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Y más adelante supe, a través de los esclavos de la comida, que esta revolución había comenzado a expandirse de una mina a otra, de forma tan secreta como la pisada de un larl. Pronto pude constatar que los esclavos que nos traían la comida ya no hablaban y supuse que se les había advertido que callaran. Sin embargo, sus rostros me delataban que en las minas llameaba una epidemia contagiosa de autoestima y nobleza. Allí, en ese mundo subterráneo de las minas, en la patria de los seres más bajos y degradados de toda Tharna, los hombres nuevamente podían mirarse a sí mismos y a los demás con satisfacción.

Decidí que había llegado la hora.

Esa noche, cuando se nos llevó a la celda alargada y se cerraron los cerrojos, me volví hacia los hombres.

—¿Quién de vosotros quisiera ser libre? —pregunté.

—Yo —dijo Andreas de Tor.

—Y yo —gruñó Kron de Tharna.

—Y yo —exclamaron otras voces.

Sólo Ost vaciló:

—Esas palabras están prohibidas —gimió.

—Tengo un plan —dije—; pero exige mucho valor y quizás perdamos la vida todos.

—No hay escapatoria en las minas —gimió Ost.

—¡Condúcenos, Guerrero! —dijo Andreas.

—En primer lugar —respondí—, debemos procurar que se inunde la cámara.

Ost lanzó un chillido de terror y el poderoso puño de Kron se cerró alrededor de su cuello y lo silenció. Ost se retorció en sus brazos.

—Cállate, serpiente —dijo el robusto Kron, y dejó caer a Ost, quien se arrastró hasta donde se lo permitió su cadena y, tembloroso, se apoyó contra la pared rocosa.

Su grito me había indicado lo que yo deseaba saber. Ahora estaba seguro de cómo lograr la inundación de la celda.

—Mañana por la noche —dije simplemente mirando a Ost— intentaremos evadirnos.

Al día siguiente, tal como yo había esperado, Ost tuvo un accidente. Parecía haberse lastimado el pie con el pico y suplicó al esclavo del látigo con tal vehemencia que éste lo soltó de la cadena, le colocó un collar alrededor del cuello y se lo llevó. Este habría sido un trato inusitadamente solícito de parte del esclavo del látigo, pero indudablemente se había dado cuenta de que Ost quería hablar a solas con él, que tenía que comunicarle algo sumamente importante.

—Deberías haberlo matado —dijo Kron de Tharna.

—No —respondí.

El hombre fornido me miró inquisitivamente y se encogió de hombros.

Aquella noche los esclavos que nos trajeron la comida venían acompañados por una docena de Guerreros.

Ost no volvió a ser encadenado:

—Su pie requiere cuidados —dijo el esclavo del látigo, mientras nos empujaba hacia la celda alargada.

Cuando se hubo cerrado la puerta de hierro y echado el cerrojo, oí la risa del esclavo.

Los hombres estaban abatidos.

—Sabes que esta noche se inundará nuestra celda —dijo Andreas de Tor.

—Sí —respondí. Él clavó en mí una mirada incrédula.

Llamé al hombre que se encontraba en el otro extremo de la cámara:

—Alcánzanos la lámpara —dije.

Cogí la lámpara y, acompañado a la fuerza por algunos otros esclavos, la coloqué bajo el gran agujero circular, de unos sesenta centímetros de ancho, por el cual el torrente de agua se derramaría sobre nosotros. La luz me reveló una reja, fijada a la piedra, a más o menos dos metros de altura. Desde no sé dónde allí arriba oímos el movimiento de una válvula.

—¡Levantadme! —exclamé.

Andreas y otro esclavo me levantaron sobre sus hombros dentro del pozo, cuyos muros eran lisos y viscosos Mis dedos resbalaron por ellos.

Encadenado como estaba, no pude alcanzar la reja.

Lancé una maldición.

Entonces Andreas y el otro esclavo parecieron crecer bajo mis pies. Otros esclavos se arrodillaron, permitiéndoles que se apoyaran en sus espaldas, elevándolos más. Mis manos encadenadas asieron la reja.

—¡La tengo! —exclamé—. Ahora tirad hacia abajo.

