Targo se acercó a la muchacha, a pasos cortos, y colocó un pulgar, en el que brillaba un gran anillo con un rubí, debajo de su mentón, levantando la cabeza de la joven.
—Una verdadera belleza —dijo Targo— y perfectamente entrenada a lo largo de meses en Ar.
Detrás de Targo, pude ver cómo el otro hombre sacudía la cabeza, negando lo que decía su amo.
—Y —continuó Targo— está deseosa de agradar.
Detrás de él, su ayudante guiñó el ojo ciego y contuvo un resoplido.
—Suave como una paloma, dócil como una gatita —continuó Targo.
Pasé la hoja de mi espada entre la mejilla y el cabello de la joven que estaba anudado sobre su cabeza. Lo moví y sus cabellos, casi tan livianos como el aire, resbalaron por la hoja.
La joven miró a Targo:
—¡Urt gordo y sucio! —exclamó.
—Cállate, tharlarión —bufó él.
—No creo que esta esclava valga mucho —comenté.
—Oh, señor —dijo Targo—, pagué cien discotarns de plata por ella.
Detrás de Targo, su ayudante tuerto levantó los dedos y abrió cinco veces las manos.
—Dudo que valga más de cincuenta —dije.
Targo me miró perplejo. En sus ojos se reflejaba respeto. ¿Acaso yo sería del oficio? En realidad, cincuenta discotarns de plata eran un precio sumamente elevado e indicaban que la joven pertenecía probablemente a una casta superior, aparte de ser muy hermosa. Una muchacha común de una casta baja, agradable pero sin entrenamiento, podía costar, según la situación del mercado, desde cinco hasta treinta discotarns de plata.
—Te daré dos de mis piedras preciosas por ella —dije.
En realidad, yo no tenía la menor idea acerca de su valor e ignoraba si mi oferta era razonable. A juzgar por los anillos de Targo y los zafiros en sus orejas, tuve que admitir disgustado que él debía ser un conocedor mucho más experto que yo en tales asuntos.
—¡Imposible! —exclamó Targo y sacudió la cabeza con vehemencia.
Pensé que no se trataba de un farol, pues ¿cómo hubiera podido saber Targo que yo no conocía el verdadero valor de las piedras? ¿Cómo podía sospechar que yo no las había comprado y mandado colocar en la vaina?
—Es difícil negociar contigo —dije—. Cuatro...
—¿Me dejas ver la vaina, Guerrero? —preguntó Targo.
—Por supuesto —le respondí. Me la quité y se la alcancé, reteniendo la espada.
Targo miró las joyas apreciativamente.
—No están mal —dijo—. Pero no es suficiente...
Fingí impaciencia:
—Entonces muéstrame a las otras muchachas —dije.
Advertí que mi pedido no complacía a Targo, ya que evidentemente deseaba deshacerse precisamente de la joven rubia. Quizá fuera muy revoltosa o resultara peligroso conservarla por alguna otra razón.
—Muéstrale las otras —dijo su ayudante—. Esta joven ni siquiera quiere decir: “Cómprame, señor.”
Targo le lanzó una mirada furibunda al tuerto. Pero éste sólo se sonrió para sus adentros y examinó los hierros que estaban en las brasas.
Fastidiado, Targo me llevó a un claro entre los árboles.
Con movimientos ligeros batió palmas dos veces, y a nuestro alrededor se percibió un movimiento, y las jóvenes iban apareciendo mientras se escuchaba el sonido de la larga cadena que pasaba a través de los aros de sus tobillos. Ahora las muchachas se habían arrodillado, en la posición de una esclava de placer, formando una línea entre los dos árboles a los que estaban sujetadas sus cadenas. Al pasar delante de ellas, cada una de las jóvenes levantó su mirada, atrevidamente, y dijo:
—Cómprame, señor.
