Выбрать главу

Tampoco resultaba lógico ofrecerles a las máscaras de plata la alternativa del exilio, pues esto hubiera significado condenarlas a una muerte violenta o a la esclavitud en tierras extrañas.

A su manera, y teniendo en cuenta las circunstancias presentes, la sentencia de Lara fue compasiva, a pesar de ser recibida con gritos de queja por parte de las prisioneras.

Cada máscara de plata tenía seis meses de plazo, durante los cuales podía vivir libremente en la ciudad y alimentarse en los comedores públicos, como había sido costumbre hasta antes de la revolución. Pero durante esos seis meses debía buscarse un hombre de Tharna, a quien ofrecerse como Compañera Libre.

Si él no la tomaba como tal —y pocos hombres de Tharna estaban dispuestos a conceder los privilegios de una camaradería libre a una máscara de plata—, podía convertirla sin más en su esclava, o bien rechazarla por completo. Si era rechazada, podía ofrecerse en las mismas condiciones a otro hombre, y quizás a otros más.

Pero transcurridos los seis meses, en los que tal vez no hubiera encontrado a nadie, se le quita su derecho de iniciativa al respecto y pertenecerá al primer hombre que le coloque el collar delgado de la esclavitud alrededor del cuello. En este caso será tratada del mismo modo que una muchacha raptada sobre el lomo de un tarn de una ciudad lejana.

En efecto; en vista de la disposición anímica de los hombres de Tharna, Lara les dio a las máscaras de plata una oportunidad en su sentencia, otorgándoles tiempo para que eligieran a un señor y después de ese lapso serían elegidas ellas mismas como esclavas. Así cuando hubieran pasado los seis meses estipulados, cada máscara de plata pertenecería a un hombre.

No queda mucho más que contar.

Kron permaneció en Tharna, donde ocupa un alto cargo en el Consejo de la Tatrix Lara.

Andreas y Linna abandonarán la ciudad, ya que él afirma que hay muchos caminos de Gor que aún no conoce, y piensa encontrar en alguno de ellos la canción que siempre ha buscado. Le deseo de todo corazón que su búsqueda sea fructífera.

Vera de Ko-ro-ba vivirá, al menos por ahora, en Tharna como mujer libre. Como no procede de Tharna no está sujeta a las limitaciones impuestas a las máscaras de plata.

Si realmente permanecerá en la ciudad, es algo que yo no puedo saber. Ella es una exiliada, como yo y todos los demás habitantes de Ko-ro-ba, y a los exiliados a veces les resulta difícil acostumbrarse a una ciudad extranjera. A veces prefieren los riesgos del camino al amparo de las murallas extranjeras. En Tharna también se encontraría con el recuerdo de Thorn, el guerrero.

Esta mañana me he despedido de la Tatrix, la noble y hermosa Lara. Sé lo que hemos experimentado el uno por el otro, pero nuestro destino no es el mismo.

Al despedirnos nos besamos.

—Sé una buena soberana —dije.

—Trataré de serlo —respondió, reclinando su cabeza en mi hombro—. Y si alguna vez sintiera la tentación de ser orgullosa o cruel —dijo sonriendo— recordaré que una vez fui vendida por cincuenta discotarns de plata y que un guerrero me adquirió a cambio de una vaina de espada y un casco.

—Por seis esmeraldas —la corregí, sonriendo.

—Y un casco —dijo y se rió. Pero había lágrimas en sus ojos.

—Te deseo que seas feliz, hermosa Lara —dije.

—Y yo te deseo lo mismo, guerrero —respondió.

Me miró, con sus ojos llenos de lágrimas, pero sonriente.

—Y si llegara el momento, guerrero, en que desearas una esclava —dijo—, piensa en Lara, Tatrix de Tharna.

—Lo haré, Lara —le contesté.

La besé y nos separamos. Ella reinará en Tharna y reinará bien, y yo comenzaré mi viaje hacia los Montes Sardos.

No sé qué es lo que encontraré allí.

