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Detrás de tres o cuatro mesas se encontraba un grupo de joviales músicos sudorosos sentado sobre la alfombra. Con sus extraños instrumentos: cuerdas, tambores, platillos, interpretaban esa música indescriptible que llegaba hasta las entrañas, las salvajes, conmovedoras, hermosas y bárbaras melodías de Gor.

Me asombré al ver esta escena, ya que la Casta de los Músicos, así como la de los Poetas, había sido exiliada de Tharna. Las sobrias máscaras de Tharna opinaban que los artistas no tenían cabida en una ciudad seria y laboriosa, ya que la música, como las canciones y el alcohol, enciende el corazón de los hombres, y una vez que está encendido nadie puede saber hacia dónde puede extenderse la llama.

Cuando entré en la taberna los hombres se pusieron de pie, gritaron y levantaron sus copas en forma de saludo.

—¡Tal, Guerrero! —exclamaron.

—¡Tal, Guerreros! —respondí y levanté el brazo. Saludé a todos con el título de mi casta, porque sabía que en su lucha colectiva cada uno de ellos había sido un guerrero. Esta había sido la consigna en las minas de Tharna.

Kron y Andreas entraron detrás de mí en la taberna, seguidos de Lara y Linna. Me preguntaba qué impresión le causaría a la auténtica Tatrix de Tharna, la taberna de Kal-da. Kron me tomó del brazo y me condujo hasta una mesa ubicada en el centro de la habitación. Tomé la mano de Lara y lo seguí. En los ojos de ésta había una expresión particular y miraba a su alrededor con la curiosidad de un niño. No había imaginado que los hombres de Tharna podían ser de esa manera.

De vez en cuando, cuando uno de ellos la miraba con demasiado atrevimiento, bajaba tímidamente la cabeza y se ruborizaba.

Luego me senté con las piernas cruzadas detrás de una mesa baja y Lara se arrodilló a mi lado, apoyándose sobre los talones, a la usanza de las mujeres goreanas.

Cuando entré, la música cesó por un instante, pero Kron batió las palmas dos veces y los músicos volvieron a sus instrumentos.

—¡Barra libre de Kal-da para todos! —exclamó Kron, y cuando el tabernero, conocedor de las reglas de su casta, quiso hacer alguna objeción, Kron le arrojó un discotarn de oro. El hombre, encantado, se inclinó para recogerla del suelo.

—Aquí el oro abunda más que el pan —dijo Andreas, sentado cerca de nosotros.

En realidad la comida en las mesas era más bien escasa y sosa, pero eso no perjudicaba en lo más mínimo el buen humor de los hombres allí reunidos. Les sabían como manjares provenientes de las mesas de los Reyes Sacerdotes. El mismo Kal-da maloliente les parecía una bebida fuerte y agradable, mientras gozaban de este primer hartazgo al sentirse hombres libres.

Kron batió nuevamente las palmas. Con sorpresa oí un tintineo repentino de campanillas, y delante de nuestra mesa se colocaron cuatro muchachas asustadas, que evidentemente habían sido seleccionadas por su encanto y belleza. Aparte de las campanillas sólo llevaban el rojo traje de baile goreano. Echaron la cabeza hacia atrás, levantaron los brazos y comenzaron a bailar al ritmo bárbaro de la música.

Con sorpresa vi que Lara las observaba encantada.

—¿Dónde has encontrado esclavas de placer en Tharna? —pregunté. Había observado los aros de plata en los cuellos de las bailarinas.

Andreas, que acababa de llevarse un trozo de pan a la boca, respondió:

—Detrás de cada máscara de plata existe una esclava de placer en potencia.

—¡Andreas! —exclamó Linna y simuló querer golpearlo por su atrevimiento, pero él la hizo callar con un beso, y ella empezó a mordisquear en forma juguetona el pedazo de pan que él sostenía aún entre sus dientes.

—¿Es cierto que éstas son máscaras de plata de Tharna? —pregunté escépticamente a Kron.

—Sí —respondió—. Están bien ¿verdad?

—¿Cómo aprendieron esto? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—Es algo instintivo en las mujeres —dijo—. Pero naturalmente, éstas no están todavía entrenadas.

