Fui el último esclavo en abandonar las minas. Trepé por una de las gruesas cadenas hasta el enorme cabrestante que se encontraba encima del pozo, y me encontré en medio de cientos de hombres que me vitoreaban, libres de la carga de sus cadenas y cuyas manos empuñaban algún arma, aunque a veces sólo se tratara de un pedazo de roca o de unas esposas. Las figuras que me vitoreaban, muchas de las cuales estaban encorvadas y consumidas por las privaciones sufridas, me saludaron al resplandor de las tres lunas goreanas. Gritaban mi nombre y el de mi ciudad, sin ningún temor. Yo estaba de pie al borde del pozo y sentía sobre mi rostro el soplo frío del viento nocturno.
Me sentía feliz.
Me sentía orgulloso.
Miré la gran válvula con la cual se podían inundar todos los pozos y vi que estaba cerrada.
Me sentí orgulloso de que mis esclavos hubieran defendido la válvula, ya que en las proximidades había cuerpos de soldados muertos que se habían propuesto alcanzarla, pero me sentí aún más orgulloso al ver que los esclavos no habían abierto la válvula ahora, a pesar de saber que abajo, en los estrechos pozos y en las celdas, encadenados e indefensos, yacían sus opresores y enemigos mortales. Podía imaginar el terror de estos pobres seres que, encadenados, esperaban el lejano rumor del agua en los túneles; pero no escucharían ese ruido.
Me pregunté si entenderían que tal acción era indigna de una persona realmente libre, y que los hombres que habían triunfado en esta noche fría y ventosa, que habían combatido como larls en la oscuridad de los túneles, que no habían pensado en su propia seguridad sino en la liberación de sus compañeros, eran realmente hombres libres.
Salté sobre el cabrestante y levanté los brazos. A mis pies se abría la oscuridad del pozo central.
Todos callaron.
—Hombres de Tharna y de otras ciudades goreanas —exclamé—. ¡Sois libres!
Se oyó una gran exclamación de júbilo.
—La noticia de nuestras hazañas ya habrá llegado al palacio de la Tatrix —continué.
—¡Que tiemble la Tatrix! —exclamó Kron de Tharna violentamente.
—Reflexiona, Kron de Tharna —proseguí—, pronto los tarnsmanes abandonarán los muros de Tharna y la infantería vendrá a nuestro encuentro.
Se escuchó un murmullo de aprensión entre los esclavos liberados.
—Habla, Tarl de Ko-ro-ba —dijo Kron, usando el nombre de mi ciudad como si se tratara de una ciudad cualquiera.
—No tenemos ni las armas, ni el entrenamiento, ni los animales que necesitaríamos para hacer frente a los soldados de Tharna —dije—. Seríamos aniquilados, aplastados como urts. Por esta razón debemos dispersamos en los bosques y en las montañas, buscando protección donde podamos hallarla. Todos los soldados y guardianes de Tharna nos buscarán. Nos perseguirán los jinetes armados de lanzas que montan los grandes tharlariones y nos atravesarán con sus lanzas. ¡Nos traspasarán las flechas de los tarnsmanes!
—¡Pero moriremos libres! —exclamó Andreas de Tor, y cientos de voces hicieron eco a su grito.
—¡Y eso también vale para otros! —exclamé—. Debéis escondeos de día y avanzar durante la noche. ¡Debéis eludir a vuestros perseguidores y llevar la libertad a los demás!
—¿Acaso pretendes que nos convirtamos en guerreros? —preguntó una voz.
—Sí —exclamé. Tales palabras jamás habían sido pronunciadas en Gor—. En esta causa tenéis que ser guerreros, aunque pertenezcáis a la Casta de los Campesinos o de los Poetas, de los Metalistas o de los Talabarteros.
—Lo seremos —dijo Kron de Tharna, y blandió el poderoso martillo, con el que había destrozado nuestras esposas.
—¿Es ésta la voluntad de los Reyes Sacerdotes? —preguntó una voz.
—Si es la voluntad de los Reyes Sacerdotes —dije—, que se cumpla.
Luego volví a levantar las manos y de pie sobre el gran cabrestante encima del pozo, sacudido por el viento, con las lunas de Gor iluminándonos, exclamé:
—¡Y si no es la voluntad de los Reyes Sacerdotes, que igualmente se cumpla!