Andreas y el otro esclavo se dejaron caer y yo sentí en mis miembros el tirón de las cadenas que me sujetaban a los otros dos por las muñecas y los tobillos.

—¡Tirad! —exclamé.

Los cien esclavos de nuestra larga celda empezaron a tirar las cadenas. Mis manos comenzaron a sangrar, y la sangre goteaba sobre mi rostro levantado; pero no solté las barras de metal.

—¡Tirad!

Un hilo de agua corrió a lo largo de un costado del pozo.

La válvula se estaba abriendo.

—Tirad —grité de nuevo.

De pronto la reja cedió y me fui con ella al suelo, en medio de un estrépito de cadenas y metal.

Un torrente fluía por el pozo.

—El primero de la cadena —llamé.

Se oyó un rechinar de cadenas, y delante de mí se presentó un pequeño hombre rubio.

—Tienes que trepar —dije.

—¿Pero cómo? —preguntó perplejo.

—Apoya la espalda contra el muro del pozo —dije—. Usa tus pies.

—No puedo.

—¡Lo lograrás!

Su compañero de cadena y yo le levantamos y le alzamos dentro de la abertura. Escuchamos cómo se esforzaba, jadeante, por trepar, y cómo su cadena arañaba la piedra, mientras comenzaba el penoso ascenso centímetro tras centímetro.

—¡Me estoy resbalando! —gritó y cayó llorando delante de nuestros pies.

—Prueba otra vez —dije.

—No puedo —gimió histéricamente.

Le agarré por los hombros y le sacudí. —Tú eres un hombre de Tharna —dije—. Muéstranos lo que es capaz de hacer un hombre de Tharna.

Este era un desafío que pocos hombres de Tharna habían oído jamás.

Nuevamente lo levantamos al pozo.

Coloqué debajo de él al que ocupaba el segundo lugar en la cadena y al tercero debajo del segundo. El agua salía ahora por la abertura echando espuma; bajaba un chorro del grosor de un puño. En nuestra cámara el agua ya nos llegaba hasta los tobillos.

Entonces el primer hombre de la cadena sostuvo su propio peso, y el segundo le siguió, con un rechinar de cadenas, apoyado por el tercero, de pie sobre la espalda del cuarto, y así sucesivamente.

En un momento dado el segundo resbaló, arrastrando consigo al primero y al tercero, pero para entonces ya había muchos hombres en el pozo y el cuarto y el quinto no cedieron. El primero comenzó una vez más su penoso ascenso, seguido por el segundo y el tercero.

El agua debía ascender a unos sesenta centímetros en la celda, presionando hacia arriba, hacia el bajo techo, cuando yo seguí a Andreas al túnel. Kron era el cuarto hombre detrás de mí.

Andreas, Kron y yo nos encontrábamos ya en el túnel pero ¿qué sería de los desdichados que se hallaban detrás de nosotros en la cadena?

Miré hacia arriba, al túnel, a lo largo del cual trepaban los esclavos:

—Apresuraos —grité.

La corriente de agua parecía presionarnos hacia abajo, entorpeciendo nuestro progreso. Era como una pequeña catarata.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! —se oyó el grito ronco, aterrorizado de un hombre que aún se encontraba abajo.

El primer hombre de nuestra cadena había alcanzado ahora la fuente misma del agua, un segundo túnel. Oímos un repentino fluir de agua. Gritó asustado:

—¡Ahí viene un torrente enorme!

—¡Esforzaos! —grité a los que se encontraban encima y debajo de mí— ¡Arrastrad a los últimos hasta el túnel! ¡Sacadlos de la celda!

Pero mis últimas palabras se perdieron; una violenta catarata dio en mi cuerpo como un puño gigantesco y me dejó sin aliento. El torrente bramaba pozo abajo, e iba golpeando a los hombres como un martillo. Algunos perdieron pie y los cuerpos quedaron apretados en el pozo. No podíamos ver, ni respirar, ni movernos.

De repente el torrente cesó. Arriba, el hombre que regulaba la válvula debió de haberse impacientado, abriéndola por completo, o quizá ese torrente repentino podía interpretarse como un gesto de compasión, para ahogar lo más pronto posible a los supervivientes.