En cuanto recuperé el aliento, me sacudí el pelo mojado, apartándolo de la cara. Miré hacia arriba, a la húmeda oscuridad y grité:
—¡Seguid trepando!
Después de dos o tres minutos había alcanzado el túnel horizontal a través del cual el agua había sido arrojada al túnel vertical. Encontré a los esclavos que me precedían. Al igual que yo, también ellos estaban empapados y temblaban de frío pero estaban vivos. Sacudí al primero en el hombro.
—Bien hecho —dije.
—Soy de Tharna —respondió con orgullo.
Al fin, hasta el último hombre de nuestra cadena se encontraba en el túnel horizontal, aunque los últimos cuatro tuvieron que ser izados desde arriba. No daban señales de vida. No sabíamos cuánto tiempo habían estado debajo del agua.
Nos ocupamos de ellos, en la oscuridad, tres hombres de Puerto Kar, que eran expertos en tales cosas, y yo. Los otros esclavos esperaban pacientemente. Ni uno solo se quejaba, nadie nos urgía a apresurarnos. Finalmente los cuerpos inanimados reaccionaron y sus pulmones se abrieron para inhalar el aire húmedo y frío de la mina.
El hombre a quien yo había salvado se incorporó y me tocó el hombro.
—Somos de la misma cadena —dije.
Era una frase que habíamos generalizado, entre nosotros, en la mina.
—Venid —dije a los hombres.
Y conduciéndolos en doble fila nos arrastramos a través del túnel horizontal.
19. Revuelta en las minas
—No, no —había gritado Ost.
Lo habíamos encontrado junto a la válvula que vaciaba el depósito de agua en el calabozo de los esclavos, que se encontraba unos sesenta metros más abajo. Llevaba las ropas de un esclavo del látigo, como premio a su traición. Arrojó el látigo lejos de sí y trató de huir, agitando las piernas como un urt pero, fuera cual fuese la dirección que tomase, estaba rodeado por una cadena de hombres macilentos y furiosos, y cuando el círculo se cerró Ost se hincó de rodillas, temblando.
—No le hagáis daño —dije.
Pero la mano del fornido Kron de Tharna ya apretaba el cuello del traidor.
—Esto corre por cuenta de los hombres de Tharna —dijo. Sus ojos, de un azul acerado, se clavaron en las caras inflexibles de los esclavos encadenados.
También los ojos de Ost, semejantes a los de un urt aterrorizado, erraron implorantes de cara en cara. No halló compasión en los hombres que tenían la mirada fija en él, como si fueran de piedra.
—¿Ost pertenece a nuestra cadena? —preguntó Kron.
—¡No! —exclamó una docena de voces—. No pertenece a nuestra cadena.
—Sí —gritó Ost—, yo pertenezco a la cadena.
Miraba, con expresión de roedor, los rostros de sus compañeros esclavos.
—¡Llevadme! ¡Liberadme!
—Esas palabras merecen su castigo —dijo uno de los hombres.
Ost comenzó a temblar.
—Encadenadlo y dejadlo aquí —dije.
—Sí, sí —rogó Ost histéricamente y se echó a los pies de Kron—. ¡Hacedlo, señores!
Entonces intervino Andreas de Tor:
—Haced lo que dice Tarl de Ko-ro-ba. No manchéis nuestras cadenas con la sangre de esta serpiente.
—Muy bien —dijo Kron con excesiva tranquilidad—. No manchemos nuestras cadenas.
—Gracias, señores —dijo Ost, resoplando aliviado, y su rostro volvió a reflejar la expresión ladina que yo conocía tan bien.
Pero Kron le miraba y Ost palideció.
—Tendrás más suerte de la que nos has deparado a nosotros —dijo el fornido hombre de Tharna. Ost chilló aterrorizado.
Traté de adelantarme, pero los hombres de la cadena no se movieron de su lugar. Por consiguiente, no pude acudir en ayuda del traidor.
Quiso arrastrarse en dirección hacia mí, extendiendo las manos. Yo también extendí las mías; pero Kron le agarró y le echó hacia atrás.
