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Con un gesto displicente, la Tatrix levantó la mano unos centímetros por encima del brazo del trono y se dio comienzo a la carrera.

Nuestro bloque de granito no perdió.

Con los músculos doloridos, acuciados una y otra vez por el látigo de nuestro auriga, avanzábamos salvajemente. No tardamos mucho en maldecir la arena coloreada del ruedo, que se amontonaba delante del bloque, mientras arrastrábamos la roca metro a metro. Pero logramos ser los primeros en llegar hasta la zona del muro dorado. Al liberársenos de nuestras cadenas, descubrimos que uno de los hombres de nuestro tiro había muerto en el trayecto.

Nos dejamos caer en la arena sin avergonzarnos.

—¡Las luchas de bueyes! —gritó una de las máscaras plateadas, y su grito fue imitado por otras mujeres hasta que en todo el ruedo resonó:

—¡La lucha de bueyes! —en boca de las mujeres de Tharna.

Por segunda vez se nos puso violentamente en pie, y advertí con espanto que en nuestros yugos se introducían púas de acero, de puntas afiladísimas de casi cuarenta centímetros de largo.

Andreas, cuyo yugo también fue provisto de esas púas, se volvió hacia mí —Tal vez debamos despedirnos, guerrero —dijo—. Sólo espero que no nos hagan luchar entre nosotros.

—Yo no te mataría —dije.

Me miró de una manera extraña.

—Tampoco yo a ti —me respondió, después de un breve silencio— pero, si nos hacen luchar uno contra el otro y no lo hacemos, nos matarán a los dos.

—Que así sea —dije.

Andreas me sonrió. —¡Que así sea, guerrero! —asintió.

Uncidos a nuestros yugos, nos miramos con la certeza de que allí, en las arenas del ruedo de Tharna, ambos habíamos encontrado un amigo.

Mi adversario no fue Andreas, sino un hombre vigoroso y corpulento de cabeza rubia y rapada, Kron de Tharna, de la Casta de los Metalistas. Sus ojos eran azules como el acero. Una oreja le había sido arrancada.

—He sobrevivido tres veces a los espectáculos de Tharna —me dijo cuando nos vimos frente a frente.

Lo observé atentamente. No cabía duda de que era un adversario peligroso.

El hombre de los brazaletes nos rodeó con su látigo sin apartar la vista del trono de la Tatrix. Cuando volviera a levantarse el guante dorado comenzaría la terrible lucha.

—Seamos humanos —le dije a mi adversario—. Neguémonos a participar en este juego sin sentido. No tengo deseos de matarte para darle el gusto a estas mujeres de máscaras plateadas.

El hombre rubio me miró fijamente con rabia, como si no me comprendiera. Luego creí advertir que mis palabras habían llegado hasta él, tocaban algo en lo más íntimo de su ser. Un breve resplandor iluminó sus ojos celestes, pero no duró más que un segundo.

—Nos matarían a los dos —dijo.

—Sí.

—Forastero —dijo—. Quiero sobrevivir, aunque solo sea una vez más, a los espectáculos de Tharna.

—Como quieras —contesté, y me puse en guardia.

La mano de la Tatrix debió haberse levantado. No la vi, pues ya no despegaba la vista de mi adversario.

—Comenzad —dijo el hombre de los brazaletes.

Kron y yo empezamos a dar vueltas uno en torno al otro, levemente inclinados hacia adelante para poder herir al adversario con los cuernos de nuestro yugo.

Una, dos veces, Kron me atacó, deteniéndose empero en el último momento, para ver si podía hacerme avanzar y perder el equilibrio, al intentar detener el golpe.

Nos movíamos cautelosamente, de tanto en tanto, amagábamos una embestida con nuestros terribles yugos. En las tribunas cundió el desasosiego. El látigo sonó en la mano del hombre de los brazaletes:

—¡Que corra la sangre! —dijo.

De repente, el pie de Kron se deslizó por la blanca arena perfumada, resplandeciente de plomo rojo y mica, y una nube de partículas coloreadas voló por los aires en dirección hacia mis ojos. Los granos de arena cayeron sobre mí como una tormenta plateada y carmesí. Me tomaron por sorpresa, me cegaron.

Me dejé caer rápidamente de rodillas y las púas de Kron pasaron sobre mi cabeza. En el mismo instante me enderecé debajo de su cuerpo, lo cargué sobre mis hombros y lo arrojé hacia atrás sobre la arena.

