A lo lejos, más allá de la bocana del puerto, los pocos barcos de pesca que formaban la flota local ponían proa mar adentro para no volver hasta el crepúsculo. El panadero y su hija, una rolliza jovencita de mejillas rosadas que hacía tres de su hermana Alicia, saludaron a Max y, mientras le servían una deliciosa bandeja de bollos recién horneados, se interesaron por el estado de Irina. Las noticias volaban y, al parecer, el médico del pueblo hacía algo más que poner el termómetro en sus visitas a domicilio.
Max consiguió volver a la casa de la playa mientras el desayuno todavía conservaba el calorcillo irresistible de los pasteles aún humeantes. Sin su reloj no sabía a ciencia cierta qué hora era, aunque imaginaba que debían de faltar pocos minutos para las ocho. Ante la poco deseable perspectiva de esperar a que Alicia se despertase para poder desayunar, decidió adoptar un astuto ardid. Así, con la excusa del desayuno caliente, preparó una bandeja con las capturas del horno, leche y un par de servilletas, y subió hasta el cuarto de Alicia. Llamó a la puerta con los nudillos hasta que la voz somnolienta de su hermana contestó en un murmullo ininteligible.
- Servicio de habitaciones -dijo Max -. ¿Puedo pasar?
Empujó la puerta y entró en la habitación. Alicia había sepultado la cabeza bajo una almohada. Max echó un vistazo a la habitación, la ropa colgada sobre las sillas y la galería de objetos personales de Alicia. La habitación de una mujer siempre resultaba un fascinante misterio para Max.
- Contaré hasta cinco -dijo Max -y luego empezaré a comerme el desayuno.
El rostro de su hermana asomó bajo la almohada, olfateando el aroma de la mantequilla en el aire.
Roland los esperaba en la orilla de la playa, ataviado con unos viejos pantalones a los que había cortado las perneras y que hacían las veces de traje de baño. Junto a él había un pequeño bote de madera cuya eslora no debía de alcanzar los tres metros. La barca parecía haber pasado 30 años al sol varada en una playa y la madera había adquirido un tono grisáceo que las pocas manchas de pintura azul que aún no se habían desprendido a duras penas conseguían disimular. Con todo, Roland parecía admirar su bote como si se tratase de un yate de lujo. Y mientras los dos hermanos sorteaban las piedras de la playa en dirección a la orilla, Max pudo comprobar que Roland había escrito en la proa el nombre de la nave, Orpheus II, con pintura reciente, probablemente de aquella misma mañana.
- ¿Desde cuándo tienes una barca? -preguntó Alicia, señalando el raquítico esquife en el que Roland ya había cargado el equipo de buceo y un par de cestas de contenido misterioso.
- Desde hace tres horas. Uno de los pescadores del pueblo iba a desguazar el bote para hacer leña, pero le he convencido y me lo ha regalado a cambio de un favor -explicó Roland.
- ¿Un favor? -preguntó Max -. Yo creo que el favor se lo has hecho tú a él.
- Puedes quedarte en tierra si lo prefieres -replicó Roland en tono burlón -. Venga, todo el mundo a bordo.
La expresión "a bordo" resultaba un tanto inapropiada para la nave en cuestión, pero pasados quince metros, Max comprobó que sus previsiones de naufragio instantáneo no se cumplían. De hecho, el bote navegaba con firmeza al comando de cada boga de remo que Roland imprimía enérgicamente.
- He traído un pequeño invento que os va a sorprender -dijo Roland.
Max miró una de las cestas tapadas y alzó la cubierta unos centímetros.
- ¿Qué es esto? -murmuró.
- Una ventana submarina -aclaró Roland -. En realidad es una caja con un cristal en la base. Si lo apoyas en la superficie del agua, puedes ver el fondo sin sumergirte. Es como una ventana.
Max señaló a su hermana Alicia.
- Así al menos podrás ver algo -insinuó, con tono burlón.
