- Buena pregunta, Max. Veo que empiezas a entenderlo. ¿Seguimos?
Max suspiró y ambos volvieron a las bicicletas.
- Pero ahora "yo marco" el ritmo -exigió Max.
Roland se encogió de hombros y pedaleó.
Durante un par de horas Roland guió a Max arriba y abajo del pequeño pueblo y los alrededores. Contemplaron los acantilados del extremo sur, donde Roland le reveló que se encontraba el mejor lugar para bucear, junto a un viejo barco hundido en 1918 y que ahora se había transformado en una jungla submarina con toda clase de algas extrañas. Roland explicó que, durante una terrible tormenta nocturna, el buque embarrancó con las peligrosas rocas que yacían a escasos metros de la superficie. La furia del temporal y la oscuridad de la noche apenas quebrada por el fragor de los relámpagos hicieron que todos los tripulantes del navío perecieran ahogados en el naufragio. Todos excepto uno. El único superviviente de aquella tragedia fue un ingeniero que, en reconocimiento a la providencia que quiso salvar su vida, se instaló en el pueblo y construyó un gran faro en lo alto de los escarpados acantilados de la montaña que presidía el escenario de aquella noche. Aquel hombre, ahora ya anciano, seguía siendo el guardián del faro y no era otro que el "abuelo adoptivo" de Roland. Después del naufragio, una pareja del pueblo cuidó del farero hasta que éste se restableció completamente. Algunos años más tarde, ambos fallecieron en un accidente de automóvil y el farero se hizo cargo del pequeño Roland, que apenas contaba un año. Roland vivía con él en la casa del faro, aunque pasaba la mayor parte del tiempo en la cabaña que él mismo había construido en la playa, al pie de los acantilados. A todos los efectos, el farero era su verdadero abuelo. La voz de Roland reveló cierta amargura mientras le relataba estos hechos, que Max escuchó en silencio y sin hacer preguntas. Tras el relato del naufragio, anduvieron por las calles aledañas a la vieja iglesia donde Max conoció a algunos de los aldeanos, gente afable que se apresuró a darle la bienvenida al pueblo.
Finalmente, Max, exhausto, decidió que no era necesario conocer todo el pueblo en una mañana y que si, como parecía, iba a pasar unos cuantos años allí, tiempo habría de descubrir sus misterios si es que los había.
- También es verdad -coincidió Roland -. Oye, casi todas las mañanas en verano voy a bucear al barco hundido. ¿Quieres venir conmigo mañana?
- Si buceas como montas en bicicleta me ahogaré -dijo Max.
- Tengo gafas y unas aletas de sobra -explicó Roland.
La oferta sonaba tentadora.
- De acuerdo. ¿Tengo que llevar algo?
Roland negó.
- Yo traeré todo. Bueno,… bien pensado, trae el desayuno. Te recojo a las nueve en tu casa.
- Nueve y media.
- No te duermas.
Cuando Max empezó a pedalear de vuelta a la casa de la playa, las campanas de la iglesia anunciaban las tres de la tarde y el Sol empezaba a ocultarse tras un manto de nubes oscuras que parecían presagiar la lluvia. Mientras se alejaba, Max se volvió un segundo a mirar atrás. De pie junto a su bicicleta, Roland le saludaba con la mano.
La tormenta se abatió sobre el pueblo como un siniestro espectáculo de feria ambulante. En unos minutos, el cielo se transformó en una bóveda plomiza y el mar adquirió un tinte metálico y opaco, como una inmensa balsa de mercurio. Los primeros relámpagos vinieron acompañados de la ventisca que empujaba la tormenta desde el mar. Max pedaleó con fuerza, pero el aguacero le alcanzó de pleno cuando todavía le quedaban unos quinientos metros de camino hasta la casa de la playa. Cuando llegó a la cerca blanca, estaba tan empapado como si acabase de emerger del mar. Corrió a dejar la bicicleta en la caseta del garaje y entró en la casa por la puerta del patio trasero. La cocina estaba desierta, pero un apetitoso olor flotaba en el ambiente. En la mesa Max localizó una bandeja con bocadillos de carne y una jarra de limonada casera. Junto a ella había una nota escrita con la estilizada caligrafía de Andrea Carver. "Max, ésta es tu comida. Tu padre y yo estaremos en el pueblo toda la tarde por asuntos de la casa. No se te ocurra utilizar el baño del piso de arriba. Irina viene con nosotros".
