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Lo que acababa de suceder tenía que parecerle a una mente goreana poco entrenada, especialmente a las personas pertenecientes a las castas inferiores, una evidencia de alguna fuerza sobrenatural, como algún efecto mágico de la voluntad de los Reyes Sacerdotes. Por mi parte, no aceptaba de buena gana tales hipótesis.

El tarn había chocado contra cierta especie de campo, que quizá actuaba sobre el mecanismo de su oído interno, lo que traía, como consecuencia, la pérdida del equilibrio y de la coordinación. Algo similar, pensé, podría impedir quizás la entrada de tharlariones, aquellos lagartos de Gor que se utilizaban como cabalgaduras. Tuve que admirar a los Reyes Sacerdotes, contra mi voluntad. Sabía ahora que era cierto lo que solía decirse al respecto, que todos los que se internaban en los Montes Sardos debían hacerlo a pie. Me daba lástima abandonar al tarn, pero él no podía acompañarme.

Durante una hora, aproximadamente, le estuve hablando y finalmente le di un golpe en el pico y lo alejé de mí. Le señalé la llanura, alejada de las montañas.

—Tabuk —dije.

El animal no se movió. —¡Tabuk! —repetí.

Era absurdo; pero tenía la sensación que el ave podría sentir que me había fallado al no llevarme a las montañas. Quizá presintió también que yo no lo esperaría a su regreso de la caza.

La gran cabeza se movía indecisa de un lado a otro y se volvió hacia abajo, frotándose contra mi pierna.

¿Me había fallado? ¿Acaso yo lo estaría rechazando?

—¡Vete, Ubar de los Cielos! —dije—. ¡Vete!

Cuando pronuncié la palabra Ubar de los Cielos, el tarn levantó la cabeza. Así lo había llamado al reconocerlo en el ruedo de Tharna. El gran animal se alejó unos quince metros y se volvió hacia atrás, mirándome.

Le señalé la llanura.

El tarn sacudió sus alas, lanzó un grito y levantó el vuelo. Lo seguí con la mirada hasta que desapareció en el cielo azul, perdiéndose en una mancha diminuta.

Sentí una extraña tristeza y me volví para tomar la dirección hacia los Montes Sardos. En la verde pradera que se extendía delante de ellos se encontraba el Mercado multicolor de En´Kara.

Apenas había recorrido un pasang, cuando en medio de un grupo de árboles, en la otra ribera de un pequeño río, se oyó el grito espantado de una joven.

21. Compro una muchacha

De inmediato desenvainé mi espada y me puse a vadear el río para llegar a la arboleda.

Nuevamente resonó el grito de terror.

Me encontraba entre los árboles y avancé rápida, pero cautelosamente.

Entonces percibí el olor de un fuego de campamento. Oí una conversación de voces tranquilas. Entre los árboles distinguí toldos y una carreta de tharlariones, cuyos cocheros desenganchaban a los animales. Por lo que veía, ninguno de los hombres había oído el grito o bien no le hacían caso.

Seguí caminando más lentamente y llegué a un claro entre las carpas. Algunos guardias me examinaron con curiosidad. Uno de ellos se levantó e inspeccionó el bosque para cerciorarse de que yo iba solo. Miré a mi alrededor. Una escena pacífica se presentaba ante mí: los fuegos del campamento, las carpas redondas, el cuidado de los animales de tiro, una escena tal como la que recordaba todavía de la caravana de Mintar, de la Casta de los Comerciantes. Pero éste era un campamento pequeño y tenía poco en común con la fila de carretas que cubrían muchos pasangs, con las que solía viajar el rico Mintar.

Nuevamente oí el grito.

Vi que el toldo de la carreta de tharlariones era de seda azul y amarilla.

Había llegado al campamento de un traficante de esclavos.

Envainé mi espada y me quité el casco.

—Tal —dije a los dos guardias sentados junto al fuego, que jugaban a las Piedras, un juego de adivinanzas en el que uno de los jugadores debe adivinar si el número de piedras que el otro esconde en el puño es par o impar.

