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- ¿Tú? -espetó Max -. Tú no sabes cocinar.

- ¿Quién te ha dicho que pienso cocinar, señorito? Esto no es un hotel. Adentro -ordenó Alicia, con una sonrisa maliciosa en los labios.

Max optó por seguir los consejos de su hermana y entró en la casa. La ausencia de Irina y de sus padres acentuaba aquella sensación de ser un intruso en un hogar extraño que la casa de la playa le había inspirado desde el primer día. Mientras ascendía la escalera en dirección a su habitación, reparó por un instante en el hecho de que desde hacía un par de días no había visto al repelente felino de Irina. No le pareció que aquella fuese una gran pérdida y, tal como la idea le había venido a la mente, olvidó el detalle.

Fiel a su palabra, Alicia no perdió en la cocina un segundo más de lo estrictamente necesario. Preparó unas rodajas de pan de centeno con mantequilla, mermelada y dos vasos de leche.

Cuando Max reparó en la bandeja de la supuesta cena, la expresión de su rostro habló por sí sola.

- Ni una palabra -amenazó Alicia -. No he venido a este mundo para cocinar.

- No lo jures -replicó Max, quien de todos modos no tenía demasiado apetito.

Cenaron en silencio a la espera de que el teléfono sonara en cualquier momento con noticias del hospital, pero la llamada no se produjo.

- Tal vez han llamado antes, cuando estábamos en el faro -sugirió Max.

- Tal vez -murmuró Alicia.

Max leyó el semblante preocupado de su hermana.

- Si algo hubiese pasado -argumentó Max -, habrían vuelto a llamar. Todo irá bien.

Alicia le sonrió débilmente, confirmando a Max en su innata habilidad para reconfortar a los demás con razonamientos que ni él mismo se creía.

- Supongo que sí -confirmó Alicia -. Creo que me voy a ir a dormir. ¿Y tú?

Max apuró su vaso y señaló la cocina.

- En seguida iré, pero antes comeré algo más. Estoy hambriento -mintió.

En cuanto escuchó cerrarse la puerta de la habitación de Alicia, Max dejó el vaso y se dirigió hasta el cobertizo del garaje, en busca de más películas de la colección particular de Jacob Fleischmann.

Max giró el interruptor del proyector y el haz de luz inundó la pared con una imagen borrosa de lo que parecía ser un conjunto de símbolos. Lentamente, el plano adquirió foco y Max comprendió que los supuestos símbolos no eran más que cifras dispuestas en círculos y que estaba viendo la esfera de un reloj. Las agujas del reloj estaban inmóviles y proyectaban una sombra perfectamente definida sobre la esfera, lo cual permitía suponer que el plano estaba rodado a pleno sol o bajo una fuente luminosa intensa. La película continuaba mostrando la esfera durante unos segundos hasta que, muy lentamente al inicio y adquiriendo una velocidad progresiva, las agujas del reloj empezaron a girar en sentido inverso. La cámara retrocedía y el ojo del espectador podía comprobar que aquel reloj pendía de una cadena. Un nuevo retroceso de un metro y medio revelaba que la cadena pendía de una mano blanca. La mano de una estatua.

Max reconoció al instante el jardín de estatuas que ya aparecía en la primera película de Jacob Fleischmann que habían visionado días atrás. Una vez más, la disposición de las estatuas era diferente a la que Max recordaba. La cámara empezaba a moverse de nuevo a través de las figuras, sin cortes ni pausas, al igual que en la primera película. Cada dos metros el objetivo de la cámara se detenía frente al rostro de una de las estatuas. Max examinó uno a uno los semblantes congelados de aquella siniestra banda circense, a cuyos miembros podía imaginar ahora pereciendo en la oscuridad absoluta de las bodegas del Orpheus mientras el agua helada les arrebataba la vida.

