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«David, ese joven tan agradable —se dijo Poirot— está muy preocupado, es desgraciado. No le vendrá mal dormir bien de verdad una noche. Y ahora vamos a ver qué pasa.»

Se quedó muy quieto, respirando rítmicamente y lanzando de cuando en cuando un ronquido ligero, ligerísimo.

La puerta se entornó.

Una persona se acercó a su cama y se inclinó sobre él. Satisfecha, esa persona se volvió y se dirigió hacia el tocador. A la luz de una linterna pequeñísima, el visitante examinaba los objetos personales de Poirot, colocados ordenadamente sobre el tocador. Los dedos examinaron la cartera, abrieron con suavidad los cajones y continuaron después la búsqueda por los bolsillos de la ropa de Poirot. Por último, el visitante se acercó a la cama y, con mucha precaución, deslizó la mano bajo la almohada. Retiró la mano y permaneció un momento como si no supiera qué hacer a continuación. Anduvo por la habitación, mirando dentro de los objetos de adorno, y se dirigió al cuarto de baño contiguo, de donde regresó poco después. Luego, lanzando una débil exclamación de descontento, salió de la habitación.

—¡Ah! —susurró Poirot—. Te has llevado una desilusión. Sí, sí, una desilusión muy grande. ¡Bah! ¿Cómo pudiste imaginar siquiera que Poirot iba a esconder algo donde tú pudieras encontrarlo?

Luego, dándose la vuelta sobre el otro lado, se durmió plácidamente.

A la mañana siguiente le despertaron unos golpecitos suaves, pero urgentes, dados en su puerta.

Qui est la? Pase, pase.

La puerta se abrió. Colin estaba en el umbral, jadeando y con el rostro encendido. Detrás de él se hallaba Michael.

—¡Monsieur Poirot, monsieur Poirot!

—¿Sí? —Poirot se sentó en la cama—. ¿Es el té de la primera hora? Pero si eres tú, Colin. ¿Qué ha ocurrido?

Colin quedó sin habla durante un momento. Parecía hallarse dominado por una emoción muy fuerte. En realidad, era el gorro de dormir que tenía puesto Hércules Poirot lo que le afectaba los órganos de la palabra. Se dominó pronto y dijo:

—Creo..., monsieur Poirot... ¿Podría usted ayudarnos? Ha ocurrido una cosa horrible.

—¿Qué ha ocurrido algo? Pero, ¿qué?

—Es... es Bridget. Está ahí fuera, en la nieve. Creo que... no se mueve ni habla y... será mejor que venga y lo vea por sí mismo. Tengo un miedo terrible de que... de que esté muerta.

—¿Qué? —Poirot echó a un lado la ropa de la cama—. ¡Mademoiselle Bridget... muerta!

—Creo que... creo que la han asesinado. Hay... hay sangre y... ¡ay, venga, venga, por favor!

—Naturalmente. Naturalmente. Voy en seguida.

Poirot metió los pies en los zapatos y se puso un abrigo de forro de piel sobre el pijama.

—Voy —dijo—. Voy al momento. ¿Habéis despertado a la familia?

—No, no. No se lo he dicho a nadie todavía más que a usted. Me pareció mejor. Los abuelos no se han levantado todavía. Están poniendo la mesa para el desayuno abajo; pero no le he dicho nada a Peverell. Ella... Bridget está al otro lado de la casa, cerca de la terraza y de la ventana de la biblioteca.

—¡Ah! Id delante. Yo os sigo.

Volviendo la cara hacia otro lado para ocultar su sonrisa satisfecha, Colin bajó las escaleras delante de los demás. Salieron por la puerta lateral. Era una mañana clara y el sol todavía no estaba muy alto. Había nevado mucho durante la noche y todo estaba cubierto por una alfombra ininterrumpida de espesa nieve. El mundo parecía muy puro, blanco y hermoso.

—¡Allí! —dijo Colin conteniendo la respiración—. ¡Allí es!

Señaló dramáticamente con el dedo.

La escena era de lo más dramática. A unos metros de distancia, yacía Bridget sobre la nieve. Llevaba puesto un pijama rojo y una estola de lana blanca alrededor de los hombros. La estola blanca estaba manchada de rojo. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado y oculta bajo la masa extendida de sus cabellos negros. Uno de los brazos estaba debajo del cuerpo y el otro extendido, con los dedos apretados.

