombre es Beth.
Josie y Michael se miraron con una mezcla de asombro y diversión.
Joseph frunció el ceño.
– ¿Qué tiempo tiene el bebé… Beth?
Receloso, Michael se deslizó hacia el borde del sofá.
– ¿Por qué metes a Mischa en esto?
– Mischa tiene seis semanas -contestó Beth con calma, ignorando la pregunta de Michael-. Y como su nieto ya le ha aclarado, no es suyo.
Joseph se cruzó lentamente de piernas.
– ¿Quién es el padre?
Beth se ruborizó.
– Yo soy el padre de Mischa -dijo Michael, tenso-. Él no es mi hijo, pero yo soy su padre. No más preguntas, abuelo.
Joseph miró a su nieto con dureza.
Michael le sostuvo la mirada. Solía dejar que el viejo se saliera con la suya casi siempre, pero en lo referente a Beth y a Mischa no estaba dispuesto a hacerlo.
Josie, siempre capaz de alcanzar un lado más amable de su abuelo, rompió la tensión reinante empezando a hablar sobre bebés, sobre cómo hacerlos sonreír, sobre cómo bañarlos…
Michael se encontró respondiendo tanto como Beth. Sabía mucho sobre bebés, especialmente sobre Mischa. Acababa de decirle al abuelo que él era el padre del bebé. Cuando Beth y Mischa se fueran, se aseguraría de ver a menudo al niño.
Luego Beth empezó a preguntar a Joseph cosas sobre los sitios importantes de Washington. El viejo incluso se molestó en contestar.
Josie dio un suave codazo a Michael.
– Lo has hecho muy bien, hermanito. Debería haberte visitado antes. Me gusta Beth.
– Tú también acabas de casarte. Supongo que comprenderás que quisiéramos algo de intimidad -Josie también estaba supervisando la construcción de una nueva casa en el rancho de su marido, Max. Michael había utilizado aquello como otra excusa para mantenerla alejada-. ¿Y cómo es que Max ha accedido a perderte de vista?
– Estoy eligiendo algunos muebles que el abuelo me ha ofrecido; entre otros, el escritorio de la abuela -Josie miró a su alrededor-. A vosotros también os vendrían bien unas cuantas cosas para la casa.
Michael no quería explicarle que sólo era un lugar temporal para una familia temporal.
De pronto, Josie abrió los ojos de par en par.
– ¡Mira eso!
Michael volvió la cabeza y vio que Beth acababa de dejar a Mischa en sus brazos. No podía decirse que el anciano estuviera sonriendo, pero su rostro se había suavizado.
Michael no podía creerlo. El rostro de Beth relucía de orgullo por su hijo y cariño hacia Joseph.
Estaba a punto de apartarse cuando el anciano la tomó por la muñeca.
– Tercera pregunta, jovencita.
Michael se tensó de inmediato.
– ¿Amas a mi nieto?
Un zumbido invadió de pronto los oídos de Michael. Había llegado el momento de la verdad. El momento de hundirse o salir a flote, y hacía menos de media hora que prácticamente había echado a Beth mencionándole su libertad. Y después de haber disfrutado del mejor sexo de su vida.
¿Quién podía culparla si tomaba el camino fácil y le decía a Joseph que aquel matrimonio era una farsa?
Ella no quedaría en peor situación y él se vería atado a Wentworth Oil Works durante tres años más, sino para siempre.
Por encima del zumbido, oyó la voz de Beth.
– Última pregunta, ¿de acuerdo?
Joseph gruñó a modo de asentimiento.
– ¿Lo amas? -volvió a preguntar.
Michael resistió la urgencia de agitar su cabeza como un perro para librarse del ruido en sus oídos. Josie se inclinó hacia adelante.
Tan sólo un leve matiz de color en las mejillas de Beth delató cierta incomodidad. Volvió la cabeza y su mirada encontró la de Michael. El azul turquesa era un bello color.
– Sí -dijo-. Sí, amo a Michael.
El abuelo apoyó la espalda contra el respaldo de la mecedora.
Josie suspiró y se relajó de nuevo sobre el sofá.
El zumbido desapareció de los oídos de Michael y la habitación quedó repentinamente silenciosa.
Beth volvió a ocupar su lugar junto a Josie. Segundos después estaban hablando de embarazos y bebés. Joseph sostenía en silencio a Mischa, que parecía mirar sus pobladas cejas con fascinación.