—Tú perteneces a una casta elevada, la Casta de los Guerreros —dijo el tabernero—, no está bien que permanezcas con nosotros.
La perspectiva de tener que salir otra vez a la noche fría y lluviosa y continuar luego mi desconsolada peregrinación a través de las calles desiertas, buscando un lugar donde comer y dormir, no tenía nada de atrayente. Saqué una moneda del bolso de cuero y se la arrojé al tabernero. La atrapó con destreza en el aire como un cormorán. Examinó la moneda; era un discotarn de plata. Mordió el metal, y los músculos de su mandíbula se pusieron tensos a la luz de las lámparas. Sus ojos se iluminaron con cierto brillo codicioso. No le depararía ningún placer devolverme la moneda.
—Y bien ¿a qué casta pertenece esto? —le pregunté.
El tabernero sonrió. —El dinero no tiene casta —contestó.
—Entonces tráeme de comer y de beber —dije.
Me acerqué a una mesa oscura y solitaria en el fondo del establecimiento, desde donde podía ver la puerta. Apoyé escudo y lanza contra la pared, coloqué el casco junto a la mesa, me desabroché el cinto de la espada, y colocando el arma sobre la mesa delante de mí, esperé.
Apenas me hube acomodado, cuando el tabernero me trajo un jarro grande y pesado de Kal-da humeante. Casi me quemo las manos con el jarro. Bebí un trago largo y ardiente y, aunque normalmente el sabor no me agradara, sentí adentro de mí como unas burbujas de fuego. Bebida chispeante y brutal que levantaba el ánimo. Sabía mal, no obstante sentí ganas de reír.
Lancé una carcajada.
Los hombres de Tharna, sentados a sus mesas, me miraron como si estuviera loco. Sus rostros manifestaban incredulidad y falta de comprensión. Ese hombre se había reído. Me pregunté si en Tharna los hombres reían con frecuencia.
Era un lugar melancólico, pero a la luz del Kal-da, lo veía algo más prometedor.
—¡Conversad, reíd! —dije a los hombres de Tharna, que desde mi llegada no habían cambiado palabra. Los miré con enojo. Bebí una vez más de mi jarro y sacudí la cabeza para quitar de mis ojos y de mi cerebro ese torbellino de fuego. Tomé mi lanza de la pared y golpeé con ella sobre la mesa.
—¡Si no sabéis hablar, si no sabéis reír, entonces cantad!
Los hombres estaban convencidos que se encontraban frente a un demente. Probablemente sería por causa del Kal-da, pero quisiera creer también que era la impaciencia hacia los hombres de esa ciudad, mi desmedida exasperación frente a ese lugar gris y lóbrego y sus habitantes solemnes y sumisos. Los hombres de Tharna continuaban en silencio.
—¿No hablamos todos nosotros el Idioma? —pregunté, refiriéndome a la bella lengua materna, que se habla en la mayoría de las ciudades de este mundo—. ¿No es vuestro idioma?
—Pues sí —murmuró uno de los hombres.
—¿Por qué no habláis entonces? —dije desafiante.
El hombre calló.
El tabernero me trajo pan caliente, miel, sal y para mi embeleso, un gran pedazo de carne de tark asada. Llené mi boca de comida y la acompañé con otro trago de Kal-da.
—¡Tabernero! —grité golpeando la mesa con mi lanza.
—Sí, Guerrero.
—¿Dónde están las esclavas de placer?
El tabernero parecía perplejo.
—Me gustaría ver bailar a una mujer.
Los hombres parecían horrorizados. Uno susurró:
—No hay esclavas de placer en Tharna.
—¡Qué lástima! —exclamé— ¡Ninguna portadora de collar en Tharna!
Dos o tres hombres se rieron. Por fin había logrado romper el hielo.
—Esos seres que atraviesan las calles tras sus máscaras de plata ¿son realmente mujeres? —pregunté.
—Sin lugar a dudas —dijo uno de los hombres, al tiempo que contenía la risa.
—Pues yo no lo creo —exclamé—, ¿Queréis que busque una para ver si baila para nosotros?
Los hombres volvieron a reírse.