Del centro de la mancha carmesí sobresalía el puño de un cuchillo curdo que el coronel Lacey había mostrado a sus invitados la noche anterior.

—Mon Dieu! —dijo Poirot—. ¡Parece de teatro!

Michael hizo un pequeño ruido, como si se asfixiara. Colin acudió inmediatamente en su ayuda.

—Es cierto —dijo—. Tiene algo que no... parece real, ¿verdad? ¿Ve usted esas pisadas? Supongo que no podremos tocarlas...

—Ah, sí; las pisadas. No, tenemos que tener cuidado de no tocar esas pisadas.

—Eso es lo que yo pensé —dijo Colin—. Por eso no he dejado que nadie se acercara hasta que viniera usted. Pensé que usted sabría lo que había de hacer.

—De todos modos —repuso Poirot vivamente— primero tenemos que ver si está viva. ¿No es cierto?

—Bueno..., sí..., claro —respondió Michael, un poco indeciso—, pero pensamos que... no queríamos...

—¡Ah, posees la virtud de la prudencia! Has leído muchas novelas policíacas. Es importantísimo no tocar nada y dejar el cadáver como está. Pero no tenemos la seguridad de que haya un cadáver, ¿no crees? Después de todo, aunque la prudencia es admirable, los sentimientos humanitarios deben prevalecer. Tenemos que pensar en el médico antes que en la policía.

—Sí, sí. Claro —dijo Colin, todavía un poco desconcertado.

—Creíamos que..., pensamos que era mejor que fuéramos a buscarle a usted antes de hacer nada —Intervino Michael rápidamente.

—Quedaos aquí los dos —les advirtió Poirot—. Yo me acercaré por el otro lado para no tocar esas pisadas. Unas pisadas tan estupendas, tan sumamente claras... Las pisadas de un hombre y de una muchacha que se dirigen juntas al lugar donde está ella. Luego las pisadas del hombre vuelven..., pero las de la muchacha no.

—Tienen que ser las pisadas del asesino —sugirió Colin, conteniendo la respiración.

—Exactamente —dijo Poirot—. Las pisadas del asesino. Un pie largo y estrecho, con un zapato bastante raro. Muy interesante. Creo que serán fáciles de identificar. Sí, esas pisadas van a ser muy importantes.

En aquel momento, Desmond Lee-Wortley salía con Sarah de la casa y se acercó a ellos.

—Pero, ¿qué están haciendo ahí todos ustedes? —preguntó en actitud un poco teatral—. Les vi desde la ventana de mi cuarto. ¿Qué pasa? Dios mío, ¿qué es eso? Pa... parece...

—Exactamente —le interrumpió Poirot—. Parece un asesinato, ¿verdad?

Sarah dejó escapar un sonido entrecortado y luego miró a los dos chicos con gran desconfianza.

—¿Quiere usted decir que han matado a... cómo se llama..., a Bridget? —preguntó Desmond—. ¿Quién diablos iba a querer matarla? ¡Es increíble!

—Hay muchas cosas que son increíbles —dijo Poirot—. Sobre todo antes del desayuno, ¿no? Eso dice uno de sus clásicos. Seis cosas imposibles antes del desayuno —añadió—. Por favor, esperen juntos aquí todos.

Cuidadosamente, dando un rodeo, se acercó a Bridget y se inclinó un momento sobre el cadáver. Colin y Michael estaban temblando con los esfuerzos por contener la risa. Sarah se acercó a ellos y murmuró:

—¿Qué habéis estado haciendo hasta ahora vosotros dos?

—Hay que ver a Bridget —susurró Colin—. Es estupenda. ¡Ni un parpadeo!

—Nunca he visto nada con tanto aspecto de muerte como Bridget —susurró Michael.

Hércules Poirot se enderezó de nuevo.

—Es terrible —dijo. Y en su voz se apreciaba una emoción que antes no existía.

Sin poder contenerse la risa, Michael y Colin se dieron la vuelta.

Con voz estrangulada, Michael dijo:

—¿Qué... qué hacemos?

—Sólo hay una cosa que podamos hacer —dijo Poirot—. Hay que llamar a la policía. ¿Va a llamar uno de ustedes o prefieren que lo haga yo?