Выбрать главу

Me coloqué delante de él en el camino.

—Tal —dije y alcé mí brazo derecho, con la palma de la mano hacia adentro, empleando el saludo goreano acostumbrado.

La figura desgreñada, ancha, fuerte, monstruosamente deformada por la práctica de su oficio, se encontraba delante de mí, con las piernas firmemente apoyadas en el suelo. Levantó la cabeza. Sus anchos ojos rasgados, pálidos, acuosos, me examinaron a través del mechón de pelo que prácticamente los ocultaba.

A pesar de la reacción lenta, a pesar de los movimientos medidos y cuidadosos tuve la impresión de que estaba sorprendido. Evidentemente no había esperado encontrar a alguien en ese camino. Esto me confundió.

—Tal —dijo con voz gruesa.

Supe que pensaba cuánto tardaría en agarrar el hacha que se encontraba arriba sobre su carga.

—No tengo malas intenciones —dije.

—¿Qué quieres? —preguntó el leñador, que mientras tanto debía haber notado que mi escudo no llevaba insignia; ahora seguramente me tomaba por un proscripto.

—No soy un proscripto —dije.

Evidentemente no me lo creyó.

—Tengo hambre —continué—, y no he comido nada desde hace muchas horas.

—Yo también tengo hambre —respondió—, y no he comido nada desde hace muchas horas.

—¿Tu choza se encuentra cerca de aquí? —pregunté. Sabía que debía ser así, pues ya era tarde. El sol regulaba los horarios de la mayoría de las actividades goreanas y el leñador seguramente se encontraba de camino a casa.

—No —dijo.

—No tengo malas intenciones frente a ti o a tu Piedra del Hogar —dije—. No tengo dinero y no puedo pagarte, pero tengo hambre.

—Un guerrero toma lo que desea —dijo el hombre.

—No deseo quitarte nada —respondí.

Me miró y creí percibir la sombra de una sonrisa sobre su rostro apergaminado.

—No tengo ninguna hija —dijo—. No tengo dinero ni otros bienes.

—Entonces te deseo éxito y riquezas —respondí riendo—. Y reanudaré mi camino.

Pasé junto a él y pensaba continuar la marcha.

Apenas me había alejado unos pasos, cuando su voz me detuvo. Me costó entenderlo, pues los solitarios integrantes de la Casta de los Leñadores hablan raramente.

—Tengo guisantes y nabos, ajo y cebollas en mi choza —dijo el hombre cuyo haz de leña parecía una espalda gigantesca.

—Los mismos Reyes Sacerdotes —respondí— no pedirían más.

—Entonces comparte la olla conmigo, guerrero —dijo.

—Me siento honrado —respondí; y era cierto.

A pesar de que yo pertenecía a una casta elevada y él no, en su propia choza era, según las leyes goreanas, el soberano, pues allí se encontraba dentro del ámbito de su propia Piedra del Hogar. Sí; aun un hombre tímido, que en presencia de personalidades de mayor rango no se atreve a alzar la vista, puede convertirse en un león cuando se encuentra junto a su Piedra del Hogar, orgulloso, despectivo, generoso o reservado, un verdadero rey, aunque sólo sea en su propia choza.

En efecto, había una serie de historias según las cuales hasta guerreros habían sido vencidos por campesinos furiosos, en cuyo hogar habían penetrado, ya que en la proximidad de sus Piedras del Hogar, los hombres luchan poniendo a prueba todo su valor, luchan como el tristemente célebre larl de las montañas. Más de un campo de agricultores goreanos está regado con la sangre de algún guerrero imprudente.

El corpulento leñador mostró una amplia sonrisa. Esa noche tendría un invitado. Él mismo hablaría poco, ya que no estaba acostumbrado a hacerlo, y era demasiado orgulloso para formar frases que probablemente resultaran torpemente construidas y gramaticalmente incorrectas, pero estaría sentado junto al fuego hasta el amanecer y no me dejaría dormir, deseando que le contara historias, relatos acerca de mis aventuras, descripciones de lugares alejados. Lo que yo le contara era menos importante que el mero hecho de que se dijera algo, que esa noche no la hubiera vuelto a pasar solo.

—Me llamo Zosk —dijo.

