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La punta de bronce de la lanza había perforado las abrazaderas de latón del escudo y las siete capas de cuero de bosko endurecido. En semejante estado, el escudo no me servía en absoluto. De inmediato desenvainé mi espada y corté las correas que lo sostenían deshaciéndome de él.

Unos segundos después también el escudo de Thorn cayó estrepitosamente sobre las piedras de la Cámara del Trono. Mi lanza lo había atravesado y había pasado por encima de su hombro izquierdo.

Thorn desenvainó asimismo su espada y nos abalanzamos uno sobre otro como larls de la Cordillera Voltai, y nuestras armas se encontraron con un sonido penetrante: el sonido tembloroso y brillante de las espadas bien templadas.

La figura vestida de oro estaba sentada en el trono y contemplaba con aparente indiferencia cómo avanzaban y retrocedían los dos guerreros a sus pies; uno de ellos llevaba el casco azul y la túnica gris de Tharna y el otro estaba envuelto en la túnica escarlata común a toda la casta guerrera goreana.

Nuestros reflejos combatían sobre la superficie reluciente de la gran máscara de oro detrás del trono.

Contra el fondo de las regias paredes de la Cámara iluminadas por las antorchas nuestras sombras violentas, semejantes a gigantes deformes, entrechocaban entre sí.

De repente, las paredes de la Cámara de la máscara de oro reflejaron una sola sombra enorme y grotesca.

Thorn yacía a mis pies.

Le quité la espada de la mano y di la vuelta a su cuerpo con el pie. El pecho de Thorn se agitaba debajo de la túnica ensangrentada; estaba jadeante como si quisiera retener el aire. Su cabeza rodó hacia un lado.

—Has luchado bien —dije.

—He vencido —respondió, escupiendo las palabras en una especie de murmullo. En su rostro observé una risa contorsionada.

Me pregunté qué es lo que quería decirme con eso.

Di un paso hacia atrás y miré a la mujer sentada en el trono.

Lenta, torpemente, descendió del trono, acercándose a Thorn y entonces vi con asombro cómo se arrodilló junto al guerrero y apoyó llorando su cabeza sobre el pecho sangrante.

Limpié la espada en mi túnica y la envainé.

—Lo siento —dije.

Parecía como si la figura no me hubiese oído.

Me alejé para dejarla sola con su dolor. Escuché el sonido de pasos que se acercaban. Eran los soldados y rebeldes que entonaban en los corredores su himno, el canto de la labranza.

La muchacha levantó la cabeza y la máscara de oro me miró.

Yo no habría creído que una mujer como Dorna pudiera sentir algo por un hombre.

—Thorn —dijo— te ha vencido.

—Creo que no —respondí sorprendido—, y tú, Dorna la Orgullosa, eres ahora mi prisionera.

Una risa triste se oyó a través de la máscara, y sus manos enguantadas se la quitaron.

Junto a Thorn no era Dorna la Orgullosa quien estaba arrodillada, sino Vera de Ko-ro-ba, que había sido su esclava.

—Ves —dijo— cómo te ha vencido mi señor, como él sabía que podría hacerlo; no con la espada sino ganando tiempo. Hace rato que Dorna la Orgullosa ha huido.

—¿Por qué hiciste eso? —dije.

Sonrió. —Thorn me trató bien —dijo simplemente.

—Ahora eres libre.

Nuevamente inclinó la cabeza sobre el pecho sangrante del oficial de Tharna, con el cuerpo sacudido por los sollozos.

En ese instante, los soldados y rebeldes de Tharna, conducidos por Kron y Lara, penetraron en la sala.

Señalé a la muchacha que estaba a mis pies.

—No le hagáis daño —ordené—. Esta no es Dorna la Orgullosa sino Vera de Ko-ro-ba, quien fue esclava de Thorn.

—¿Dónde está Dorna? —quiso saber Kron.

—Huyó —respondí desalentado.

Lara me miró. —Pero si el palacio está cercado —dijo.

—¡El techo! —exclamé y recordé a los tarns—. ¡Rápido!

