Andreas de Tor, que se encontraba encadenado junto a mí, lo señaló:
—Por este agujero —dijo— se inunda la cámara.
Yo asentí y me recliné contra la pared húmeda y sólida. Me pregunté cuántas veces, bajo la tierra de Tharna, se habrían inundado estos calabozos, cuántos pobres desgraciados habrían sucumbido ya en las trampas subterráneas. No me extrañaba, entonces, la excelente disciplina que reinaba en las minas de Tharna. Me enteré que hacía apenas un mes un prisionero había causado alboroto en una mina cercana. A consecuencia de esto el administrador había decidido inundar toda la mina. No me sorprendía, pues, que los prisioneros pensaran con horror en la mera idea de resistirse.
Andreas dijo:
—Para quienes están hartos de la vida este lugar ofrece muchas conveniencias.
—Sin lugar a dudas —asentí.
Me dio una cebolla y una corteza de pan:
—Come —dijo.
—Gracias —respondí y comencé a masticar.
—También tú aprenderás a disputar el pan como los demás.
Antes de que nos hubieran introducido en la celda, afuera, en una cámara ancha, rectangular, dos guardianes habían arrojado pan y cebollas a un comedero sujeto a la pared. Los prisioneros se habían echado encima del alimento como animales, chillando, blasfemando, empujando, tratando de llegar hasta él y agarrar todo lo que pudieran antes de que se acabara la comida. Con repugnancia me había apartado de esta triste disputa, a pesar que mi cadena me había arrastrado hasta el borde del comedero. Pero Andreas tenía razón: algún día tendría que acercarme al comedero, porque yo no deseaba morir y no podía continuar dependiendo de la caridad de Andreas.
Sonreí y me pregunté por qué nos importaba tanto la vida a mí y a mis compañeros. ¿Por qué elegíamos vivir? Quizá esta pregunta fuera tonta, pero allí en las minas no me pareció así.
—Tenemos que trazar un plan de evasión —le dije a Andreas.
—Cállate, imbécil —chilló una voz aterrorizada a cierta distancia.
Era Ost de Tharna que, al igual que Andreas y yo, había sido enviado a las minas.
Ost me odiaba, ya que por alguna razón me culpaba de su triste suerte. Había desparramado el mineral que yo, apoyado sobre mis manos y rodillas, había extraído de los estrechos pozos de la mina. Por dos veces robó el mineral que yo había acumulado, colocándolo en el saco de lona que cada esclavo llevaba colgado del cuello. El del látigo me había castigado por no contribuir adecuadamente a la entrega diaria correspondiente a la comunidad encadenada, a la que yo pertenecía.
Si la cantidad de entrega no era satisfactoria, los esclavos no cenaban. Si durante tres días consecutivos no producían su cuota, se los llevaba a latigazos hasta la celda alargada, se cerraba la puerta y se inundaba el lugar. Muchos esclavos me miraban con poca simpatía, quizás porque la cuota había sido aumentada el día en que me sumé a la cadena. Supuse también que esa no había sido una mera coincidencia.
—Yo te delataré —susurró Ost— por planear una huida.
A la media luz procedente de las dos pequeñas lámparas de tharlarión colocadas en los extremos de la cámara, vi que el hombre de figura recia que se encontraba al lado de Ost colocó, sin mediar palabra, la cadena que ceñía su muñeca alrededor del flaco cuello de éste. La cadena iba apretando el cuello y Ost trató inútilmente de liberarse de ella. Sus ojos parecían salírsele de las órbitas.
—Tú no delatarás a nadie. —Dijo una voz que yo reconocí inmediatamente.
Pertenecía al robusto Kron de Tharna, de la Casta de los Metalistas, a quien yo había perdonado la vida en el ruedo de Tharna durante las Luchas de Bueyes. La cadena apretaba cada vez más el cuello de Ost, quien comenzó a temblar convulsivamente.
—No lo mates —le dije a Kron.
—Como quieras, Guerrero —respondió Kron y dejó caer al asustado Ost, liberándolo rudamente de la cadena. Ost yacía sobre el suelo húmedo con las manos en la garganta y respirando con dificultad.
—Parece que tienes un amigo —comentó Andreas de Tor.