—Tal —dijo uno de los hombres. El otro, al que le tocaba adivinar, ni siquiera levantó la vista.

Pasé por entre las carpas y vi a la joven.

Era una muchacha rubia, de cabello dorado y tan largo que cubría toda su espalda. Tenía ojos azules y su belleza era deslumbrante. En ese momento temblaba como un animal acorralado. Estaba desnuda, encadenada, con la espalda contra un tronco de árbol parecido a un abedul, en posición arrodillada. Sus manos estaban esposadas por encima de su cabeza y por detrás del tronco. Los tobillos también estaban encadenados, con una cadena corta que rodeaba el árbol.

Sus ojos se fijaron en mí con expresión suplicante, como si yo la pudiera salvar de su terrible destino, pero al observarme, su mirada se llenó de un espanto aún mayor, si es que esto era posible. Emitió un grito desesperado, comenzó a temblar y dejó caer la cabeza hacia adelante.

Supuse que me tomaba por otro traficante de esclavos.

Junto al árbol había una escudilla de hierro, llena de brasas. Percibía su calor en la distancia: tres hierros candentes se hallaban sobre el fuego.

Al lado de los hierros se encontraba un hombre con el torso desnudo, que llevaba gruesos guantes de cuero, uno de los ayudantes del traficante de esclavos. Era tuerto. Me miraba sin gran interés, mientras esperaba que los hierros estuvieran candentes.

Eché una mirada al muslo de la joven. Todavía no había sido marcado.

Cuando un hombre se apodera de una joven para su uso personal, no siempre la marca, aunque ésta sea una costumbre bastante generalizada. Un traficante de esclavos profesional, en cambio, cuida que su mercancía esté marcada unívocamente, y no es frecuente que una muchacha no marcada llegue a la subasta.

La marca debe ser diferenciada del collar, a pesar de que ambos son una señal de esclavitud. El collar identifica, en primer término, al dueño del esclavo y a su ciudad natal. Una joven puede cambiar de collar innumerables veces en su vida, mientras que la marca permanece igual e indica su status. La marca generalmente está escondida debajo de la corta falda de la esclava. En las muchachas, la marca consiste en un signo de curva graciosa que es la letra cursiva inicial de la palabra goreana para esclavo. Si se marca a un hombre, también se utiliza esta inicial pero en otro tipo de letra.

El hombre que estaba junto al fuego, advirtiendo mi interés por la joven, la tomó por el pelo, echando su cabeza hacia atrás para que yo pudiera ver mejor su rostro:

—Es hermosa ¿no es cierto? —preguntó.

Yo asentí con un gesto y me pregunté por qué los ojos azules me miraban con tanta angustia.

—¿Quizás quieras comprarla? —preguntó el hombre.

—No —respondí.

El hombre me guiñó el ojo. Susurró, con tono cómplice:

—Todavía no está entrenada. Y es tan salvaje como un eslín.

Sonreí.

—Pero el hierro le quitará las mañas —dijo el hombre.

Me pregunté si eso sería cierto.

El hombre sacó uno de los hierros del fuego: estaba al rojo.

Al ver el metal ardiente, la muchacha gritó de forma incontrolable, tirando de sus esposas, de las cadenas que la ataban al árbol.

El hombre volvió a colocar el hierro en el fuego.

—Hace mucho ruido esta muchacha —dijo avergonzado.

Después me lanzó una mirada, se encogió de hombros como para pedirme disculpas, se colocó al lado de la joven y tomó un puñado de su larga cabellera, la enroscó formando una pequeña pelota firme y se la metió rápidamente en la boca. El cabello se expandió de inmediato y, antes de que ella lo pudiera escupir, rodeó su cabeza de más pelo, atándolo, de modo que ella ya no pudo sacar el que tenía en la boca. La joven luchó en silencio contra la mordaza, pero fue inútil. Se trataba de una vieja treta de los traficantes de esclavos. Sabía que también algunos tarnsmanes silenciaban a sus prisioneros de esa manera.

—Lo siento, muchachita —dijo el hombre—, pero no queremos que aparezca Targo con su látigo y nos azote a los dos ¿no es cierto?