- La última puerta de ese corredor -señaló Caín -. Pero escucha un consejo. Cuando consigas abrirla, ya estaremos bajo el agua y tu amiga no tendrá ni una gota de aire que respirar. Tú eres un buen buceador, Jacob. Sabrás lo que hay que hacer. Recuerda tu trato…
Caín sonrió por última vez y, envolviéndose en su túnica, se desvaneció en la oscuridad mientras pasos invisibles se alejaban sobre el puente y dejaban huellas de metal fundido en el casco del barco. El muchacho permaneció paralizado unos segundos, recuperando el aliento, hasta que una nueva sacudida del buque le empujó contra la rueda petrificada del timón. El agua había empezado a inundar el nivel del puente.
Roland se lanzó hacia el pasillo que el mago le había indicado. El agua brotaba de las escotillas de ascenso a presión e inundaba el corredor mientras el Orpheus se hundía progresivamente en el mar. Roland golpeó en vano la compuerta con los puños.
- ¡Alicia! -grito, aunque era consciente de que ella apenas podría oírle al otro lado de la compuerta de acero -. Soy Roland. ¡Contén la respiración! ¡Voy a sacarte de aquí!
Roland aferró la rueda de la compuerta e intentó con todas sus fuerzas hacerla girar, desgarrándose las palmas de las manos en el empeño mientras el agua helada le cubría por encima de la cintura y seguía subiendo. La rueda apenas cedió un par de centímetros. Roland inspiró profundamente y forzó de nuevo la rueda, consiguiendo que girara progresivamente hasta que el agua helada le cubrió el rostro e inundó finalmente todo el corredor. La oscuridad se apoderó del Orpheus.
Cuando la compuerta se abrió, Roland buceó en el interior del camarote tenebroso palpando a ciegas en busca de Alicia. Por un terrible momento pensó que el mago le había engañado y que no había nadie allí. Abrió los ojos bajo el agua y trató de vislumbrar algo entre la niebla submarina luchando contra el escozor. Finalmente, sus manos alcanzaron un girón de tela del vestido de Alicia que se debatía frenéticamente entre el pánico y la asfixia. La abrazo y trató de tranquilizarla, pero la muchacha no podía ni saber quién o qué la había aferrado en la oscuridad. Consciente de que le quedaban apenas unos segundos, Roland la rodeó por el cuello y tiró de ella hacia el exterior del corredor. El buque seguía precipitándose en su descenso inexorable hacia las profundidades. Alicia forcejeaba inútilmente y Roland la arrastró hasta el puente a través del corredor por el que flotaban los despojos que el agua había arrancado de lo más profundo del Orpheus. Sabía que no podían salir del buque hasta que el casco hubiera tocado fondo porque, de intentarlo, la fuerza de succión los arrastraría a la corriente submarina sin remedio. Sin embargo, no ignoraba que habían transcurrido por lo menos treinta segundos desde que Alicia había respirado por última vez y que, a estas alturas y en su estado de pánico, habría empezado a inhalar agua. El ascenso a la superficie probablemente sería el camino a una muerte segura para ella. Caín había planeado cuidadosamente su juego.
La espera a que el Orpheus tocase fondo se hizo infinita y, cuando llegó el impacto, parte de la techumbre del puente se desplomó sobre Alicia y Roland. Un fuerte dolor ascendió por su pierna y Roland comprendió que el metal le había aprisionado un tobillo. El resplandor del Orpheus se desvanecía lentamente en las profundidades.
Roland luchó contra la punzante agonía que le atenazaba las piernas y buscó el rostro de Alicia en la penumbra. Alicia tenía los ojos abiertos y se debatía al borde de la asfixia. Ya no podía contener la respiración ni un segundo más y sus últimas burbujas de aire se escaparon de entre sus labios como perlas portadoras de los últimos instantes de una vida que se extinguía.