- ¿Quién te ha dicho que pienso quedarme aquí? Hoy bajo yo -respondió Alicia.
- ¿Tú? ¡Si no sabes bucear! -exclamó Max, tratando de enfurecer a su hermana.
- Si llamas bucear a lo que hiciste el otro día, no -bromeó Alicia, sin recoger el hacha de guerra.
Roland siguió remando sin añadir cizaña a la discusión de los dos hermanos y detuvo el bote a unos cuarenta metros de la orilla. Bajo ellos, la sombra oscura del casco del Orpheus se extendía en el fondo como la de un gran tiburón tendido en la arena, expectante.
Roland abrió una de las cestas y extrajo un áncora oxidada unida a un cabo grueso y visiblemente desgastado. A la vista de tamaños aparejos, Max supuso que todos aquellos saldos marinos venían con el lote que Roland había negociado para salvar el mísero bote de un fin digno y apropiado a su estado.
- ¡Cuidado, que salpico! -exclamó Roland lanzando al mar el áncora, cuyo peso muerto descendió en vertical y levantó una pequeña nube de burbujas, llevándose casi quince metros de cabo.
Roland dejó que la corriente arrastrase el bote un par de metros y ató el cabo del áncora a una pequeña anilla que pendía de la proa. El bote se meció suavemente con la brisa y el cabo se tensó, haciendo crujir la estructura del bote. Max echó un vistazo sospechoso a las junturas del casco.
- No se va a hundir, Max. Confía en mí -afirmó Roland, sacando la ventana submarina de la cesta y colocándola sobre el agua.
- Eso es lo que dijo el capitán del Titanic antes de zarpar -replicó Max.
Alicia se inclinó para mirar a través de la caja y vio por primera vez el casco del Orpheus descansando en el fondo.
- ¡Es increíble! -exclamó ante el espectáculo submarino.
Roland sonrió complacido y le tendió unas gafas de buceo y unas aletas.
- Pues espera a verlo de cerca -dijo Roland, colocándole su equipo.
La primera en saltar al agua fue Alicia. Roland, sentado al borde del bote, dirigió una mirada tranquilizadora a Max.
- Tranquilo. La vigilaré. No le va a pasar nada -aseguró.
Roland saltó al mar y se reunió con Alicia, que esperaba a unos tres metros del bote. Ambos saludaron a Max y, segundos después, desaparecieron bajo la superficie.
Bajo el agua, Roland asió la mano de Alicia y la guió lentamente sobre los restos del Orpheus. La temperatura del agua había descendido ligeramente desde la última vez que se habían sumergido allí y el enfriamiento se hacía más palpable a mayor profundidad. Roland estaba habituado a ese fenómeno, que se producía eventualmente durante los primeros días del verano, especialmente cuando corrientes frías que venían de mar adentro fluían con fuerza por debajo de los seis o siete metros de profundidad. A la vista de la situación, Roland decidió automáticamente que aquel día no permitiría que Alicia ni Max se sumergieran con él hasta el casco del Orpheus, ya habría días de sobra durante el resto del verano para intentarlo.
Alicia y Roland nadaron a lo largo del buque hundido. Se detenían de vez en cuando para ascender a tomar aire y contemplar con calma el barco, que yacía en la medialuz espectral del fondo. Roland intuía la excitación de Alicia ante el espectáculo y no le quitaba el ojo de encima. Sabía que para bucear a gusto y con tranquilidad, debía hacerlo solo.
Cuando se zambullía con alguien, especialmente con novatos en la materia como lo eran sus nuevos amigos, no podía evitar asumir el papel de niñera submarina. Con todo, le satisfacía especialmente compartir con Alicia y su hermano aquel mágico mundo que durante años le había pertenecido sólo a él. Se sentía como el guía de un museo embrujado acompañando a unos visitantes en un paseo alucinante por una catedral sumergida.