Выбрать главу

Nos encontrábamos ahora en el mes del equinoccio vernal en Gor, llamado En´Kara o el Primer Kara. La expresión completa es En´Kara-Lar-Torvis que, de forma bastante literal, significa La Primera Vuelta del Fuego Central. Lar-Torvis es una expresión que los goreanos utilizan para nombrar al sol.

La cronología, incidentalmente, es motivo de desesperación de los escribas de Gor, ya que cada ciudad calcula su tiempo de acuerdo con sus propias Listas de Administradores. Así, por ejemplo, se designa un año como el Segundo Año en el que Fulano ha sido Administrador de la ciudad. Podría pensarse que la Casta de los Iniciados proveería cierta estabilidad al calendario, ya que debían consignar sus fiestas y ceremonias, pero los Iniciados de una ciudad no festejan siempre la misma fiesta en la misma fecha que los de otra. Si por ejemplo, el Iniciado Supremo de Ar lograra extender alguna vez su hegemonía sobre los Iniciados Supremos de otras ciudades, hegemonía que aquél pretende ya poseer, podría introducir un calendario unificado. Pero hasta ahora Ar no ha triunfado militarmente sobre otras ciudades y, por lo tanto, los Iniciados de otras ciudades se consideran las instancias supremas dentro de sus respectivas murallas.

Existen, sin embargo, algunos factores que tienden a reducir la gravedad de la situación, por ejemplo: los mercados, al pie de los Montes Sardos, que tienen lugar cuatro veces al año y se van numerando cronológicamente. Una segunda circunstancia sería el hecho de que algunas ciudades están dispuestas a agregar en sus registros, aparte de sus propias fechas, la cronología de Ar, la ciudad más grande de Gor.

La cronología de Ar no se mide, felizmente, a partir de sus Listas de Administradores, sino a partir de su fundación mítica por parte del primer ser humano en Gor, un héroe que, según se cuenta, los Reyes Sacerdotes habían formado de barro y sangre de tarn. El año que corre es, según el calendario de Ar, el año 10.117. Aunque yo creo que Ar no alcanza ni un tercio de esta edad. Su Piedra del Hogar, sin embargo, que había visto anteriormente, da fe de una antigüedad considerable.

Cuatro días más o menos viajé por los cielos con mi tarn cuando descubrimos a lo lejos los Montes Sardos. Si hubiera poseído una brújula goreana, su aguja habría señalado invariablemente dichas montañas, como para indicar la morada de los Reyes Sacerdotes. Delante de las Montañas vi, a modo de espectáculo de sedas y banderas, los pabellones del mercado de En´Kara, o Mercado de la Primera Vuelta.

Hice girar al tarn, ya que no deseaba acercarme más por el momento. Contemplé las montañas, que ahora veía por primera vez. Un frío extraño me hizo estremecer, que no provenía de los vientos frescos que soplaban allí arriba.

Los Montes Sardos no eran tan vastos y grandiosos como las altas cumbres escarlatas de la Cordillera Voltai, aquella inmensidad montañosa casi impenetrable, donde una vez estuve prisionero del Ubar proscripto, Marlenus de Ar, del ambicioso y belicoso padre de la bravía y hermosa Talena, a quien amaba y a quien había llevado hacía años sobre el lomo de mi tarn a Ko-ro-ba, para que fuera mi Compañera Libre.

No, los Montes Sardos no poseían el soberbio encanto salvaje de las Voltai. Sus cumbres no se elevaban despreciativas sobre las llanuras, no trataban de mofarse del cielo y desafiar a las estrellas en las noches heladas. Allí no se escucharía el grito de los tarns ni el rugir de los larls. Eran inferiores a las Voltai en lo que se refiere a dimensión y grandiosidad, pero al mirarlos ahora mi corazón se llenó de temor, un temor que no sentía en la Cordillera Voltai gloriosamente salvajes, habitados por el larl.

Me aproximé más a las Montañas sobre el lomo de mi tarn.