Roland le tomó el rostro y trató de que Alicia le mirase a los ojos. Sus miradas se unieron en las profundidades y ella comprendió al instante lo que Roland se proponía. Alicia negó con la cabeza, tratando de alejar a Roland de sí. Roland señaló el tobillo aprisionado bajo el abrazo mortal de las vigas metálicas del techo. Alicia nadó a través de las aguas heladas hacia la viga abatida y luchó por liberar a Roland. Ambos muchachos cruzaron una mirada desesperada. Nada ni nadie podría mover las toneladas de acero que retenían a Roland. Alicia nadó de vuelta hasta él y lo abrazo, sintiendo cómo su propia consciencia se desvanecía por la falta de aire. Sin esperar un instante, Roland tomó el rostro de Alicia y, posando sus labios sobre los de la muchacha,
expiró en la boca el aire que había reservado para ella, tal y como Caín había previsto desde principio. Alicia aspiró el aire de sus labios y apretó con fuerza las manos de Roland, unida a él en aquel beso de salvación.
El muchacho le dirigió una mirada desesperada de adiós y la empujó contra su voluntad fuera del puente, donde, lentamente, Alicia inició su ascenso hacia la superficie. Aquella fue la última vez que Alicia vio a Roland. Segundos después, la muchacha emergió en el centro de la bahía y pudo ver que la tormenta se alejaba lentamente mar adentro, llevándose consigo todas las esperanzas que había puesto en el futuro.
Cuando Max vio aflorar el rostro de Alicia sobre la superficie, se lanzó de nuevo al agua y nadó apresuradamente hasta ella. Su hermana apenas podía mantenerse a flote y balbuceaba palabras incomprensibles, tosiendo violentamente y escupiendo el agua que había tragado en su ascenso desde el fondo. Max la rodeó por los hombros y la arrastró hasta que pudo hacer pie a un par de metros de la orilla. El viejo farero esperaba en la playa y corrió a socorrerlos. Juntos sacaron a Alicia del agua y la tendieron sobre la arena. Víctor Kray buscó el pulso de Alicia en la muñeca, pero Max retiró delicadamente la mano temblorosa del anciano.
- Está viva, señor Kray -explicó Max, acariciando la frente de su hermana -. Está viva.
El anciano asintió y dejó a Alicia al cuidado de Max. Tambaleándose, como un soldado tras una larga batalla, Víctor Kray caminó hasta la orilla y se adentró en el mar hasta que el agua le cubrió la cintura.
- ¿Dónde está mi Roland? -murmuró el anciano, volviéndose a Max -. ¿Dónde está mi nieto?
Max le miró en silencio, viendo cómo el alma del pobre anciano y la fuerza que le había mantenido todos aquellos años en lo alto del faro se perdían igual que un puñado de arena entre los dedos.
- No volverá, señor Kray -respondió finalmente el muchacho, con lágrimas en los ojos -. Roland ya no volverá.
El viejo farero le miró como si no pudiera comprender sus palabras. Luego asintió, pero volvió la vista a mar a la espera de que su nieto emergiese de las aguas para reunirse con él. Lentamente, las aguas recobraron la calma y una guirnalda de estrellas se encendió sobre el horizonte. Roland nunca volvió.
Capítulo dieciocho
Al día siguiente a la tormenta que asoló la costa durante la larga noche del 23 de junio de 1943, Maximilian y Andrea Carver volvieron a la casa de la playa con la pequeña Irina, que ya estaba fuera de peligro, aunque tardaría unas semanas en recobrarse completamente. Los fuertes vientos que habían azotado el pueblo hasta poco antes del amanecer dejaron un rastro de árboles y postes eléctricos caídos, barcas arrastradas desde el mar hasta el paseo y ventanas rotas en buena parte de las fachadas del pueblo. Alicia y Max esperaban en silencio, sentados en el porche, y desde el instante en que Maximilian Carver descendió del coche que les había conducido desde la ciudad, pudo ver en sus rostros y en sus ropas raídas que algo terrible había sucedido.
Antes de que pudiese formular la primera pregunta, la mirada de Max le permitió comprender que las explicaciones, si alguna vez llegaban a producirse, tendrían que esperar para más adelante. Fuera lo que fuese que había acontecido, Maximilian Carver supo, del modo en que pocas veces en la vida se nos permite comprender sin necesidad de palabras o razones, que tras la mirada triste de sus dos hijos terminaba una etapa en sus vidas que nunca volvería.