—Que así sea —resonó la voz de Kron.
—Que así sea —dijeron los hombres, primero uno, luego otro, hasta que finalmente se oyó un sobrio coro de asentimiento tranquilo pero poderoso, y yo sabía que en este rudo mundo los hombres nunca se habían expresado de esta manera hasta ese momento. Y me pareció extraño que esta rebelión, esta conformidad de hacer justicia tal como ellos la entendían, independientemente de la voluntad de los Reyes Sacerdotes, no había partido de los orgullosos Guerreros de Gor, ni de los Escribas, Constructores o Médicos u otras castas elevadas de las numerosas ciudades goreanas, sino de los hombres más degradados y despreciados, de los míseros esclavos de las minas de Tharna.
Permanecí allí contemplando la partida de los esclavos. Se alejaron silenciosos como sombras, al encuentro de su nueva vida como proscriptos, de un destino que los colocaba fuera de la ley y de las tradiciones de sus ciudades.
En silencio brotó de mis labios la frase de despedida goreana:
—Os deseo felicidad.
Kron se detuvo junto al pozo y yo me coloqué a su lado. El hombre fornido de la Casta de los Metalistas permanecía allí, los pies bien separados. Sostenía el poderoso martillo como si fuera una lanza. Vi que su pelo, que antes llevaba rapado, estaba ahora largo y enmarañado, de un color rubio desteñido, y sus ojos azul acero me parecieron más tiernos de lo que recordaba.
—Te deseo felicidad, Tarl de Ko-ro-ba —dijo.
—Y yo a ti lo mismo, Kron de Tharna —respondí.
—Pertenecemos a la misma cadena —dijo.
—Sí —contesté.
Luego se apartó, algo bruscamente según me pareció, y se perdió entre las sombras.
Ahora sólo Andreas de Tor permanecía a mi lado.
Echó hacia atrás su largo mechón de pelo negro, que recordaba al de un larl, y me sonrió. —Bueno —dijo—, ya probé las minas de Tharna y pienso que ahora probaré las Grandes Granjas.
—Que tengas suerte —dije.
Yo deseaba de todo corazón que encontrara a la dulce Linna de cabellos castaños, que llevaba ropas de esclava.
—¿Y adónde irás tú? —preguntó Andreas con aparente despreocupación.
—Debo saldar cuentas con los Reyes Sacerdotes —respondí.
—Ah —dijo Andreas y permaneció callado.
Nos miramos. Parecía triste, cosa poco frecuente en él.
—Yo te acompañaré —dijo.
Me sonreí, Andreas sabía tan bien como yo que nadie regresaba de los Montes Sardos.
—No —dije—. No creo que en las Montañas encuentres muchas canciones.
—Un poeta —respondió— busca sus canciones en cualquier parte.
—Lo siento, pero no puedo permitir que me acompañes.
Andreas puso sus manos en mis hombros:
—Escucha, guerrero tonto, mis amigos me importan aún más que mis canciones.
Traté de responderle bromeando; me hice el escéptico:
—¿Realmente perteneces a la Casta de los Poetas?
—Nunca más que en este momento —dijo Andreas—, pues ¿cómo podrían serme más importantes mis canciones que los asuntos que en ellas se cantan?
Me maravilló que dijera esto, pues sabía que el joven Andreas de Tor hubiera dado su brazo o años de su vida por una buena canción, digna de lo que había visto, sentido y amado.
—Linna te necesita —dije—. Debes buscarla.
Andreas de la Casta de los Poetas se encontraba indeciso delante de mí. Me miró con expresión atormentada.
—Te deseo felicidad, Poeta —le dije.
Asintió con la cabeza.
—Yo también te deseo felicidad —dijo—, Guerrero.
Quizás a los dos nos extrañara que entre miembros de castas tan diferentes pudieran existir tales lazos de amistad, pero tal vez también sabíamos, aunque no lo expresáramos, que en los corazones humanos las armas y las canciones nunca se hallan muy alejadas.
Andreas se había vuelto para irse, pero aún titubeaba, y dijo:
—Los Reyes Sacerdotes te estarán esperando.
—Naturalmente —dije.