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Andreas levantó la mano.

—Tal —dijo tristemente.

Me extrañó que dijera esto, ya que «Tal» es en Gor un saludo de bienvenida.

—Tal —dije, respondiendo a su saludo.

Pienso que quizás quiso saludarme una vez más; que creía que nunca más tendría ocasión de volver a hacerlo.

Andreas se había vuelto y desapareció.

Debo comenzar mi viaje a los Montes Sardos.

Tal como había dicho Andreas, me estarían esperando. Sabía que pocas cosas que sucedían en Gor escapaban al conocimiento de los Reyes Sacerdotes. El poder y saber de éstos supera tal vez la comprensión de los mortales o, como se decía en Gor, de los hombres que vivían a la sombra de las Montañas.

Se dice que la misma relación que hay entre nosotros y las amebas, es la que tienen los Reyes Sacerdotes en comparación con nosotros; que los vuelos más elevados y líricos de nuestro intelecto son, comparados con el pensamiento de los Reyes Sacerdotes, semejantes a las reacciones químicas de un organismo unicelular.

Había conocido de cerca el poder de los Reyes Sacerdotes, hacía años, en las montañas de New Hampshire, cuando inutilizaron la aguja de mi brújula, y después también en el valle de Ko-ro-ba donde había visto una ciudad aniquilada, como si fuera un descuido, como si alguien hubiera pisado un hormiguero.

Sí, yo sabía que el poder de los Reyes Sacerdotes que, según los rumores, inclusive llegaba a influir sobre el control de la gravedad, podía devastar ciudades, dispersar poblaciones enteras, separar amigos y amantes, causar una muerte horrible a quienquiera deseara. Y sabía, como todos los hombres de Gor, que su poder inspiraba terror a todo un mundo y que era irresistible.

En mis oídos resonaban aún las palabras del hombre de Ar, que se me apareció llevando las vestiduras de los Iniciados y que me había traído el mensaje de los Reyes Sacerdotes, hacía nueve meses en el camino a Ko-ro-ba:

—¡Quítate la vida con la espada, Tarl de Ko-ro-ba!

Pero yo sabía entonces como ahora, que no me mataría con la espada. Y sabía entonces también, que en lugar de ello iría a los Montes Sardos, que entraría en ellas y buscaría a los Reyes Sacerdotes.

Y que los encontraría.

En alguna parte, en medio de aquellas rocas escarpadas, ni siquiera accesibles a un tarn salvaje, ellos me esperaban. Esos dioses tan poderosos de un mundo tan rudo.

20. La barrera invisible

Yo sostenía una espada en la mano, la espada que le había quitado a un guardián de las minas. Era mi única arma. Antes de emprender mi largo viaje me pareció prudente completar mi equipo. La mayoría de los soldados que había luchado arriba, en el pozo, contra los esclavos, estaba ahora muerta o había huido. Y los muertos habían sido despojados de sus ropas, así como de sus armas, objetos que los esclavos harapientos y desarmados necesitaban urgentemente.

Sabía que no me sobraba tiempo, ya que los tarnsmanes de Tharna pronto se harían visibles ante las tres lunas para vengar lo ocurrido.

Examiné las bajas construcciones de madera levantadas alrededor de la mina. Casi todas habían sido forzadas por los esclavos, y su contenido había sido llevado o dispersado. En el depósito de armas no se veía ninguna espada, ninguna lanza, y los recipientes de alimentos habían sido vaciados hasta la última migaja.

En la oficina del Administrador de Minas, el hombre que en cierta ocasión había dado la orden: “¡Ahogadlos a todos!” Encontré un cadáver desnudo, desfigurado por los azotes. Ya había visto una vez a este hombre, cuando fui entregado por los soldados a su custodia. Era el Administrador de Minas en persona: el cuerpo cruel y corpulento estaba completamente destrozado.

De la pared colgaba una vaina de espada vacía. Tenía la esperanza de que el hombre hubiera tenido tiempo de blandir el arma antes de que los esclavos lo atacaran, pues, aunque no me resultaba difícil odiarlo, prefería que no hubiera muerto inerme.

En el tumulto que tuvo lugar en la oscuridad o al resplandor de la lámpara de tharlarión, los esclavos probablemente no habían visto la vaina o quizá no les interesó. La espada naturalmente había desaparecido. Pensé que la vaina podría serme útil y decidí llevármela.