Max dejó la nota y se llevó la bandeja a su habitación. El maratón ciclista de aquella mañana le había dejado exhausto y hambriento. La casa parecía vacía. Alicia no estaba o se había en cerrado en su habitación. Max se dirigió directamente a la suya, se cambió de ropa y se tendió en la cama a saborear los exquisitos bocadillos que su madre había dejado para él. Afuera la lluvia golpeaba con fuerza y los truenos hacían temblar las ventanas. Max encendió la pequeña lamparilla de su mesita y tomó el libro sobre Copérnico que Maximilian Carver le había regalado. Había empezado a leer cuatro veces el mismo párrafo cuando descubrió que se moría de ganas por ir a bucear al día siguiente junto al buque hundido con su nuevo amigo Roland. Engulló los bocadillos en menos de diez minutos y luego cerró los ojos, escuchando sólo el repiqueteo de la lluvia sobre el techo y los cristales. Le gustaba la lluvia y el sonido del agua resbalando por el canalillo de desagüe que recorría el borde del tejado. Cuando llovía con fuerza, Max sentía que el tiempo se detenía. Era como una tregua en la cual uno podía dejar de hacer cualquier cosa que le ocupase en aquel momento y sencillamente acercarse a contemplar el espectáculo de aquella infinita cortina de lágrimas del cielo desde una ventana, durante horas. Dejó de nuevo el libro sobre la mesita y apagó la luz. Lentamente, envuelto en el sonido hipnótico de la lluvia, se rindió al sueño.
Capítulo cinco
Las voces de la familia en el piso inferior y el correteo de Irina escaleras arriba y abajo despertaron a Max. Ya había anochecido pero Max pudo ver cómo la tormenta había pasado dejando a sus espaldas una alfombra de estrellas en el cielo. Echó un vistazo a su reloj y comprobó que había dormido cerca de seis horas. Se estaba incorporando cuando unos nudillos golpearon en su puerta. Es hora de cenar, bella durmiente rugió la voz eufórica de Maximilian Carver al otro lado. Por un segundo, Max se preguntó por qué motivo se mostraría ahora tan alegre su padre. Pronto recordó la sesión cinematográfica que había prometido aquella misma mañana durante el desayuno.
- Ahora bajo -contestó sintiendo todavía el sabor pastoso de los bocadillos de carne en la boca.
- Más te vale -replicó el relojero, ya de camino hacia la planta inferior.
Aunque no sentía el más mínimo apetito, Max bajó a la cocina y se sentó a la mesa junto al resto de la familia. Alicia miraba ensimismada su plato, sin apenas tocarlo. Irina devoraba con fruición su ración y murmuraba palabras ininteligibles a su detestable gato, que la miraba fijamente a sus pies. Cenaron en calma mientras Maximilian Carver explicaba que había encontrado un local excelente en el pueblo para instalar la relojería y empezar el negocio de nuevo.
- ¿Y qué has hecho tú, Max? -preguntó Andrea Carver.
- He estado en el pueblo -el resto de la familia le miró, como si esperasen más detalles -. Conocí a un chico, Roland. Mañana vamos a ir a bucear.
- Max ya ha hecho un amigo -exclamó Maximilian Carver, triunfal -. ¿Veis lo que os decía?
- ¿Y cómo es el tal Roland, Max? -preguntó Andrea Carver.
- No sé. Simpático. Vive con su abuelo, el guardián del faro. Me ha estado enseñando un montón de cosas del pueblo.
- ¿Y dónde dices que vais a bucear? -preguntó su padre.
- En la playa del sur, al otro lado del puerto. Según Roland, allí están los restos de un barco hundido hace muchos años.
- ¿Puedo ir? -interrumpió Irina.
- No -atajó Andrea Carver -. ¿No será peligroso, Max?
- Mamá…
- De acuerdo -concedió Andrea Carver -.Pero ve con cuidado.