Me reí para mis adentros. Kron hablaba exactamente como un hombre de cualquier ciudad de Gor, a excepción de Tharna.

—¿Por qué bailan para ti? —preguntó Lara.

—Si no bailan serán azotadas —respondió Kron.

Lara bajó la mirada.

—¿Veis los collares? —dijo Kron y señaló las delicadas cintas de plata que rodeaban el cuello de las muchachas. Fundimos las máscaras y utilizamos la plata para hacer los collares.

A continuación, aparecieron otras muchachas entre las mesas, que sólo vestían las cortas túnicas de las esclavas y que llevaban collares al cuello. En silencio comenzaron a servir hoscamente el Kal-da que Kron había pedido. Cada una llevaba un pesado jarrón con el líquido maloliente y se lo servía a los hombres.

Algunas observaban a Lara con envidia, mientras que otras la miraban llenas de odio. Sus miradas parecían decirle: ¿por qué no estás vestida como nosotras, por qué no llevas tú también un collar?

Con sorpresa advertí que Lara se quitó el manto, tomó un jarrón con Kal-da de manos de una muchacha y comenzó a servir a los hombres.

Algunas muchachas la miraban agradecidas, porque ella era libre y demostraba con su forma de actuar que no se consideraba superior.

—Ella —dije a Kron y señalé a Lara— es la Tatrix de Tharna.

Cuando Andreas se dio la vuelta para mirarla, dijo suavemente:

—Es realmente una Tatrix.

Linna se puso de pie y ella también comenzó a servir.

Cuando Kron se cansó de contemplar a las bailarinas, batió palmas y éstas desaparecieron del recinto con su tintineo de campanillas.

Kron levantó una copa con Kal-da y me miró. —Andreas me dijo que te proponías penetrar en los Montes Sardos —dijo—; por lo visto no lo has hecho.

Quería decirme así que si realmente hubiera estado en los Montes Sardos no habría regresado.

—Iré a los Montes Sardos —dije—, pero antes tengo que ocuparme de un asunto en Tharna.

—Bien —dijo Kron—, necesitamos tu espada.

—He regresado para devolverle a Lara el trono de Tharna —dije.

Kron y Andreas me miraron sorprendidos.

—No —dijo Kron—. No sé cómo te habrá embrujado a ti; pero nosotros no volveremos a tener una Tatrix en Tharna.

—¡Representa todo aquello contra lo que hemos luchado! —protestó Andreas—. Si asciende nuevamente al trono, habremos perdido nuestra batalla. Tharna volvería a ser la misma de antes.

—Tharna —dije— nunca más será la misma.

Andreas movió la cabeza como si procurara entenderme.

—¿Cómo podemos esperar que sea razonable? —dijo dirigiéndose a Kron—. Al fin y al cabo no es ningún poeta.

Kron permaneció serio.

—Y tampoco un metalista —agregó Andreas esperanzado.

Pero Kron siguió serio.

Su hosca personalidad, forjada entre yunques y fuelles, no podía tomar a la ligera la atrocidad que yo acababa de decir.

—Antes tendrías que matarme —dijo Kron.

—¿No seguimos perteneciendo a la misma cadena? —pregunté.

Kron guardó silencio. Luego, sus ojos de un azul acero me miraron y dijo:

—Siempre perteneceremos a la misma cadena.

—Entonces déjame hablar —dije.

Kron asintió.

Otros hombres se iban acercando a nuestra mesa.

—Vosotros sois hombres de Tharna —dije—. Pero los hombres contra los que lucháis también pertenecen a esta ciudad.

Un hombre dijo:

—Uno de mis hermanos es soldado de la guardia.

—¿Os parece justo que los hombres de Tharna levanten sus armas unos contra otros, hombres que se hallan dentro de los mismos muros?

—Es triste —dijo Kron—, pero no podemos evitarlo.

—Podríamos evitarlo —protesté—. Los soldados y guardias de Tharna han prestado juramento a la Tatrix, pero la Tatrix que defienden es una traidora. La verdadera Tatrix de Tharna, Lara en persona, se encuentra aquí entre nosotros.

Kron observó a la muchacha, que no se había enterado de la discusión. Del otro lado del local, vertía Kal-da en las copas levantadas.