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Entonces, súbitamente, se me ocurrió una idea. Cuando llevé a Talena de Ar a Ko-ro-ba, la había iniciado durante el vuelo en los secretos de las riendas, para ayudarle, al menos mientras yo estuviera a su lado, a aprender a dominar al monstruo.

Cada vez que había sido necesario cambiar el rumbo le había gritado qué riendas debía utilizar: “¡Primera rienda! ¡Sexta rienda!”. Ella tiraba entonces de la rienda correspondiente. Esa había sido la única conexión entre la voz humana y la posición de las riendas en el collar que mi tarn conocía. Naturalmente, era imposible que el ave aprendiera en tan poco tiempo. Por otra parte, tampoco había sido ésta mi intención, ya que sólo había hablado pensando en Talena. Y aun si al ave se la hubiera adiestrado en tan poco tiempo, no era posible que todavía recordara aquella enseñanza casual, ocurrida hacía más de seis años.

—¡Sexta rienda! —exclamé.

La gran ave se desvió hacia la izquierda y comenzó a ascender levemente.

—¡Segunda rienda! —exclamé, y el animal giró hacia la derecha, continuando el ascenso.

—¡Cuarta rienda! —grité, y el ave comenzó a descender, disponiéndose a aterrizar.

—¡Primera rienda! —exclamé riendo, fuera de mí de gozo, y el gigante emplumado, el titán de Gor, rápidamente ganó altura.

Me callé y el ave terminó su ascenso, mientras sus alas batían el aire con grandes golpes rítmicos. Vi cómo los pasangs se deslizaban velozmente a mis pies, y cómo Tharna desaparecía a la distancia.

Espontáneamente, sin pensarlo, eché los brazos alrededor del cuello del animal y lo estreché cariñosamente. El ave prosiguió su vuelo imperturbablemente, sin hacer caso de mí. Me reí y le di dos palmadas en el cuello. Naturalmente era sólo uno de los animales de ese planeta, pero yo lo quería.

Deben perdonarme si les digo que en ese momento me sentía feliz, un poco extraño dadas las circunstancias. Pero yo sentía como un tarnsman, y un tarnsman me comprendería. Conozco pocas sensaciones tan magníficas y divinas como compartir el vuelo de un tarn.

Y yo era un tarnsman, era uno de esos hombres que prefería la silla de montar de uno de esos feroces titanes al trono de un Ubar.

Se dice que si uno ha sido alguna vez un tarnsman, ya no puede prescindir de estos pájaros gigantescos, y creo que esto es cierto. Uno es consciente de que debe dominar al tarn o de lo contrario, será devorado por él. Se sabe que se trata de un animal libre y maligno. Todo tarnsman sabe que su animal puede volverse contra él en cualquier momento, de forma inesperada. Y a pesar de todo no elige otra vida. Una y otra vez monta al ave con alegría en su corazón, tira de la primera rienda y, con un grito, urge al monstruo para que levante el vuelo. Más que todo el oro del mundo, por encima de los innumerables cilindros de Ar valora aquellos momentos sublimes, solitarios en las alturas, en los que, expuesto al viento, él y el ave se encuentran unidos como si fueran un solo ser. Diré para concluir que me sentía gozoso de volver a montar mi tarn.

Por debajo del ave se oyó de pronto un gemido fuerte, tembloroso, un sonido incontrolado de desamparo, proveniente de la presa dorada sostenida por sus garras.

Me recriminé haber sido tan inconsciente. Mi alegría al sentirme de nuevo volando me había hecho olvidar completamente a la Tatrix. ¡Qué terrible debía haberle parecido a ella nuestro viaje de cientos de metros sobre las llanuras de Tharna, presa en las garras del animal, sin saber si en cualquier momento no la arrojarían al vacío o la llevarían a cualquier peñasco donde sería desgarrada por el pico monstruoso y las terribles garras del tarn!

Me volví para ver si me perseguían. Los perseguidores no podían dejar de aparecer a pie o sobre tarns. Tharna no mantenía una gran caballería de tarns, pero seguramente lanzaría al menos algunos escuadrones de tarnsmanes para rescatar y vengar a la Tatrix. El hombre de Tharna, que desde su nacimiento está educado de tal modo que se considera un ser inferior e indigno, y en el mejor de los casos, un torpe animal de carga, no es casi nunca un buen tarnsman Sin embargo yo sabía que había tarnsmanes en Tharna, buenos jinetes, pues el nombre de esta ciudad gozaba de respeto entre las aguerridas y hostiles ciudades goreanas. Sus tarnsmanes serían mercenarios u hombres como Thorn, Capitán de Tharna que, a pesar de su educación, habían conservado cierta altivez y un mínimo de orgullo de casta.