Me pregunté sobre si éste sería el nombre que acostumbraba usar o su nombre verdadero. Los miembros de castas inferiores a menudo utilizan un nombre y reservan el nombre verdadero para su empleo por parte de miembros de la familia y amigos íntimos, para protegerlo de los hechiceros u otros poderes malignos. De alguna manera tuve la sensación de que Zosk era su nombre verdadero.

—¿Zosk de qué ciudad? —pregunté.

La ancha y recia figura pareció quedarse rígida. Los músculos de sus piernas se pusieron tensos, se combaron hacia afuera. El vínculo que durante segundos había existido entre nosotros pareció esfumarse repentinamente, como ante el soplo de un viento frío

—Zosk... —dijo.

—¿De qué ciudad? —pregunté.

—De ninguna ciudad.

—Seguramente —dije— eres de Ko-ro-ba.

El gigante deformado retrocedió como herido por un latigazo y comenzó a temblar. Sentía que este hombre sencillo, ingenuo, de pronto tenía miedo. Creo que hubiera podido enfrentar valientemente un larl con su hacha, sin perder un instante, pensando en el peligro, pero ahora sentía miedo. Sus grandes puños, que sostenían las sogas del haz de leña, se tornaron de un color blanco; los pedazos de leña se entrechocaban entre sí.

—Yo soy Tarl Cabot —dije— Tarl de Ko-ro-ba.

Zosk dejó escapar un grito inarticulado y comenzó a retroceder a tropezones. Sus manos se aferraron a las sogas y el gran haz de leña se aflojó y cayó ruidosamente sobre el empedrado del camino. Zosk quiso huir, pero resbaló sobre uno de los palos y cayó al suelo, casi sobre el hacha que se encontraba en medio del camino. Impulsivamente la agarró, como si se tratara de una tabla salvadora en el torbellino mortal de sus temores.

Con el hacha en la mano pareció recordar su pertenencia a una casta y permaneció acurrucado en el camino, a media luz, como un gorila armado; inhaló profundamente el aire, tratando de dominar su temor.

Sus ojos me examinaron a través de su pelo canoso y enredado. No entendía su miedo, pero me tranquilizaba el hecho de que lo superara, ya que el miedo es el enemigo común de todos los seres vivos, y de alguna manera, consideré su triunfo también como un triunfo mío. Recordé el episodio ocurrido en las montañas de New Hampshire, donde en una ocasión me había dejado dominar vergonzosamente por el miedo y había salido corriendo, esclavo de aquello que consideraba demasiado humano.

Zosk se incorporó, en la medida en que se lo permitía su columna encorvada.

Su miedo había desaparecido.

Habló lentamente. Le costaba hacerlo, pero ya volvía a ser dueño de sí mismo.

—Di que no eres Tarl de Ko-ro-ba —me pidió.

—Pero lo soy —respondí.

—Te lo pido como favor —dijo Zosk, cuya voz vibraba ahora emocionada—. Dime que no eres Tarl de Ko-ro-ba.

—Yo soy Tarl de Ko-ro-ba —respondí con firmeza.

Zosk alzó su hacha.

Parecía liviana en su mano voluminosa. Sentí que con ella podía derribar un árbol de un solo golpe. Paso a paso se fue acercando, levantando el hacha sobre su hombro con las dos manos.

Finalmente se detuvo delante de mí. Creí ver lágrimas en sus ojos. No hice nada para defenderme, pues de algún modo sabía que Zosk no me atacaría. Luchaba consigo mismo, su rostro sencillo estaba descompuesto por el dolor, sus ojos reflejaban un sentimiento que lo torturaba.

—¡Que los Reyes Sacerdotes me perdonen! —exclamó.

Arrojó el hacha al suelo, que cayó con estrépito sobre el empedrado del camino. Zosk se tumbó de rodillas y luego se sentó con las piernas cruzadas. Su cuerpo corpulento estaba convulsionado por sollozos violentos; ocultó su cabeza maciza entre las manos, y con voz pesada y gutural lanzó un gemido desesperado.

En tales momentos no hay que acercarse a un hombre, ya que según la concepción goreana, el sentimiento de lástima humilla tanto a quien lo experimenta como a aquel a quien va destinado. De acuerdo con las costumbres goreanas se puede sentir amor, pero no lástima.