Ellos me han maldecido a mí y a mi ciudad.
Ellos me han separado de mi padre y de la muchacha que amo, así como también de mis amigos, y me vi expuesto al sufrimiento, a privaciones y peligros; y sin embargo, siento que, de alguna manera extraña, a pesar de mí mismo, he servido a los Reyes Sacerdotes, que fue su voluntad la que me condujo a Tharna. Ellos destruyeron una ciudad y, en cierto modo, dieron a otra una nueva vida.
Yo no sé quiénes o qué son los Reyes Sacerdotes: pero estoy decidido a averiguarlo.
Pero hablemos de Tharna.
Tharna se ha convertido en una ciudad totalmente diferente a la que había sido jamás a lo largo de su historia.
Su soberana, la dulce y hermosa Lara es, sin lugar a dudas, una de las soberanas más inteligentes y justas en este mundo bárbaro, y ha sido su ingente tarea la de unir una ciudad dividida por las luchas civiles, de reconciliar los distintos grupos y de tratarlos con justicia a todos. Si los hombres de Tharna no la hubieran querido como la quieren, esta labor le habría resultado imposible de realizar.
Cuando ascendió nuevamente al trono, no fueron pronunciadas proscripciones de ninguna clase, sino por el contrario se declaró una amnistía general para todos, tanto para aquellos que habían luchado a su lado como para los que habían defendido a Dorna la Orgullosa.
Sólo las máscaras de plata de Tharna no fueron incluidas en esta amnistía.
En las calles reinaba una atmósfera violenta y los hombres, rebeldes y defensores, se unieron en una caza brutal de las máscaras de plata. Estos pobres seres eran acosados de cilindro en cilindro, de cámara en cámara.
Cuando finalmente eran descubiertas, se les arrancaba la máscara del rostro, eran arrastradas a la calle, encadenadas y llevadas al palacio.
Muchas máscaras de plata fueron encontradas ocultas en salas sombrías del mismo palacio, y los calabozos de los sótanos se colmaron muy pronto de bellas y tristes prisioneras. Poco tiempo después las jaulas de los animales en los sótanos del ruedo de los Espectáculos de Tharna tuvieron que ser habilitadas como cárceles y, por último, se tuvo que hacer lo mismo con el ruedo.
Algunas máscaras de plata fueron descubiertas incluso hasta en las alcantarillas debajo de la ciudad. Eran arrastradas por urts gigantescos, atados a correas y luego apresadas a la salida, con redes.
Otras máscaras de plata habían buscado refugio en las montañas, lejos de la ciudad, y eran cazadas como eslines por los campesinos airados; juntaban a todas y finalmente las llevaban a la ciudad.
Sin embargo, la mayoría de las máscaras de plata, cuando se dieron cuenta que habían perdido la batalla y que las leyes de Tharna habían cambiado inexorablemente, salieron por propia voluntad a la calle. Se sometían de la forma tradicional a la mujer goreana cautiva: se arrodillaban, bajaban la cabeza y levantaban los brazos con las muñecas prontas para ser esposadas.
Me encontraba al pie del trono de oro cuando Lara dio la orden de que se destruyera la enorme máscara que colgaba detrás de ella. Ese rostro frío y sereno ya no presidiría la cámara del Trono de Tharna.
Los hombres de Tharna habían contemplado incrédulos cómo la enorme máscara se había tambaleado, cómo había caído hacia adelante y, arrastrada por su propio peso, finalmente se había soltado y había caído por los escalones del trono, quebrándose en cien pedazos.
—¡Fundid la máscara! —dijo Lara—. Con el oro deben acuñarse discotarns de oro, que serán distribuidas entre quienes han sufrido en estos tiempos sombríos. ¡Y agregad a los discotarns de oro —exclamó— monedas de plata, que serán acuñadas con las máscaras de nuestras mujeres! ¡De ahora en adelante ninguna mujer de Tharna podrá llevar una máscara, sea de oro o de plata, ni siquiera si se trata de la Tatrix en persona!
Y como según las tradiciones goreanas su palabra era ley, desde ese día ninguna mujer goreana pudo llevar una máscara.