Lara corría delante de mí y yo la seguía hacia el techo del palacio. Avanzaba con rapidez por los pasillos oscuros con la precisión de quien conoce bien el lugar. Por fin llegamos a una escalera de caracol.

—Por aquí —exclamó Lara.

La envié hacia atrás, y apoyándome con una mano en el muro, subí los escalones lo más rápido que me fue posible. Cuando subí encontré una trampilla; presionándola con la espalda la empujé hacia arriba. De repente pude ver el rectángulo celeste del cielo. La luz me cegó por un instante.

Sentí el olor de un gran animal peludo y también el hedor del excremento de tarn.

Emergí en el techo, entrecerrando los ojos, deslumbrados por la intensidad de la luz.

Había tres hombres sobre el techo, dos guardias y el hombre de las correas en las muñecas, quien había sido amo y señor de los calabozos de Tharna. Sostenía con una cuerda al gran urt blanco, con el cual ya me había familiarizado en los sótanos que se encontraban debajo del palacio.

Los dos guardias estaban ocupados en atar una canasta a la montura de un gran tarn de plumaje color castaño. Las riendas del animal estaban sujetas a un aro delante de la canasta. En ella se encontraba una mujer, que por su porte y figura reconocí como Dorna la Orgullosa, a pesar de que ahora sólo llevaba una simple máscara de plata.

—¡Alto! —grité, corriendo hacia ellos.

—¡Mátalo! —chistó el hombre del calabozo, señalándome con el látigo, y dejó en libertad al urt.

El monstruo se lanzó hacia mí furioso, con una velocidad inimaginable y antes de que yo pudiera prepararme adecuadamente para hacerle frente, se arrojó sobre mí, dispuesto a clavarme sus colmillos.

Mi espada se hundió en sus fauces, al tiempo que yo trataba de apartar su cabeza de mi cuello. Su grito salvaje de dolor debió oírse en toda Tharna. El cuello del monstruo se retorció y la espada me fue arrancada de la mano. Cerqué con mis brazos el cuello del animal y aplasté mi rostro contra su piel blanca y brillante. La espada se balanceaba de aquí para allá y finalmente cayó al suelo. Me prendí con fuerza al cuello del animal, para eludir sus mandíbulas que procuraban atraparme y las tres hileras de dientes blancos y afilados como cuchillos, que intentaban hundirse en mi carne.

El animal rodó por el suelo tratando de liberarse de mí; se retorcía y saltaba, se sacudía y se estremecía. El hombre con las correas de cuero había recogido la espada, y con el látigo y la espada nos acechaba, aguardando la oportunidad propicia para arremeter.

Yo trataba de hacer girar al animal lo mejor que podía, con el fin de interponer su cuerpo entre el mío y el hombre armado.

De las fauces del animal corría sangre que se deslizaba sobre su piel y mi brazo. Sentí cómo las gotas de sangre salpicaban mi rostro y mi cabello.

Después me di la vuelta, de manera que mi cuerpo quedó expuesto al ataque del hombre armado. Escuché su gruñido de satisfacción cuando procuró atacarme. Un instante antes de que pudiera darme una puñalada, solté el cuello del animal y me dejé resbalar debajo de su vientre. El urt trató de alcanzarme moviendo su cuello como un látigo y yo sentí cómo sus dientes largos y afilados raspaban mi brazo, pero en ese mismo instante escuché también un nuevo grito de dolor y un gruñido de horror por parte del hombre.

Rodé, saliendo por debajo del animal, y me volví para ver cómo se enfrentaba al hombre. Al urt le había sido arrancada una oreja y la piel en su costado izquierdo estaba empapada de sangre. El animal ahora había dirigido sus ojos hacia el hombre que sostenía la espada, quien le había asestado un nuevo golpe.

Oí la orden aterrorizada del hombre, el chasquido débil del látigo en un brazo casi paralizado por el temor, su chillido abrupto casi imperceptible.

El urt se arrojó sobre él y comenzó a devorarlo.

Aparté la vista de ese espectáculo y me volví hacia los otros.