Con el primer resplandor del amanecer que entraba por la ventana polvorienta pude comprobar que la vaina estaba adornada con seis piedras preciosas. Esmeraldas. Quizá no fueran particularmente valiosas, pero de todos modos eran dignas de ser conservadas.

Coloqué mi arma dentro de la vaina vacía, me puse el cinto a la espalda, pasándolo —según la costumbre goreana— sobre el hombro izquierdo.

Al abandonar la choza, oteé el cielo. Todavía no había rastros de tarnsmanes. Las tres lunas habían palidecido y parecían discos blancos en el cielo que se iba aclarando; el sol ya comenzaba a aparecer en el horizonte.

A la débil luz del amanecer se presentó ante mis ojos una escena plena de desolación y espanto. El mísero terreno de la mina, las barracas solitarias, el suelo pardusco y las rocas desnudas, estaban abandonadas, sólo pobladas por cadáveres. Entre los restos del saqueo —papeles, cartones desgarrados, muebles rotos, alambre— yacían los muertos en posición rígida, retorcida, con sus cuerpos desnudos, aplastados.

Pequeñas nubes de polvo, arrastradas por el viento, pasaban girando como animales que husmeaban los pies de los muertos. En una de las barracas se movía una puerta, golpeando a intervalos regulares.

Atravesé el terreno y recogí un casco que se encontraba medio escondido entre los residuos. Sus correas estaban rotas, pero era posible atarlas por los extremos. Los esclavos probablemente no lo habían visto.

Me había propuesto equiparme, pero tan sólo había encontrado una vaina de espada y un casco deteriorado, y pronto llegarían los tarnsmanes de Tharna. A paso de Guerrero, una especie de trote lento que puede mantenerse durante horas, abandoné el terreno de las minas.

Apenas había encontrado el refugio de una arboleda, cuando, a una distancia de algunos miles de metros detrás de mí, distinguí a los tarnsmanes de Tharna que, como enjambre de avispas, descendieron sobre la zona de las minas.

Tres días después volví a encontrar a mi tarn cerca de la Columna de los Canjes. Había visto su sombra y temía que se hubiera vuelto salvaje, pero me propuse vender cara mi vida. Sin embargo, el gran monstruo, mi gigante emplumado, que quizá había vagado durante semanas por las cercanías de la Columna, aterrizó en la llanura a unos treinta metros de distancia; sacudió sus grandes alas y vino a mi encuentro.

Precisamente ése había sido el motivo por el cual había regresado a la Columna: la esperanza de que el ave no se hubiera alejado de aquel lugar. El lugar era bueno para la caza y los picos rocosos a los que había llevado a la Tatrix ofrecían protección para su nido.

Cuando se me acercó y extendió su cabeza, me pregunté si podría ser cierto aquello que no me había atrevido a soñar, que el ave hubiera esperado mi retorno.

No ofreció la menor resistencia ni manifestó enojo cuando salté sobre su lomo y exclamé:

—¡Primera rienda!

A esta señal respondió levantando el vuelo, al tiempo que emitía un grito agudo; sus enormes alas resonaron como látigos y fue ganando rápidamente altura.

Cuando pasamos la Columna de los Canjes recordé que había sido allí donde fui traicionado por la entonces Tatrix de Tharna, y me pregunté qué habría sido de ella. Reflexioné también acerca de su traición, de ese odio extraño que sentía por mí, que parecía estar en desacuerdo con la joven solitaria, de pie junto al borde del peñasco contemplando serenamente las praderas de talendros, mientras un guerrero devoraba la presa de su tarn. Luego volví a enfurecerme al recordar su gesto imperioso, su orden insolente:

—¡Prendedlo!

Me decía a mí mismo que ella bien se merecía cualquier cosa que le hubiera ocurrido. Y sin embargo abrigaba la esperanza que quizás no hubiera sido destruida. Me preguntaba, también, qué venganza habría satisfecho el odio de Dorna la Orgullosa. Imaginé con dolor que posiblemente hubiera podido arrojarla a una fosa de ost o quemarla viva en aceite hediondo de tharlarión. Tal vez hubiera deseado arrojarla desnuda a las garras de las insidiosas plantas carnívoras de Gor o echarla de alimento a los urts que se encontraban en las mazmorras, en los sótanos de su palacio. Yo sabía que el odio de los hombres no podía compararse al odio de las mujeres y me preguntaba qué se necesitaría para aplacar la sed de venganza de una mujer como Dorna la Orgullosa. ¿Habría algo que llegara a satisfacerla?