Oteé el cielo en vano. Todavía no se advertía ninguna de las pequeñas manchas que me hubieran indicado que otros tarns hubiesen partido de Tharna. El cielo estaba azul y vacío. Hacía rato que el último tarnsman debía haber alzado el vuelo, pero yo no vi nada.

Mi presa dorada lanzó otro gemido.

A unos cuarenta pasangs de distancia divisé algunos picos rocosos que se elevaban en una gran llanura llena de flores de talendro, una delicada flor de pétalos amarillos, con la que las jóvenes goreanas suelen hacer guirnaldas.

Al cabo de unos diez minutos nos hallábamos encima de la formación rocosa.

—¡Cuarta rienda! —grité.

El monstruo contuvo su vuelo, moderó la velocidad con sus alas y al final se posó suavemente sobre una de las elevaciones. Una arista rocosa desde la cual se podía contemplar el paisaje en muchos pasangs a la redonda, un lugar sólo accesible a un tarn.

Salté del lomo del monstruo y me apresuré a colocarme junto a la Tatrix para protegerla, en caso de que el tarn quisiera saciar su hambre inmediatamente. Arranqué las garras encorvadas del cuerpo de la mujer, hablándole al tarn y empujando sus patas hacia un costado. El ave parecía confundida. ¿Acaso no la había incitado al grito de tabuk? ¿Acaso no se le permitiría comer lo que había cazado? ¿No era ésta su presa?

Empujé al tarn hacia atrás alejándolo de la joven y la tomé en mis brazos. La apoyé cuidadosamente contra la roca escarpada, lejos del precipicio. El peñasco donde nos encontrábamos tenía aproximadamente seis metros de ancho y el mismo largo; uno de esos lugares que el tarn elige para hacer su nido.

Me coloqué entre la Tatrix y el ave carnicera y exclamé:

—Tabuk.

El ave comenzó a avanzar hacia la muchacha que se puso de rodillas, apoyándose contra la roca y lanzando un grito.

—Tabuk —exclamé de nuevo, tomando en mi mano el gran pico del ave y volviéndolo de costado hacia los campos que se hallaban a nuestros pies.

El ave pareció vacilar. Con un movimiento casi cariñoso tocó mi cuerpo con su pico.

—Tabuk —dije tranquilamente, señalando una vez más la campiña.

Con una última mirada a la Tatrix, el ave apartó la vista de nosotros y se colocó junto al borde del precipicio. Con un movimiento rápido y brusco de sus alas se lanzó al espacio. Su enorme sombra era un mensaje de terror para toda presa que se hallara en las proximidades.

Me volví hacia la Tatrix.

—¿Estás herida? —pregunté.

A veces un tarn ataca tan violentamente a su presa que rompe su columna. Era un riesgo que yo había decidido correr, ya que no me quedaba otra alternativa. Con la Tatrix como rehén estaba en condiciones de negociar con Tharna. Probablemente no lograría reformar las inflexibles costumbres de la ciudad, pero esperaba obtener la libertad de Linna y de Andreas, y quizá podría hacer algo por los pobres seres que había conocido en el ruedo. Seguramente no era éste un precio demasiado elevado por la devolución de la Tatrix.

La Tatrix se incorporó con dificultad.

Era costumbre en Gor que una mujer cautiva se arrodillara ante su dueño, pero ella, con todo, era una Tatrix, de modo que no insistí en ese detalle. Llevó sus manos, que todavía vestían los guantes de oro, a la máscara dorada, como si lo que más temiera fuera que la protección metálica ya no estuviera en su sitio. Sólo después de esto sus manos se dispusieron a alisar y arreglar la vestimenta desgarrada. Yo sonreí. Las garras agudas del ave habían despedazado la tela y el viento la había terminado por reducir a harapos. Altaneramente se ajustó aún más la vestidura, cubriéndose lo mejor que pudo. A pesar de la máscara que brillaba fría y metálicamente como siempre, llegué a la conclusión de que la Tatrix podía ser una mujer hermosa.