Poco tiempo después de la revolución comenzaron a brillar en las calles de Tharna los colores de las castas goreanas en la vestimenta de los ciudadanos. Las maravillosas sustancias satinadas de los Constructores que habían sido prohibidas hacía mucho tiempo, por considerárselas caras y frívolas, adornaban ahora los muros de los cilindros e incluso las murallas de la ciudad. Las calles de grava fueron provistas de empedrados multicolores con diseños que alegran la vista. La madera del gran portón fue pulida y los puentes, pintados de colores vivos.
Es frecuente oír en Tharna el sonido de las campanas de las caravanas, pues multitudes de mercaderes se han acercado a los portones de la ciudad para explotar ese mercado tan sorprendente.
De vez en cuando la montura de un tarnsman se adorna con un jaez de oro. En un día de mercado vi a un campesino con una bolsa de Sa-Tarna sobre su espalda y ataba sus sandalias con un cordón de plata.
He visto viviendas en las cuales relucían tapices provenientes de los talleres de Ar y de vez en cuando observé bajo mis pies las alfombras coloridas del lejano Tor.
Quizá parezca un detalle insignificante el descubrir en el cinturón de un artesano una hebilla de plata al estilo de las que se usan en las montañas de Thentis o descubrir en el mercado las sabrosas anguilas desecadas provenientes de Puerto Kar; pero estas cosas, aunque parezcan insignificantes hablan de una nueva Tharna.
En las calles oigo los gritos, cantos y ruidos típicamente goreanos. La plaza del mercado ya no es sólo una superficie empedrada donde los hombres se limitan a comprar y vender. Se ha convertido en un lugar de reunión donde se encuentran los amigos, se intercambian invitaciones, se discute de política y se habla del tiempo, la estrategia, la filosofía y la manera de tratar a las esclavas.
Un cambio que me parece interesante, aunque no pueda aprobarlo del todo, es el hecho de que han sido retiradas las barandas de los elevados puentes de Tharna. Pensé que ésta era una medida carente de sentido y peligrosa, pero Kron dijo simplemente:
—Quien tema transitar por los puentes elevados debe mantenerse alejado de ellos.
También podría mencionar que los hombres de Tharna se han acostumbrado a llevar en el cinto de sus túnicas dos cordones amarillos, que miden aproximadamente cincuenta centímetros. Gracias a esta peculiaridad, los hombres de otras ciudades pueden reconocer a un habitante de Tharna.
Veinte días después de que se lograra la paz en Tharna se determinó la suerte que correrían las máscaras de plata.
Despojadas de sus máscaras, sin velos, atadas una a otra por el cuello, con las muñecas sujetas en la espalda, fueron llevadas al ruedo de los espectáculos de Tharna. Allí tendrían que oír la sentencia de Lara, su Tatrix. Se arrodillaron delante de ella —estas mujeres que habían sido una vez las orgullosas máscaras de plata y ahora sólo eran prisioneras indefensas y aterrorizadas—, en la misma arena brillante sobre la cual tantas veces se había derramado la sangre de los hombres de Tharna.
Lara había pensado durante mucho tiempo acerca del fallo adecuado y se había dejado aconsejar por muchos, entre los cuales también me encontraba yo. Finalmente tomó ella sola su decisión. No creo que mi sentencia hubiera sido tan dura, pero admito que Lara conocía mejor que yo a su ciudad y a las máscaras de plata.
Por supuesto sabía que no era posible ni deseable restablecer el viejo orden vigente en Tharna. También estaba claro que Tharna no estaba preparada, después de la destrucción de sus instituciones, para ofrecer un refugio indefinido a la gran cantidad de mujeres libres dentro de sus murallas. La familia, por ejemplo, no había existido en Tharna a lo largo de generaciones, siendo remplazada por la división de los sexos y los segregados hogares públicos infantiles.
Tampoco debemos olvidar que los hombres de Tharna hacían valer ahora sus derechos sobre las mujeres, a quienes habían conocido más de cerca durante la revolución. Ningún hombre que hubiera visto a una mujer en vestido de baile, oído sonar las campanillas en sus tobillos o que hubiera visto sus cabellos largos que caían libremente hasta la cintura, estaba dispuesto a vivir durante mucho tiempo sin poseer una criatura tan deliciosa.