Con un fuerte ruido de cadenas y un violento movimiento de sus anchos hombros, Kron se acomodó lo mejor que pudo. Al cabo de unos pocos segundos su respiración tranquila indicó que se había dormido.
—¿Dónde está Linna? —pregunté a Andreas.
—En una de las Grandes Granjas de Tharna —dijo—. No he podido ayudarla.
Su voz sonaba triste, cosa poco frecuente en él.
—Nosotros mismos no hemos podido ayudarnos —dije.
Se hablaba poco en la celda, pues los hombres quizá tenían poco que decirse, y además quedaban agotados por el esfuerzo de una jornada de trabajo. Estaba reclinado con la espalda en el muro húmedo y escuchaba los sonidos que delataban el sueño de mis compañeros.
Me hallaba lejos de los Montes Sardos, lejos de los Reyes Sacerdotes de Gor. No había podido ayudar ni a mi ciudad, ni a mi adorada Talena, ni a mis amigos, ni a mi padre. Ni siquiera dos piedras volverían a juntarse jamás. El enigma de los Reyes Sacerdotes, de su voluntad cruel e incomprensible, no se revelaría. Su secreto quedaría bien guardado y yo moriría, tarde o temprano, víctima de los azotes o del hambre, en esta negra galería de minas.
Tharna tiene quizás cien o más minas, cada una mantenida por su propia cadena de esclavos. Las galerías de estas minas se extienden interminablemente, a través de los ricos yacimientos de minerales, en los que se basa la riqueza de esta ciudad. En la mayoría de los túneles ningún hombre puede mantenerse erguido. Muchos están mal asegurados. En el trabajo, el esclavo avanza apoyándose sobre sus manos y sus rodillas, que al principio sangran, hasta formar luego gruesas callosidades. Alrededor de su cuello cuelga un saco de lona en el que recoge los trozos de mineral que serán llevados a la balanza. El mineral se extrae con un pequeño pico de la roca. Unas lámparas diminutas proveen una luz débil.
La jornada de trabajo consta de quince horas goreanas. Teniendo en cuenta que el período de rotación de Gor alrededor del Sol es diferente del de la Tierra, equivalen más o menos a dieciocho horas terrestres. Los esclavos nunca salen a la superficie y una vez sumergidos en la fría oscuridad de las minas, jamás vuelven a ver la luz del sol. Cuentan con un único momento de alivio en su triste existencia: una vez al año, en el cumpleaños de la Tatrix, reciben una pequeña torta de miel y semillas de sésamo y un pequeño jarro de Kal-da. Un hombre, que se encontraba atado a mi misma cadena —poco más que un esqueleto sin dientes— se jactaba de haber tomado ya tres veces Kal-da en las minas. La mayoría no es tan afortunada. Las expectativas de vida de un esclavo de las minas, teniendo en cuenta su trabajo y su comida, oscilan generalmente entre los seis meses y un año, si no es muerto antes a latigazos.
Instintivamente fijé la mirada en el gran agujero redondo que se encontraba en el techo de nuestra estrecha celda.
A la mañana siguiente —si bien yo sólo sabía que era de mañana por las maldiciones de los esclavos del látigo, los latigazos, los gritos de los esclavos y el rechinar de las cadenas—, mis compañeros y yo salimos arrastrándonos de la celda y llegamos de nuevo al ancho espacio rectangular.
El comedero ya había sido llenado.
Los esclavos trataron de abrirse paso hacia los víveres, pero los echaron hacia atrás a golpe de látigo. Todavía no se había dado la orden que les franqueaba el paso.
Al esclavo del látigo, uno más entre los esclavos de Tharna, quien estaba a cargo de la cadena, le complacía su tarea. Aunque tampoco él volvería a ver la luz del día, por lo menos era quien sostenía el látigo, quien era el Ubar en este mundo macabro.
Los esclavos tenían los músculos tensos, los ojos fijos en el comedero. El esclavo alzó el látigo. Cuando lo bajara, ésta sería la señal de que los esclavos podían acercarse al comedero.
Se reflejaba placer en los ojos del esclavo del látigo, gozando de ese momento de suspense angustioso, causado por su brazo levantado. Gozaba de las miradas ávidas de los míseros y hambrientos esclavos.