El hombrecillo fue arrojado de esclavo en esclavo a lo largo de la cadena, hasta que el último hombre lo tiró cabeza abajo al pozo estrecho y negro por el que habíamos ascendido. Oímos cómo su cuerpo golpeó los muros del túnel una docena de veces, oímos su grito de horror que se extinguió lentamente y fue finalmente silenciado al caer su cuerpo en el agua, allí en lo más hondo.
Nunca se había vivido una noche semejante en las minas de Tharna.
Conduciendo la cadena de esclavos, que formaban una doble fila detrás de mí, corrimos a través de los pozos como si fuéramos una erupción de lava ardiente en el interior de la tierra. Armados únicamente con trozos de mineral y de los picos con los que extraíamos éste de los muros, tomamos por asalto los cuarteles de los esclavos del látigo y guardianes, quienes apenas tuvieron tiempo de asir las armas. Quienes no fueron muertos en las violentas luchas que, en gran medida se desarrollaron en la oscuridad de los túneles, fueron encadenados con grilletes y encerrados en las celdas de provisiones, y puede decirse que los hombres de la cadena no trataron con especial suavidad a sus antiguos opresores.
Poco después encontramos los martillos que nos liberarían de nuestras cadenas, y uno después de otro, pasamos junto al gran yunque donde Kron de Tharna, miembro de la Casta de los Metalistas, desprendió, con destreza, los aros de metal que sujetaban nuestras muñecas y tobillos.
—¡Al Pozo Central! —grité sosteniendo una espada que le había quitado a un guardián.
Un esclavo que solía traernos la comida se mostró sumamente dispuesto a guiarnos.
Por fin llegamos junto al Pozo Central.
Nuestra mina se abría al pozo a unos trescientos metros debajo de la superficie. Pudimos ver las poderosas cadenas que oscilaban en el centro del pozo, iluminadas por las pequeñas lámparas que estaban en la entrada de otras minas, encima de nosotros, y hasta bien arriba, inclusive, por el reflejo de la luz lunar. Los hombres se agolparon sobre la superficie del pozo, que se encontraba sólo a unos pocos centímetros debajo de la entrada a nuestra mina, ya que ésta era la más profunda de todas.
Miraron fijamente hacia arriba.
El hombre que se había vanagloriado de haber tomado Kal-da tres veces en las minas de Tharna rompió a llorar cuando contempló una de las tres lunas goreanas.
Envié a varios hombres para que treparan por la cadena hasta llegar arriba.
—Tenéis que proteger las cadenas. No deben ser cortadas.
Los hombres comenzaron a trepar, como si la rabia y la esperanza les hubieran prestado alas.
Me enorgullecí del hecho que nadie propusiera que los siguiéramos, nadie pidió que huyéramos antes que dieran la alarma.
¡No! Trepamos a la segunda mina.
¡Qué terribles fueron aquellos instantes para los guardianes y para los esclavos del látigo, en que de pronto se encontraron frente a nosotros, libres de cadenas e irresistibles, una avalancha de furor y venganza que caía sobre ellos! Dados, barajas, tableros y bebidas cayeron al suelo en las cámaras de los guardianes, cuando éstos y los esclavos del látigo alzaron su mirada y se encontraron con una cuchilla al cuello, acosados por hombres desesperados y condenados, de hombres ahora embriagados por el sabor de la libertad y decididos a liberar a sus compañeros de infortunio.
Se abrió una celda después de otra y los pobres esclavos fueron puestos en libertad, ocupando sus lugares los guardianes y esclavos del látigo, que sabían que la menor señal de resistencia les acarrearía una muerte rápida y sangrienta.
Liberamos una mina tras otra y los esclavos, renunciando a una pronta oportunidad de hallar su propia seguridad, se nos unieron penetrando en las minas superiores para liberar a sus compañeros de esclavitud. Esto sucedió como si respondiera a un plan preconcebido y, sin embargo, yo sabía que se trataba de una acción espontánea, de hombres que habían reconquistado el respeto de sí mismos, los hombres de las minas de Tharna.