Muchas de las jóvenes eran sumamente hermosas y pensé que la cadena, a pesar de ser corta, era muy valiosa, ya que con seguridad cualquier hombre podría encontrar allí a una joven a su gusto. Eran criaturas vitales, espléndidas, muchas de las cuales estaban bien entrenadas para deleitar los sentidos de su amo. Numerosas ciudades goreanas estaban representadas: había una muchacha rubia de la altiva Thentis, una de tez morena de Tor, la ciudad del desierto, cuya oscura cabellera le llegaba hasta los tobillos, jóvenes de las míseras calles de Puerto Kar en el delta del Vosk, incluso muchachas de los elevados cilindros de Ar. Me pregunté cuántas de ellas habrían sido criadas como esclavas y cuántas habrían sido libres alguna vez.
Y mientras me detenía delante de cada beldad de aquella cadena, chocando con su mirada y oyendo sus palabras:
—Cómprame, señor.
Me preguntaba por qué no habría de comprar a esa joven, por qué no le daría la libertad a ésta, en lugar de a la otra. ¿Acaso valían menos que ella estas maravillosas criaturas, cada una de las cuales ya llevaba su marca de esclava?
—No —le dije a Targo—, no compraré a ninguna de éstas.
Me sorprendió oír un suspiro de desilusión, incluso de frustración, que corrió a lo largo de la cadena. Dos jóvenes, la de Tor y una de las de Ar, incluso lloraban, ocultando el rostro entre sus manos. Me arrepentí de haberlas mirado.
Pensándolo bien, comprendí que la cadena debía ser un lugar solitario para una joven llena de vida, que sabe que su marca la ha destinado al amor; que cada una de ellas debía ansiar la compañía de un hombre que se interesara suficientemente por ella como para comprarla, que cada una debía anhelar seguir a un hombre a su casa, llevando su collar y sus cadenas, conocer su fuerza y su corazón y aprender los deleites de la sumisión. Eran preferibles los brazos de un amo al frío acero del aro sujeto en el tobillo.
Cuando habían dicho: «Cómprame, señor», se había tratado de algo más que de una mera frase ritual. Realmente habían deseado que yo las comprara, o probablemente cualquier otro hombre que las liberara de la odiada cadena de Targo.
Targo pareció aliviado. Me tomó por el codo y regresamos junto al árbol, delante del cual la joven rubia seguía arrodillada.
Al mirarla me pregunté por qué mi elección había recaído sobre ella. ¿Por qué no elegía a otra? ¿Por qué razón no me era indiferente el hecho de que esta joven llevara la marca de fuego? Probablemente lo que más me sublevaba era la institución de la esclavitud en sí misma y el hecho de que no cambiaría nada en dicha institución por un acto de compasión sin mayor trascendencia, por la liberación de esta única joven. Naturalmente no podría acompañarme a los Montes Sardos, y cuando yo la abandonara, sola y desprotegida, sería muy pronto devorada por alguna fiera o volvería a caer en manos de otro traficante de esclavos. “Sí; me dije a mí mismo, era una acción tonta.”
—He decidido no comprarla.
Entonces observé sorprendido que la joven levantaba la cabeza y me miraba. Trató de sonreír. Las palabras brotaron en voz baja, pero clara e inequívocamente:
—Cómprame, señor.
—¡Oh! —exclamó el tuerto, e incluso Targo parecía perplejo.
Había sido la primera vez que la joven había pronunciado esta frase.
La miré y me di cuenta de que era realmente hermosa, pero más que nada me llamó la atención el ruego de sus ojos. Al ver esto, desapareció mi decisión racional de abandonarla, y cedí a mis sentimientos, como ya había hecho tantas veces en el pasado.
—Toma la vaina —le dije a Targo—. La compro.
—Y el casco —dijo Targo.
—De acuerdo —respondí.
Tomó la vaina y la alegría con que sus dedos gordos la sostuvieron me indicó que, en su opinión, había hecho un excelente negocio. En el último momento se acordó del casco y también me lo arrancó de la mano. Los dos sabíamos que no valía casi nada. Sonreí para mis adentros. Por lo visto, yo no tenía mucho talento para este tipo de negocios. Pero ¿acaso conocía el valor real de las joyas?
La joven me miró, tratando de leer en mis ojos lo que sería de ella, pues yo era su amo. Y desde ahora su destino estaba en mis manos.