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Las costumbres en Gor son crueles y extrañas: seis pequeñas piedras verdes, que apenas pesan unos cincuenta gramos, y un casco deteriorado pueden ser el precio de una vida humana.

Targo y su ayudante habían ido a la carpa a buscar las llaves de la cadena de la joven.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—Una esclava no tiene nombre —contestó—. Me puedes dar uno si así lo deseas.

En Gor un esclavo no tiene nombre por derecho propio, pues legalmente no es una persona. Desde el punto de vista goreano, uno de los aspectos más temidos de la esclavitud es la pérdida de la identidad. El nombre que se ha llevado desde el nacimiento, con el que se le ha identificado, que se ha convertido en parte de uno, de pronto desaparece.

—Supongo que no eres una esclava de nacimiento —dije.

Me sonrió y sacudió la cabeza.

—No —respondió.

—Me gustaría llamarte por el nombre que tenías cuando eras libre —le dije.

—Eres amable.

—¿Cómo te llamabas? —pregunté.

—Lara.

—¿Lara?

—Sí, Guerrero —dijo—. ¿Acaso no me reconoces? Yo fui Tatrix de Tharna.

22. Cordones amarillos

Cuando desencadenaron a la muchacha, la levanté en mis brazos y la llevé a una de las carpas redondas que me habían asignado.

Allí debíamos esperar hasta que grabaran su collar de esclava.

La carpa estaba provista de gruesas alfombras multicolores y adornada con numerosas telas de seda. Una lámpara de tharlarión, que colgaba de tres cadenas, iluminaba el recinto. Había almohadas esparcidas por doquier.

Suavemente, deposité a la muchacha sobre la alfombra, y ella miró lentamente a su alrededor.

—Querrás someterme ahora ¿no es así?

—No —respondí.

Se arrodilló delante de mí y apoyó la frente sobre la alfombra.

—Golpéame —dijo.

La levanté.

—¿Acaso no me has comprado para aniquilarme? —preguntó sorprendida.

—No —dije—. ¿Fue por eso por lo que dijiste: “Cómprame, señor”?

—Pienso que sí. —respondió—. Pienso que quería que me mataras. Pero no estoy segura.

—¿Por qué deseabas morir?

—Yo que fui Tatrix de Tharna —respondió bajando la mirada—, no deseaba vivir como esclava.

—Yo no te mataré —le dije.

—Dame tu espada, Guerrero —dijo—, que yo me mataré con ella.

A un guerrero no le gusta ver la sangre de una mujer en su espada.

—Eres joven, hermosa y estás llena de vida. Olvídate de las Ciudades del Polvo.

Se rió amargamente.

—¿Por qué me compraste? —preguntó—. Seguramente deseabas satisfacer tu sed de venganza. ¿Acaso olvidaste que fui yo quien te unció a un yugo, que te mandé azotar, que te envié al ruedo y quise que el tarn te devorara? ¿Que fui yo quien te traicionó y te envió a las minas de Tharna?

—No —dije con dureza—, no lo he olvidado.

—Yo tampoco —replicó con orgullo.

Era evidente que no esperaba nada de mí y que no me pediría nada, ni siquiera que le perdonara la vida.

Me examinó sin temor, a pesar de estar tan indefensa y completamente a mi merced. Le importaba morir dignamente y yo la admiraba por eso, y me parecía muy hermosa en su desesperanza y rebelión. Su labio inferior temblaba y con un movimiento casi imperceptible lo mordió para controlarlo, para impedir que yo lo viera. Sacudí la cabeza para no seguir pensando que me hubiera gustado probar con mi lengua la sangre de sus labios y secarla con un beso.

Pero sólo dije:

—No deseo dañarte.

Me miró sin comprenderme.

—¿Por qué me compraste? —preguntó.

—Te compré para ponerte en libertad —respondí.

—Pero al hacerlo no sabías que yo era la Tatrix de Tharna —dijo burlonamente.

—No —respondí.

—Pero ahora que lo sabes ¿qué harás conmigo? ¿Seré el aceite de los tharlariones? ¿Me arrojarás en medio de las plantas carnívoras? ¿Me usarás como cebo en una trampa de eslín?

Me reí.