Hice ademán de levantarme y el tabernero, aterrorizado, me sentó nuevamente sobre la silla y fue a buscar más Kal-da. Evidentemente quería servirme tanta Kal-da como para que no pudiera hacer otra cosa que rodar bajo la mesa y dormir. Algunos hombres se me acercaron.
—¿De dónde vienes? —preguntó uno ansiosamente.
—He pasado toda mi vida en Tharna.
Resonantes carcajadas festejaron mi respuesta.
Poco después ya estaba dirigiendo un bronco coro de hombres, marcando el ritmo con el extremo de mi lanza sobre la mesa y entonaba canciones; en su mayor parte, fogosas canciones báquicas y guerreras: cantos de los campamentos y de las marchas, pero también enseñé a los hombres canciones que había aprendido en las caravanas del comerciante Mintar. Eran canciones que había cantado hacía tanto tiempo, cuando comenzaba a amar a Talena; canciones de amor, de soledad, de la belleza de la ciudad natal y de los campos de Gor.
Esa noche el Kal-da corrió a torrentes, y tres veces el regocijado tabernero tuvo que llenar con aceite las lámparas de tharlarión. Atraídos por el ruido insólito, entraron algunos hombres de la calle y también algunos guerreros, que se quitaron el casco, e increíblemente, lo llenaron con Kal-da y participaron de nuestro coro.
Las lámparas de tharlarión llamearon finalmente por última vez y se extinguieron, y el primer reflejo del alba penetró pálidamente en la sala. Muchos hombres se habían ido, otros dormían sobre las mesas o yacían en el suelo. Hasta el tabernero dormía, con la cabeza apoyada sobre el mostrador, detrás del cual se encontraban los grandes jarros de Kal-da, finalmente vacíos y fríos. Miré a mi alrededor y sacudí el sueño de mis párpados. Sentí una mano sobre mi hombro.
—Despiértate —dijo una voz.
—Es éste —se oyó decir a una segunda voz que me resultó conocida.
Me levanté con esfuerzo y vi ante mí al hombrecillo de cara de limón.
—Te hemos estado buscando —dijo la otra voz, que pertenecía a un robusto guardia de la ciudad. Tras él se hallaban otros tres guardias con sus cascos azules.
—Este es el ladrón —dijo el hombre de la cara arrugada, señalándome. Echó mano al saco de monedas, que se encontraba medio abierto sobre la mesa manchada. Se lo mostró al guardia.
—Estas son mis monedas —dijo el conspirador—. Mi nombre está bordado en el cuero del saco.
Acercó el bolso al guardia.
—Ost —leyó el hombre. Ese era también el nombre de un pequeño reptil de color naranja claro, el más venenoso de Gor.
—Yo no soy un ladrón —dije—. Él me dio las monedas.
—Miente —dijo Ost.
—¡No miento!
—Estás detenido —dijo el guardia.
—¿En nombre de quién? —pregunté.
—En nombre de Lara, Tatrix de Tharna.
10. El palacio de la Tatrix
No hubiera tenido sentido resistirse.
Me habían quitado las armas mientras dormía. Como un tonto había confiado en la hospitalidad de Tharna. Estaba desarmado frente a los guardias. Sin embargo el oficial debió percibir un desafío en mis ojos; hizo una seña y sus hombres y tres lanzas se volvieron amenazadoras hacia mi pecho.
—Yo no he robado nada —dije.
—Puedes exponer tu caso ante la Tatrix —dijo el guardia.
—Encadenadlo —intervino Ost.
—¿Eres un guerrero? —preguntó el guardia.
—Sí.
—¿Me das tu palabra de que me acompañarás pacíficamente al palacio de la Tatrix?
—Sí —dije.
El guardia se volvió hacia sus hombres.
—No es necesario encadenarlo.
—Soy inocente —repetí.
El guardia me miró fijamente. Sus francos ojos grises me examinaban a través de la abertura en Y de su casco celeste.
—Eso lo decidirá la Tatrix —dijo.
—Hay que encadenarlo —rezongó Ost.
—Tranquilo, gusano —dijo el guardia y el conspirador se calló.
Rodeado de guardias seguí al oficial al palacio de la Tatrix. Ost corría detrás de nosotros, resoplando y jadeando, tan rápido como se lo permitían sus piernas cortas y arqueadas.