Finalmente la cámara se fue aproximando lentamente a la figura que coronaba el centro de la estrella de seis puntas. El payaso. El Dr. Caín. El Príncipe de la Niebla. Junto a él, a sus pies, Max reconoció la figura inmóvil de un gato que alargaba una garra afilada al vacío. Max, que no recordaba haberlo visto en su visita al jardín de estatuas, hubiera apostado doble a nada que la inquietante semejanza del felino de piedra con la mascota que Irina había adoptado el primer día en la estación no era fruto de la casualidad. Al contemplar aquellas imágenes mientras el sonido de la lluvia golpeaba en los cristales y la tormenta se alejaba tierra adentro, resultaba muy fácil dar crédito a la historia que el farero les había relatado aquella misma tarde. La siniestra presencia de aquellas siluetas amenazantes bastaba para acallar cualquier duda por razonable que fuese.

La cámara se acercó hasta el rostro del payaso, se detuvo a apenas medio metro y permaneció allí durante varios segundos. Max echó un vistazo a la bobina y comprobó que la película estaba llegando a su fin y que apenas restaban un par de metros por visionar. Un movimiento en la pantalla recobró su atención. El rostro de piedra se estaba moviendo de un modo casi imperceptible. Max se incorporó y caminó hasta la pared donde se proyectaba la película. Las pupilas de aquellos ojos de piedra se dilataron y los labios de piedra se arquearon lentamente en una cruel sonrisa, hasta revelar una larga hilera de dientes largos y afilados como los de un lobo. Max sintió cómo se le hacía un nudo en la garganta.

Segundos después, la imagen se desvaneció y Max escuchó el ruido de la bobina del proyector girando sobre sí misma. La película había terminado.

Max apagó el proyector y respiró profundamente. Ahora creía todo lo que Víctor Kray había dicho, pero eso no le hacía sentirse mejor, sino todo lo contrario. Subió a su cuarto y cerró la puerta a su espalda. A través de la ventana, a lo lejos, podía entrever el jardín de estatuas. Una vez más, la silueta del recinto de piedra estaba sumergida en una niebla densa e impenetrable.

Aquella noche, sin embargo, la tiniebla danzante no provenía del bosque, sino que parecía emanar de su propio interior.

Minutos después, mientras luchaba por conciliar el sueño y apartar de su mente el rostro del payaso, Max imaginó que aquella niebla no era sino el aliento helado del Dr. Caín, que esperaba sonriente la hora de su retorno.

Capítulo doce

A la mañana siguiente, Max despertó con la sensación de tener la cabeza llena de gelatina. Lo que se adivinaba desde su ventana prometía un día resplandeciente y soleado. Se incorporó perezosamente y tomó su reloj de bolsillo de la mesita. Lo primero que pensó fue que el reloj estaba averiado. Se lo llevó al oído y comprobó que el mecanismo funcionaba a la perfección, luego era él quien había perdido el rumbo. Eran las doce del mediodía.

Saltó de la cama y se precipitó escaleras abajo. Sobre la mesa del comedor había una nota. La tomó y leyó la caligrafía afilada de su hermana.

Buenos días, bella durmiente. Cuando leas esto ya estaré en la playa con Roland. Te he tomado prestada la bicicleta, espero que no te importe. Como he visto que anoche estuviste "de cine" no te he querido despertar. Papá ha llamado a primera hora y dice que todavía no saben cuándo podrán volver a casa. Irina sigue igual, pero los médicos dicen que es probable que salga del coma en unos días. He convencido a papá para que no se preocupe por nosotros (y no ha sido fácil).

Por cierto, no hay nada para desayunar.

Estaremos en la playa. Felices sueños…

Alicia.

Max releyó tres veces la nota antes de dejarla de nuevo en la mesa. Corrió escaleras arriba y se lavó la cara a toda prisa. Se enfundó un bañador y una camisa azul y se dirigió al cobertizo para coger la otra bicicleta. Antes de llegar al camino de la playa, su estómago pedía a gritos que se le administrase su dosis matutina. Al llegar al pueblo, desvió su camino y puso rumbo al horno de la plaza del ayuntamiento. Los olores que se percibían a cincuenta metros del establecimiento y los consiguientes crujidos de aprobación de su estómago le confirmaron que había tomado la decisión adecuada. Tres magdalenas y dos chocolatinas más tarde emprendió el camino hacia la playa con la sonrisa de un bendito estampada en el rostro.