Las montañas que tenía delante de mí eran negras, con excepción de las altas cumbres y los desfiladeros, donde se podían ver manchas blancas de nieve resplandeciente. Busqué algún rastro de vegetación en las pendientes más bajas, pero no encontré nada. En los Montes Sardos no crecía nada.

De distantes formaciones angulares parecía emanar una extraña amenaza, un aliento de peligro intangible. Guié al tarn hacia arriba, lo más alto que pude, tan alto que sus alas comenzaron a batir frenéticamente el aire enrarecido pero no pude ver nada en los Montes Sardos que indicara la morada de los Reyes Sacerdotes.

De repente me asaltó una sospecha, una sospecha inquietante; me pregunté si los Montes Sardos no estarían vacías, si quizás allí no había nada, nada más que viento y nieve, si los hombres veneraban, sin sospecharlo, a la nada. ¿Qué ocurriría con las interminables oraciones de los Iniciados, los sacrificios, los ritos, los innumerables relicarios, altares y templos consagrados a los Reyes Sacerdotes? ¿Era posible que el humo de los sacrificios, el aroma del incienso, el murmullo de los Iniciados y sus genuflexiones fueran dirigidas tan sólo a las cumbres vacías de estos montes, a la nieve, al frío y al viento que rugía entre los negros peñascos?

De pronto el tarn comenzó a chillar y se estremeció en el aire.

La idea acerca del vacío de los Montes Sardos desapareció como por encanto, pues aquí había evidencias de los Reyes Sacerdotes.

Parecía como si el ave hubiera sido asida por un puño invisible.

No podía percibir nada.

Los ojos del ave, quizás por primera vez en su vida, reflejaron terror, un terror ciego ante lo desconocido.

No podía ver nada.

Protestando, chillando, el tarn comenzó a perder altura. Sus poderosas alas golpeaban a ciegas, faltándoles toda coordinación, como si se tratara de un náufrago. Daba la impresión de que el aire se negaba a soportar su peso por más tiempo. Describiendo círculos, ebria, mareada, confundida, gritando desamparada, el ave siguió descendiendo, mientras yo me asía desesperado a las plumas de su cuello, tratando de mantener el equilibrio.

Al llegar a una altura de unos cien metros, el extraño efecto desapareció tan rápidamente como había aparecido. El ave recuperó su fuerza y sus sentidos, pero se encontraba sumamente agitada y prácticamente incontrolable.

Entonces observé maravillado cómo el valiente animal trató de ascender de nuevo, decidido a seguir volando a las alturas acostumbradas. Una vez más trató de ganar altura y una y otra vez algo parecía obligarlo a descender.

A través de su lomo pude captar la tensión de sus músculos dorsales, el latido excitado de aquel corazón indómito. Pero cada vez que alcanzábamos cierta altura, los ojos parecían salírsele fuera de las órbitas y el animal perdía su maravilloso equilibrio y la coordinación de sus movimientos Ya no estaba asustado sino furioso. Una vez más trató de ascender, cada vez de forma más rápida y salvaje.

Entonces exclamé compasivamente:

—¡Cuarta rienda!

Temía que el valiente animal se matara antes que someterse a la fuerza invisible que obstruía su paso.

De mala gana el ave aterrizó en la verde llanura a más o menos dos kilómetros de distancia del Mercado En´Kara. Me pareció percibir una mirada de reproche en los grandes ojos del tarn: ¿Por qué no saltaba nuevamente sobre su lomo y exclamaba la orden que le haría alzar de nuevo el vuelo? ¿Por qué no lo intentábamos una vez más?

Le acaricié el pico y le saqué algunos piojos de entre las plumas del cuello y se los puse en la lengua. Durante unos segundos el tarn encrespó las plumas impacientemente en señal de protesta, pero pronto sucumbió, aunque a disgusto, a los manjares que le ofrecía y los parásitos desaparecieron en su pico curvo.