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Targo cerró los ojos y luego miró a su alrededor. Parecía buscar las huellas de una pelea.

—¿Estás seguro? —preguntó.

Me reí y le hice girar. Con una mano lo tomé por el cuello de su vestimenta y con la otra un poco más abajo. Le empujé hacia la salida de la carpa. Allí, mientras sus aros se bamboleaban, recuperó el equilibrio; me miró como si yo hubiera perdido la razón.

—¿Tal vez el señor comete un error? —sugirió.

—Tal vez —admití.

—¿Dónde imaginas que un traficante de esclavos como yo, puede conseguir una vestimenta de mujer libre?

Me reí y Targo sonrió, a su vez, y se fue.

Me pregunté cuántas mujeres libres, atadas ya, habrían estado a sus pies para ser tasadas y vendidas, cuántas mujeres libres habrían cambiado sus costosos vestidos por una túnica de esclava y un aro en sus tobillos sujeto a la cadena de Targo.

Poco después volvió a la carpa, con un gran paquete de ropa bajo el brazo. Respirando con dificultad lo arrojó sobre la alfombra.

—Elige lo que te guste, señor —dijo, y desapareció meneando la cabeza.

Sonreí y miré a Lara.

La muchacha se había puesto de pie.

Con sorpresa vi que se dirigía hacia la entrada de la carpa, cerró la lona que hacía de puerta y la anudó por dentro.

Luego se volvió hacia mí, anhelante.

Estaba muy hermosa, a la luz de la lámpara. Las ricas sedas de la carpa le servían de fondo.

Recogió los dos cordones amarillos, los sostuvo en sus manos y se arrodilló delante de mí en la posición de una esclava de placer.

—Voy a ponerte en libertad —dije.

Sumisamente sostenía delante de mí los cordones para que los aceptara y, cuando me miraron, sus ojos brillantes parecían pedirme algo.

—Yo no soy de Tharna —dije.

—Pero yo sí.

Estaba arrodillada sobre una alfombra roja.

—Voy a liberarte —dije.

—Todavía no soy libre —respondió.

Permanecí callado.

—Por favor —pidió—, señor.

Entonces tomé los cordones de sus manos y en la misma noche, Lara, que tiempos atrás había sido la orgullosa Tatrix de Tharna, se convirtió, según los antiguos ritos de su ciudad, en mi esclava, y en una mujer libre.

23. Regreso a Tharna

Lara y yo subimos a una colina que se encontraba delante del campamento de Targo y miramos a nuestro alrededor. A cierta distancia delante de nosotros, se divisaban los pabellones del Mercado de En´Kara y más lejos los picos rocosos de los Montes Sardos, sombríos, negros, amenazantes.

Más allá de las luces multicolores del mercado, distinguí el cerco de madera construido con estacas puntiagudas, que separaba el Mercado de las montañas.

Los hombres que querían penetrar en las Montañas, hombres cansados de vivir, jóvenes idealistas, oportunistas que deseaban hallar el secreto de la inmortalidad, todos ellos utilizaban el portón que estaba al final de la calle principal del mercado, un portón doble de vigas negras montado sobre bisagras gigantescas, un portón que se balanceaba, abriéndose en el centro y revelando los Montes Sardos.

Lara estaba de pie junto a mí. Llevaba la vestimenta de una mujer libre pero no las Ropas de Encubrimiento. Había acortado uno de los hermosos vestidos goreanos de modo que la falda le llegaba sólo hasta las rodillas, y también había achicado las mangas hasta los codos. El vestido era de color amarillo claro, y lo usaba atado con un cinturón rojo. En los pies calzaba unas sencillas sandalias de cuero rojo. Sobre sus hombros llevaba, por sugerencia mía, un pesado manto de lana. Era de color rojo. Supuse que lo necesitaría para abrigarse. Pero pienso que ella más bien lo cogió porque hacía juego con su cinturón.

Sonreí. Lara era libre, y me alegré al ver que parecía feliz.

Se había negado a llevar la acostumbrada Ropa de Encubrimiento. Sostenía que con dicha vestimenta significaría un estorbo mayor para mí. No discutí, pues era cierto. Mientras contemplaba su cabello rubio que ondeaba en el viento, mientras observaba su rostro alegre y hermoso, estaba contento porque había renunciado a la vestimenta tradicional.

