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Apenas el tarn sintió mi peso, gritó una vez más y con una explosión de sus anchas alas levantó el vuelo y enseguida ganó altura, describiendo círculos vertiginosos. Algunas lanzas cayeron lentamente, describiendo una parábola debajo nuestro sobre la coloreada arena del ruedo. Se escucharon gritos de ira, cuando las máscaras de plata de Tharna se empezaron a dar cuenta que la presa se les escapaba, que los espectáculos habían fracasado.

No tenía posibilidad de guiar al tarn a mi voluntad. Generalmente este ave es conducida con la ayuda de arreos. Se le pasa un aro alrededor del cuello, el que, a intervalos regulares, lleva seis riendas. Éstas pasan al aro que está firmemente sujeto a la silla. Presionando las riendas se logra conducir al animal; pero yo carecía tanto de silla como de riendas y ni siquiera tenía un aguijón de tarn, sin el cual la mayor parte de los tarnsmanes ni se atreven a aproximarse a sus salvajes cabalgaduras.

Esto último no me preocupaba seriamente, ya que muy rara vez había utilizado este instrumento. Al principio lo usaba poco, pues temía que el efecto de su cruel estímulo pudiera menguar si lo aplicaba con excesiva frecuencia; finalmente dejé de emplearlo por completo, y sólo lo llevaba conmigo para poder defenderme en caso de que el ave, particularmente si estaba hambrienta, se volviera contra mí. En efecto: se sabía que en caso de pasar mucha hambre los tarns devoraban a sus propios dueños, y no es raro que, cuando buscan alimento, ataquen a un ser humano con la misma avidez que dedican al antílope amarillo, el tabuk, su presa favorita, o al maligno y corpulento bosko, un buey salvaje de larga y enmarañada pelambre, que se encuentra en las llanuras goreanas. En mi opinión, el aguijón de tarn, al menos con mi monstruo, no mejoraba sino, por el contrario, perjudicaba su actuación.

Vi como se iban empequeñeciendo las torres de Tharna y el óvalo brillante del ruedo debajo de las alas del tarn. Me colmaba el sentimiento de exaltación que había experimentado en mi primer vuelo con este animal. Más allá de Tharna y sus parajes sombríos, divisé los verdes campos de Gor, los bosques de árboles amarillos de Ka-la-na, la superficie resplandeciente de un plácido lago y allí arriba el cielo azul que me atraía.

—¡Estoy libre! —grité.

Pero al emitir esta exclamación sabía para mis adentros, que esto no era cierto y la vergüenza me hizo arder las mejillas. Porque ¿cómo podía estar libre si otros tenían que seguir viviendo cautivos en aquella ciudad gris?

Allí estaba, por ejemplo, la muchacha, la cálida Linna que me había ayudado, cuyo pelo color castaño estaba anudado con un tosco cordón y que llevaba el collar gris de una esclava estatal de Tharna. Ahí estaba Andreas de Tor, de la Casta de los Cantores, joven, valiente, indomable, un hombre que prefería morir antes que matarme, condenado a los espectáculos o a las minas de Tharna. Y tantos otros, libres o uncidos a un yugo esposados o no, en las minas y en las Grandes Granjas, en la ciudad misma. Y todos ellos sufrían bajo el poder de Tharna y de sus leyes, aplastados por el peso de las tradiciones de la ciudad, seres humanos que sabían que lo mejor que podía sucederles en su vida era cuando, al final de una ardua jornada de trabajo, recibían una escudilla de Kal-da.

—¡Tabuk! —le grité al gigante emplumado—. ¡Tabuk!

El tabuk es el antílope goreano más común, un animal pequeño y gracioso, de color amarillo y provisto de un solo cuerno, que habita las espesuras de Ka-la-na del planeta, y que a veces se interna cautelosamente en las praderas en busca de sal y bayas. El tabuk es una de las presas favoritas del tarn.

El tarnsman emplea el grito de “tabuk” en vuelos largos cuando el tiempo es precioso, y desea que el tarn cace sin necesidad de desmontar. Si divisa en los campos un tabuk o cualquier otro animal que suela servir de alimento al ave, grita “tabuk”.

