—No —dijo orgullosamente—, estoy ilesa.
Esa era exactamente la respuesta que yo había esperado, a pesar de las contusiones y cortes que sufriera y seguramente de los dolores que sintiera.
—Estás dolorida —le dije—, pero sobre todo sientes frío y estás entumecida por falta de circulación.
La observé:
—Luego te dolerá más aún.
La máscara me miró inexpresivamente.
—También yo —proseguí— pendí una vez de las garras de un tarn.
—¿Por qué el tarn no te mató en el ruedo? —preguntó.
—Porque es mi tarn —dije.
¿Qué más le podía decir? El hecho de que no me hubiera matado me resultaba casi tan inconcebible como a ella, dada la naturaleza de estas aves. Si no hubiera sabido más respecto a los tarns, habría supuesto que sentía algún afecto por mí.
La Tatrix miró a su alrededor y examinó el cielo.
—¿Cuándo regresa? —susurró. Yo sabía que si existía algo que lograba aterrorizar a la Tatrix era el tarn.
—Pronto —dije—. Esperemos que allí abajo encuentre alimento.
La Tatrix se estremeció.
—Si no halla una presa —dijo—, volverá furioso y hambriento.
—Así es —asentí.
—Entonces intentará resarcirse con nosotros —dijo.
—Quizá —respondí.
Finalmente le brotaron las palabras de forma lenta, cuidadosa.
—Si no caza ningún animal —dijo—, ¿dejarás que tu tarn me devore?
—Sí —dije.
Profiriendo un grito de terror, cayó de rodillas delante de mí y extendió los brazos en actitud suplicante. Lara, la Tatrix de Tharna, estaba tendida a mis pies, en actitud suplicante.
—Si no te portas bien —añadí.
Se incorporó llena de furia:
—Te has burlado de mí —exclamó—. Me llevaste a adoptar la actitud de una cautiva.
Yo sonreí.
Extendió el puño enguantado para pegarme. La cogí de la muñeca, inmovilizándola. Observé que los ojos detrás de la máscara eran azules. Le permití que se liberara. Corrió hacia la roca, contra la cual se apoyó dándome la espalda.
—¿Te divierto? —preguntó.
—Lo siento.
—Soy tu prisionera, ¿no es cierto? —preguntó desafiante.
—Sí.
—¿Qué piensas hacer conmigo? —preguntó, mientras seguía dándome la espalda.
—Te venderé a cambio de una silla de montar y armas —respondí. Pensé que convenía alarmar a la Tatrix para favorecer mis posibilidades en cuanto a la negociación.
La Tatrix comenzó a temblar de rabia y de miedo. Furiosa se volvió hacia mí con los puños cerrados.
—¡Nunca! —gritó.
—Lo haré si ése es mi deseo —respondí.
La Tatrix me miró temblando de rabia. Apenas pude barruntar el odio que la devoraba detrás de la plácida máscara dorada. Finalmente volvió a hablarme. Sus palabras caían como gotas de ácido.
—Bromeas —dijo.
—Quítate la máscara —sugerí—, para que pueda juzgar mejor qué beneficios me reportarás en el mercado de esclavos de Ar.
—¡No! —gritó, y sus manos se aferraron a la máscara dorada.
—Tengo la impresión de que solamente con la máscara podría adquirir un buen escudo y una lanza.
La Tatrix rió amargamente:
—Podrías comprar un tarn por su valor —dijo.
Me di cuenta de que ella no sabía si yo realmente estaba hablando en serio. Pero para mis planes era importante que se creyera en peligro, que pensara que yo efectivamente me atrevería a vestirla como a una esclava y a colocarle un collar.
Se rió, poniéndome a prueba. Cuidadosamente levantó el bajo desgarrado de su vestimenta.
—Mira —dijo con irónica desesperación— con los míseros harapos que me cubren seguramente no te darían mucho por mí.
—Eso es cierto —respondí.
Ella se rió.
—Sin vestidos, aumentará tu precio —añadí.
Esta respuesta escueta pareció sobresaltarla. Advertí que ya no se sentía segura. Resolvió jugar su triunfo. Se incorporó en forma altanera e insolente. Su voz era fría, cada palabra un cristal de hielo:
—No osarías venderme.