Oí el ruido sordo de su cuerpo al caer, el grito de miedo, el furioso jadeo de Kron. No podía volverme para atravesado con mis púas, pues no podía correr el riesgo de fallar.

Sacudí la cabeza salvajemente; con mis manos, presas en el yugo, trataba infructuosamente de alcanzar los ojos para restregármelos y poderme sacar así los granos de arena que tenía bajo los párpados, que me quemaban y me cegaban. A través de las tinieblas, cubierto de sudor, uncido al yugo que se sacudía violentamente, oía los gritos salvajes de la muchedumbre.

Casi ciego, oí cómo Kron se enderezaba, levantando el pesado yugo que lo sujetaba. Oí su respiración entrecortada, su fuerte jadeo, que me hacía pensar en un animal. Oí sus pasos cortos y rápidos en la arena, que lo acercaban a mí en un ataque semejante al de un toro.

Coloqué mi yugo en posición oblicua, me deslicé entre sus puntas, rechazando el golpe. Se oyó un estruendo, como el de dos yunques al chocar.

Traté de asir sus manos, pero él mantenía los puños cerrados y alejados de mí, en la medida en que el yugo se lo permitía. Mi mano se aferró a su puño y resbaló, incapaz de sostenerlo debido al sudor que nos empapaba a ambos.

Kron volvió al ataque, una, dos veces más y yo siempre lograba parar el golpe y resistir la poderosa embestida de su yugo, eludiendo los cuernos asesinos. En una ocasión no fui tan afortunado y un cuerno de acero me rasgó el costado haciéndome sangrar.

La multitud de las tribunas deliraba.

Súbitamente logré colocar mis manos bajo su yugo; éste ardía bajo el efecto del sol, igual que el mío, y de inmediato empezaron a dolerme las palmas de las manos. Kron era un hombre pesado pero pequeño, y pude levantar su yugo junto con el mío, dejando atónita a la multitud de espectadores, que había enmudecido.

Kron lanzó una maldición al sentir que sus pies habían perdido contacto con el suelo. Empezó a retorcerse, aprisionado, pataleando en dirección hacia mí, pero en un alarde de fuerzas lo arrastré hasta el muro dorado y lo arrojé contra él. La conmoción fue sumamente violenta para el hombre, preso en su yugo; de haber sido menos robusto habría significado su muerte.

Kron, que seguía uncido al yugo, estaba inconsciente. El peso de éste fue arrastrando lentamente su cuerpo inerte a lo largo del muro, hasta quedar yaciendo de costado en arena. Entretanto, el sudor y las lágrimas provocados por la ardiente irritación de la arena, me habían limpiado los ojos.

Alcé el rostro Y miré la máscara resplandeciente de la Tatrix. Junto a ella pude distinguir la máscara plateada de Dorna la Orgullosa.

—Mátalo —dijo Dorna y señaló a Kron, que yacía inconsciente.

Recorrí las tribunas con la vista.

Por todas partes veía las máscaras plateadas y oía voces estridentes que me ordenaban:

—¡Mátalo!

Por doquier veía el gesto despiadado, la mano derecha extendida con la palma hacia adentro, el gesto que imita el movimiento de una cuchilla que cae. Las mujeres de las máscaras plateadas se habían puesto de pie y la estridencia de sus gritos agudos me penetraba como un cuchillo. El aire parecía vibrar al grito de:

—¡Mátalo!

Me volví y lentamente caminé hasta el centro del ruedo.

Permanecí de pie con la arena hasta los tobillos, cubierto de sudor y polvo, con la espalda ensangrentada por los latigazos de la carrera de la roca y el costado herido por el cuerno del yugo de Kron. Permanecí inmóvil.

La ira de los espectadores no tenía límites.

Ahora que me encontraba en el centro del ruedo solo y silencioso, con un aire ausente, aparentando no escuchar, aquellos cientos o más bien miles de mujeres que llevaban máscaras plateadas comprendieron que allí había alguien que no se doblegaría a su voluntad. Que el ser que se hallaba solo de pie frente a ellas les había arruinado la fiesta. De pie, chillando, amenazando con sus puños plateados, arrojaban sobre mí su furia y frustración. La ira estridente de estos seres enmascarados no parecía tener límites, parecía rayar en la histeria o la demencia.