Durante más de siete años he cavilado acerca de los misterios escondidos en aquellas regiones apartadas. He cavilado acerca de los Reyes Sacerdotes, acerca de su poder, sus naves espaciales y sus agentes, sus planes relativos a Gor y a mi mundo; pero ante todo quiero saber por qué fue aniquilada mi ciudad, por qué sus habitantes fueron dispersados, por qué no puede volver a colocarse una piedra sobre otra; y tengo que saber qué fue de mis amigos, de mi padre y de Talena, mi amada. Pero busco algo más que la verdad en esos Montes; dentro de mi cerebro arde un grito de venganza, mía por el derecho de la espada, mía porque yo soy el hombre que puede vengar a un pueblo desaparecido, a muros y torres derribados, a una ciudad que los Reyes Sacerdotes no aprobaban, pues ¡yo soy un guerrero de Ko-ro-ba! Yo busco algo más que la verdad en los Montes Sardos: ¡busco la sangre de los Reyes Sacerdotes!

¡Pero qué insensato es hablar de ese modo!

Hablo como si mi frágil brazo pudiera hacer algo contra el poder de los Reyes Sacerdotes. ¿Quién soy yo para desafiar su poder? No soy nada, ni siquiera una partícula de polvo levantada por el viento, como un minúsculo puño desafiante; ni siquiera soy una hierba que puede rozar los tobillos de los dioses en su marcha; pero a pesar de todo, yo, Tarl Cabot, iré a los Montes Sardos, me enfrentaré con los Reyes Sacerdotes y, así fueran los dioses de Gor, les exigiré que me rindan cuentas.

A veces me pregunto si habría emprendido este viaje si mi ciudad no hubiera sido destruida. Ahora me parece que si hubiera regresado a Gor, y a mi ciudad, y a mi padre, y a mis amigos y a mi amada Talena, quizá no me hubiera interesado penetrar en los Montes Sardos, no me hubiera interesado renunciar a las alegrías de la vida para averiguar los secretos de aquellos montes sombríos. Luego surge ante mí la temida pregunta: ¿Y si la ciudad sólo había sido destruida para enviarme a los montes de los Reyes Sacerdotes, ya que ellos debían saber que yo iría a desafiarlos, que treparía incluso hasta las lunas de Gor para pedir explicaciones?

De este modo, es posible que yo acaso me mueva según los designios de los Reyes Sacerdotes, que todo esto haya sido calculado y planeado por ellos. Por otra parte me repito a mí mismo que, sin embargo, soy yo el que me muevo y no los Reyes Sacerdotes, aun si me moviera según sus designios. Si su intención es que yo exija que me rindan cuentas, ésta es también mi propia decisión.

Pero ¿por qué razón los Reyes Sacerdotes querrían que Tarl Cabot viniera a sus montañas? Él no es nadie para ellos, es sólo un guerrero, un hombre sin una ciudad a la cual poder llamar su patria, un proscripto. ¿Acaso los Reyes Sacerdotes con todo su poder y saber necesitan a semejante hombre?

Ha llegado el momento de dejar la pluma.

Sólo lamento que nadie vuelva de los Montes Sardos, porque yo he amado la vida. Y en este mundo bárbaro la conocí en toda su hermosura y crueldad, con toda su gloria y tristeza. He aprendido que la vida es maravillosa y terrible y preciosa. La he visto en las torres desaparecidas de Ko-ro-ba y en el vuelo de un tarn, en los movimientos de una mujer hermosa, en el brillo de las armas y en el retumbar del trueno sobre los campos verdes. La he encontrado en las mesas de los compañeros de lucha y en el tintineo de las armas, en el contacto de los labios y el cabello de una muchacha, en la sangre de un eslín, en el ruedo y en las cadenas de Tharna, en el perfume de los talendros y en el chasquido del látigo.

Estoy agradecido a los elementos inmortales que permitieron que yo viviera.

Yo fui Tarl Cabot, guerrero de Ko-ro-ba.

Y esto no pueden modificarlo ni siquiera los Reyes Sacerdotes de Gor.

Está anocheciendo y en muchas ventanas de los cilindros de Tharna se encienden las lámparas del amor. Los fuegos de señal están encendidos sobre las murallas y el grito de vigías lejanos me dice que en Tharna todo está en orden.

Los cilindros se van convirtiendo en siluetas oscuras. Pronto va a ser de noche. Pocos advertirán que un extranjero abandona la ciudad, quizá sólo unos pocos recuerden que alguna vez habitó tras sus muros.

Mis armas, mi escudo y mi casco están a mano.

Fuera oigo el grito del tarn.

Estoy satisfecho.