Es la señal para que el tarn emprenda la caza. Da el zarpazo, devora su presa y prosigue el vuelo, sin que el tarnsman tenga que apearse en ningún momento. Era la primera vez que yo exclamaba “tabuk”; pero mi tarn seguramente estaba bien amaestrado por los criadores de tarns de Ko-ro-ba y tal vez reaccionaría frente a la orden, aprendida hacía tantos años. Por mi parte, siempre había puesto en libertad a mi tarn cuando se disponía a cazar. Sentía que era conveniente que el animal pudiera descansar de vez en cuando, y además, para ser sincero, no sentía muchos deseos de presenciar las comilonas del animal.

Advertí con alegría que el gran tarn negro no tardó en describir largos círculos, como si me lo hubiera entregado el criador un día antes. Realmente era el tarn de los tarns; mi Ubar de los cielos.

Me había decidido por llevar a cabo un plan desesperado, que me ofrecía muy pocas perspectivas de éxito, a menos que el tarn trabajara a mi favor. Sus ojos malignos brillaban examinando el suelo, la cabeza y el pico estaban extendidos, las alas apenas se movían mientras que, describiendo amplios círculos, volaba sobre las grises torres de Tharna, perdiendo cada vez más altura.

Sobrevolamos el ruedo de Tharna en el que aún reinaba el bullicio de las multitudes furiosas. Las tribunas seguían llenas de personas, a la espera que la dorada Tatrix abandonara la primera el escenario de las macabras diversiones de la ciudad gris.

En medio de la muchedumbre descubrí allí abajo, en la distancia, la vestidura dorada de la Tatrix.

—¡Tabuk! —exclamé— ¡Tabuk!

El gran animal de rapiña giró hábilmente en su vuelo. Se detuvo con el sol a sus espaldas. Sus garras armadas de acero colgaban como ganchos. Inmóvil, parecía estremecerse en el aire y luego levantó las alas, que me envolvieron casi por completo y no se movió más.

La caída fue tan suave y silenciosa como la de una piedra, como cuando se abre una mano. Me aferré violentamente al ave. Sentía el corazón en la boca. Las tribunas, repletas de vestiduras y máscaras, parecían venírseme encima.

Debajo de nosotros se oían gritos estridentes de terror. Allí abajo se notaba una gran agitación en las vestiduras relucientes de las máscaras de plata; las mujeres de Tharna, sedientas de sangre hasta hacia pocos minutos, huían ahora presas de terror, corrían para salvar sus vidas, se atropellaban unas a otras, se arañaban y forcejeaban, saltaban sobre los bancos, e inclusive se arrojaban por encima de la muralla a la arena del ruedo.

En un instante, que debió ser el más terrible de su vida, la Tatrix de Tharna se encontró sola delante de su trono, abandonada por todos, de pie en medio de los almohadones y platos con dulces desparramados. Miraba hacia arriba. Un grito salvaje resonó detrás de la dorada máscara plácida e inexpresiva. Las mangas doradas de su vestidura, las manos protegidas por guantes de oro, se alzaron y cubrieron su rostro. Por una fracción de segundo pude ver sus ojos detrás de la máscara y leer en ellos un temor histérico.

El tarn atacó a su presa.

Las garras reforzadas de acero se cerraron como ganchos poderosos alrededor del cuerpo de la Tatrix. Durante un instante, mi animal se mantuvo quieto, extendiendo la cabeza y el pico, batiendo las alas, con la presa entre las garras, profiriendo el terrible grito de captura del tarn, un grito de triunfo y desafío.

La Tatrix no estaba siquiera en condiciones de gritar.

El ave gigantesca batió las alas y levantó el vuelo delante de todos los espectadores, se alzó por encima de las tribunas del ruedo, de las torres y los muros de Tharna y partió rumbo al horizonte. El reluciente cuerpo de la Tatrix pendía de sus garras.

15. Cerramos un trato

El grito de “tabuk” es la única palabra ante la que, gracias al adiestramiento, un tarn reacciona. Todas las demás indicaciones se le trasmiten a través de las riendas y el aguijón. Me reproché amargamente el no haber acostumbrado al ave a responder a otras órdenes verbales. En mi estado actual, desprovisto de riendas y de silla de montar, tal adiestramiento me hubiera resultado muy valioso.