Sin embargo, a pesar de mi admiración por la muchacha y por la transformación operada en ella: de Tatrix fría a esclava humillada y finalmente a la magnífica criatura que estaba de pie junto a mí, mis pensamientos vagaban en gran medida por los Montes Sardos. Me preocupaba la idea de que todavía no había acudido a la cita con los Reyes Sacerdotes.

Presté atención al ruido sordo que llegaba hasta nosotros desde el portón.

—Alguien ha ido a las Montañas —dijo Lara.

—Sí.

—Morirá.

Asentí con la cabeza.

Le había contado a Lara mis planes, le había dicho que quería ir a las Montañas y enfrentarme allí a mi destino. Ella había comentado simplemente:

—¡Yo te acompañaré!

Ella sabía, tan bien como yo, que nadie regresaba de esas Montañas, y conocía aún mejor que yo, el poder, basado en el terror, que sustentaban los Reyes Sacerdotes.

Y a pesar de todo quería acompañarme.

—Eres libre —le había dicho.

—Cuando era esclava —respondió—, me hubieras podido ordenar que te siguiera. Ahora que soy libre te acompañaré por decisión propia.

Observé a la muchacha: una muchacha orgullosa y maravillosa estaba a mi lado. Vi que había recogido un talendro en la colina y se lo había puesto en el cabello.

Sacudí la cabeza.

A pesar de que mi voluntad me impulsaba a los Montes Sardos, a pesar de que en las montañas los Reyes Sacerdotes me esperaban, aún no podía emprender ese viaje. Era inconcebible llevar a la muchacha conmigo, para que fuera destruida como yo. Sacrificar esta vida joven, que apenas había comenzado a conocer las alegrías de los sentidos, que acababa de despertar a la vida y al sentimiento.

¿Qué podría ofrecer yo frente a esto: mi honor, mi sed de venganza, mi curiosidad, mi frustración, mi ira?

La tomé por el hombro y descendimos de la colina. Ella me miró inquisitivamente.

—Los Reyes Sacerdotes deberán esperar —dije.

—¿Qué piensas hacer?

—Devolverte al trono de Tharna.

Se apartó de mí con lágrimas en los ojos.

La atraje y la besé con ternura.

Me miró nuevamente con los ojos llenos de lágrimas.

—Sí —dije—, lo deseo.

Apoyó su cabeza en mi hombro.

—Hermosa Lara —dije—, perdóname. No puedo llevarte a los Montes Sardos. Tampoco puedo dejarte aquí. Serías atacada por los animales salvajes o te convertirían nuevamente en una esclava.

—¿Es necesario que me lleves a Tharna? —preguntó—. Odio Tharna.

—No tengo ninguna otra ciudad a la cual llevarte —dije—. Y creo que tú podrías hacer de Tharna una ciudad a la que no odiarías más.

—¿Qué debo hacer? —preguntó.

—Eso lo debes decidir tú sola.

La besé.

Tomé su rostro entre mis manos y la miré a los ojos.

—Sí —dije con orgullo—, tú eres capaz de reinar.

Sequé las lágrimas de sus ojos.

—Nada de lágrimas, pues eres la Tatrix de Tharna.

Levantó la vista y sonrió, con una sonrisa triste.

—Naturalmente, Guerrero, no debe haber lágrimas, ya que yo soy la Tatrix de Tharna y una Tatrix no llora.

Sacó la flor de talendro de sus cabellos.

La recogí del suelo y volví a prendérsela al pelo.

—Te amo —dijo.

—No es fácil ser la Primera Mujer de Tharna —contesté, y descendimos la colina, alejándonos de los Montes Sardos.

El fuego que había empezado a arder en las Minas de Tharna todavía no había sido sofocado. La sublevación de los esclavos se había extendido desde las Minas hasta las Grandes Granjas. Los esclavos se habían liberado de sus cadenas y habían tomado las armas. Hombres enfurecidos, provistos con cualquier arma que tuvieran disponible, vagaban por todo el territorio, eludiendo el encuentro con los soldados de Tharna, y robaban graneros, prendían fuego a los edificios y liberaban a otros esclavos.