—Me has dado mucho en qué pensar —admití.

—¿Qué harás conmigo?

—Te pondré en libertad.

Retrocedió incrédula. En sus ojos azules se reflejaba el asombro y de repente se llenaron de lágrimas. Comenzó a sollozar.

Coloqué mis brazos alrededor de sus frágiles hombros, y advertí con sorpresa cómo esta muchacha que había llevado la máscara dorada de Tharna, que había sido Tatrix de esa ciudad sombría, apoyaba su cabeza en mi pecho y comenzaba a llorar.

—No —dijo—. Yo no merezco ser otra cosa que una esclava.

—Eso no es cierto —contesté—. Recuerda que una vez diste la orden de que no me azotaran. También otra vez dijiste que no era fácil ser la Primera Mujer de Tharna. Recuerda también que contemplaste una pradera llena de talendros y que yo fui demasiado torpe y tonto como para hablarte.

La tenía en mis brazos y sus ojos llenos de lágrimas me miraban.

—¿Por qué me llevaste de vuelta a Tharna? —preguntó.

—Para obtener la libertad de mis amigos a cambio —respondí.

—¿Y no te interesaban la plata y las piedras preciosas de Tharna? —preguntó.

—No.

Retrocedió unos pasos.

—¿Soy hermosa?

La miré.

—Eres muy hermosa —dije—, tan hermosa que mil guerreros darían su vida por ver tu rostro, tan hermosa que por ti podrían destruirse cien ciudades.

—¿Le gustaría yo a un... a un animal? —quiso saber.

—Sería una gran victoria para un hombre tenerte atada a su cadena —dije.

—Y a pesar de ello, Guerrero, no quisiste retenerme. Amenazaste venderme en el mercado de Ar.

Callé.

—¿Por qué no quisiste retenerme?

Era una pregunta audaz para una muchacha que una vez había sido Tatrix de Tharna.

—Mi amor pertenece a Talena, la hija de Marlenus, que fue hace tiempo Ubar de Ar.

—Un hombre puede tener muchas esclavas —dijo altiva—. Seguramente en tus Jardines de Placer, donde quiera que estén, muchas jóvenes hermosas llevan tu collar.

—No —dije.

—Eres un guerrero extraño.

Me encogí de hombros.

Estaba de pie delante de mí. —¿No me deseas?

—Verte es desearte —admití.

—¡Entonces tómame! Soy tuya.

Bajé la mirada, en busca de la palabra adecuada.

—No te comprendo —dije.

—¡Los animales son necios! —exclamó.

Después de este increíble arrebato se apartó hacia un costado de la carpa, cogió una de las sedas y ocultó su rostro entre los pliegues.

Por último se dio la vuelta. En sus ojos había lágrimas, pero estaba enojada. Dijo:

—Me llevaste de nuevo a Tharna.

—Por amor a mis amigos —contesté.

—¡Y por el honor!

—Quizá también a causa del honor —admití.

—¡Odio tu honor! —exclamó.

—Algunas cosas son aún más imperiosas que la hermosura de una mujer.

—Te odio.

—Lo siento.

Lara soltó una carcajada triste y se sentó, colocando la cabeza sobre una rodilla.

—No te odio, sabes —dijo.

—Ya lo sé.

—Pero antes sí te odiaba. Cuando era Tatrix de Tharna te odié mucho.

No respondí. Sabía que decía la verdad. Había percibido el sentimiento virulento que había experimentado hacia mí.

—¿Sabes, Guerrero, por qué te odiaba?

—No —respondí.

—Porque al verte por primera vez te reconocí: ya te había visto en miles de sueños prohibidos —hablaba suavemente. Me miró—. En esos sueños yo era la orgullosa Tatrix de mi ciudad, rodeada de mi Consejo y de mis guerreros, y de pronto aparecía un poderoso tarn que descendía por el techo, que se hacía trizas como si fuera de vidrio, un tarn enorme con un guerrero provisto de un casco. Disolvía mi Consejo, aniquilaba mis ejércitos y me llevaba consigo en la silla de su tarn a su ciudad, donde yo, la orgullosa Tatrix de Tharna, debía llevar la marca de fuego y su collar.

—No debes temer esos sueños —dije.