—¿Por qué no? —pregunté.
—Porque soy la Tatrix de Tharna.
Y diciendo estas palabras, echó la cabeza hacia atrás y su desgarrado vestido dorado envolvió su silueta esbelta.
Levanté una piedra y la arrojé al precipicio, mirando cómo caía al abismo. Observé las nubes que se deslizaban por el cielo oscurecido y escuché el viento que silbaba entre los peñascos solitarios. Luego me volví hacia la Tatrix.
—Eso sólo contribuirá a elevar tu precio.
La Tatrix parecía aturdida. Su orgullo se había desvanecido.
Con voz débil preguntó:
—¿Realmente me venderías como esclava?
La miré sin responderle.
Sus manos palparon la máscara:
—¿Me quitarían la máscara?
—Y tu ropa.
Retrocedió asustada.
—Simplemente serás una esclava más entre las demás esclavas, ni más ni menos que las otras.
Le costó pronunciar las palabras:
—¿Sería exhibida en el mercado?
—Naturalmente —respondí.
—¿Completamente desnuda?
—Quizá te permitan llevar esposas —exclamé irritado.
La Tatrix parecía a punto de desmayarse.
—Sólo un imbécil —dije— compraría una esclava vestida.
—No..., no —balbuceó.
—Es la costumbre.
Había retrocedido y ahora su espalda rozaba el duro granito de la roca. Le temblaba la cabeza. Aunque la plácida máscara no manifestara ninguna emoción, el cuerpo de la Tatrix delataba la desesperación que se había apoderado de ella.
—¿Serías capaz de hacer algo semejante? —preguntó en un susurro estremecido.
—Antes de que anochezca dos veces —dije—, te encontrarás desnuda en el cepo de Ar y serás vendida al mejor postor.
—No, no —gimió. Su cuerpo atormentado no la sostuvo más. Cayó sobre la roca de forma lastimosa y comenzó a llorar.
Yo no había contado con esto, y tuve que resistir la tentación de correr junto a ella y consolarla, de decirle que no iba a lastimarla, que no corría peligro. Pero pensé en Linna y en Andreas, y en los pobres esclavos utilizados en los espectáculos y me contuve. Más aún, al pensar en la Tatrix y sus crueldades, en todo lo que había hecho, me preguntaba si no convenía venderla realmente en el mercado de esclavos de Ar. Seguramente en los Jardines de Placer de un tarnsman sería más inofensiva que sobre el trono de Tharna.
—Guerrero —dijo y alzó lastimosamente la cabeza—. ¿Tu venganza tiene que ser tan terrible?
Sonreí para mis adentros, pues esto ya sonaba como si la Tatrix estuviera dispuesta a negociar.
—Tú me has tratado de una manera muy injusta —dije severamente.
—Pero si sólo eres un hombre, sólo un animal.
—También yo soy humano —le dije.
—Dame mi libertad —rogó.
—Me has uncido a un yugo —respondí—. Me has hecho azotar. Me condenaste a los espectáculos del ruedo. Quisiste que el tarn me devorase —me reí—. ¡Y ahora me suplicas que te deje en libertad!
—Te pagaré mil veces lo que conseguirías en el mercado de esclavos de Ar —rogó.
—Ni siquiera si multiplicaras por mil el precio que consiguiera en el mercado de esclavos de Ar, ello alcanzaría para aplacar mis sentimientos de venganza. Serás vendida como esclava.
La Tatrix empezó a gemir.
Me pareció que había llegado el momento propicio.
—Y además —agregué—, no sólo me maltrataste a mí, sino también esclavizaste a mis amigos.
La Tatrix se incorporó; ahora estaba arrodillada.
—¡Los liberaré! —exclamó.
—¿Puedes modificar las leyes de Tharna? —pregunté.
—Lamentablemente no, ni siquiera yo puedo hacerlo, pero puedo liberar a tus amigos. Y lo haré. Mi libertad por la de ellos.
Simulé estar reflexionando sobre este asunto.
Ella se levantó de un salto.