Выбрать главу

El espíritu de Saíto parecía fluctuar entre el demister Hyde, capaz de todo tipo de atrocidades, y el del doctor Jekyll, relativamente humano. Tras aplacarse la crisis de violencia, se inició un período extraordinariamente suave. El coronel Nicholson fue autorizado a recibir no solamente una ración completa, sino también suplementos reservados, en principio, a los enfermos. Clipton obtuvo el permiso para verle y cuidarle. Saíto le advirtió incluso que le hacía responsable personalmente de la salud del coronel.

Una noche, Saíto hizo conducir al prisionero a su habitación, y ordenó a los guardias que se retiraran. A solas con él, le invitó a que se sentara y sacó de un baúl una lata decomed beef americano, cigarrillos y una botella de un excelente whisky. Le dijo que, como militar, admiraba profundamente su conducta, pero que estaban en guerra, una guerra de la que ninguno de ellos era responsable. Tenía que comprender que él, Saíto, estaba obligado a obedecer las órdenes de sus superiores. Esas órdenes especificaban que debían construir rápidamente el puente sobre el río Kwai, por lo que no tenía más remedio que emplear toda la mano de obra disponible. El coronel rechazó el comed beef, los cigarrillos y el whisky, pero escuchó con interés el discurso. Luego le respondió con calma que Saíto desconocía totalmente cómo ejecutar con eficacia una obra de tal magnitud.

Entonces retomó sus argumentos iniciales; la disputa parecía amenazar con eternizarse. Nadie hubiera sido capaz de predecir si Saíto iba a discutir razonadamente, o bien si se dejaría llevar por un nuevo acceso de locura. Permaneció silencioso un largo rato, mientras que la cuestión se debatía probablemente en una misteriosa dimensión del Universo. El coronel aprovechó para hacerle una pregunta:

– Permítame preguntarle, coronel Saíto, si está satisfecho con el inicio de las obras.

Esa pérfida pregunta podría haber inclinado perfectamente la balanza hacia la crisis de histeria, puesto que el comienzo de los trabajos había sido desastroso, y ello era una de las principales preocupaciones del coronel Saíto, el cual había comprometido en esa batalla no sólo su honor, sino ¿por que también su situación personal. A pesar de ello, no era ahora el turno demister Hyde. Saíto perdió su aplomo, humilló la mirada y masculló una respuesta ininteligible. Seguidamente, puso en la mano del prisionero un vaso repleto de whisky, se llenó el suyo hasta los bordes y declaró:

– Vamos a ver, coronel Nicholson. No estoy totalmente seguro de que me haya comprendido. No quiero que haya malentendidos entre nosotros. Cuando dije que todos los oficiales tendrían que trabajar, nunca me referí a usted, su jefe. Mis órdenes concernían únicamente a los demás…

– Ningún oficial trabajará -replicó el coronel mientras dejaba el vaso sobre la mesa.

Saíto reprimió una reacción de impaciencia y se esforzó por conservar la calma.

– He estado incluso reflexionando estos últimos días -añadió-. Pienso que yo podría ocuparme de las tareas administrativas. Sólo los oficiales subalternos deberán poner manos a la obra…

– Ningún oficial realizará labor manual alguna -afirmó el coronel Nicholson-. Los oficiales están para dar órdenes a sus hombres.

Saíto fue incapaz de contener su furia más tiempo. No obstante, cuando el coronel retornó a su celda, tras haber conseguido mantener sus posiciones intactas, a pesar de las tentaciones, de las amenazas, de los golpes y casi de las súplicas, llegó convencido de que la partida estaba bien encarrilada, y de que el enemigo no tardaría en capitular.

VI

Los trabajos no avanzaban. Al preguntarle a Saíto por la marcha de los trabajos, el coronel había hecho vibrar dolorosamente una cuerda sensible, y demostró buen juicio al prever que la necesidad obligaría a ceder al japonés.

Al final de las tres primeras semanas, el puente no sólo no había sido diseñado, sino que las contadas operaciones preliminares habían sido efectuadas tan ingeniosamente por los prisioneros que haría falta cierto tiempo para reparar los errores cometidos.

Enfurecidos por el tratamiento infligido a su jefe, cuya firmeza y valentía no les habían pasado desapercibidas, irritados por la sarta de insultos y golpes que los guardias hacían llover sobre ellos, crispados por tener que trabajar como esclavos en un obra valiosa para el enemigo y abatidos por haber sido separados de sus oficiales y no poder escuchar las órdenes habituales, los soldados británicos rivalizaban por mostrar el menor brío posible o, aún mejor, por ver quién cometía la pifia más sonada, fingiendo buena voluntad.

Ningún castigo era capaz de desbaratar su empeño intrigante, lo cual en ocasiones llegaba incluso a provocar lágrimas de desesperanza en el pequeño ingeniero japonés. No había centinelas en suficiente número para vigilarlos a cada instante, ni con la suficiente inteligencia para darse cuenta de las fechorías que hacían. El jalonado de dos tramos de vía tuvo que ser reiniciado veinte veces. Los alineamientos y las curvas sabiamente calculadas y señalizadas con postes blancos por el ingeniero se transformaban, nada más volver la espalda, en un laberinto de líneas rotas, cortadas en ángulos extravagantes, que le arrancaban a su regreso penosas exclamaciones. A cada lado del río, las dos extremidades que el puente debía unir presentaban impresionantes diferencias de nivel, nunca se situaba la una enfrente de la otra. Uno de los equipos súbitamente se ponía a cavar el suelo con furia y lograba finalmente una especial de cráter que descendía mucho más bajo del nivel prescrito, mientras que el centinela, en su estupidez, se regocijaba de ver por fin a los hombres poniendo empeño en su trabajo. Cuando el ingeniero aparecía, montaba en cólera y comenzaba a repartir golpes, indistintamente, a prisioneros y guardias. Estos últimos, al percatarse de que les habían tomado el pelo, se vengaban a su vez, pero el daño ya estaba hecho y requería varias horas o días para repararlo.

Un grupo de hombres fue enviado a la selva para talar árboles adecuados a la construcción del puente. Tras una cuidadosa selección, volvían con las especies más retorcidas y frágiles, o bien invertían un esfuerzo considerable en cortar un árbol gigante, que acababa cayendo en el río, donde era imposible recuperarlo. Incluso optaban por troncos carcomidos en su interior por insectos, incapaces de soportar la más mínima carga.

Saíto, que todos los días iba a inspeccionar la obra, daba rienda suelta a su cólera en manifestaciones cada vez más violentas. Él también arremetía con insultos, amenazas y golpes, de los que no se libraba siquiera el ingeniero, el cual, desairado, le aseguraba que la mano de obra era de una inutilidad absoluta. Entonces gritaba todavía más fuerte imprecaciones aún más terribles y trataba de concebir nuevos métodos barbáricos para poner fin a esa silenciosa oposición. Hizo sufrir a los prisioneros como sólo sabe hacerlo un centinela rencoroso, abandonado prácticamente por todo el mundo y presa del terror a ser cesado por incapaz. Aquellos que eran sorprendidos en flagrante delito de mala fe o sabotaje eran atados a los árboles, azotados con varas de espinos y abandonados así durante horas enteras, desnudos, ensangrentados y expuestos a las hormigas y el sol de los trópicos. Clipton los veía llegar por la noche a su hospital, transportados en volandas por sus compañeros, con fiebres violentas y la espalda en carne viva. Tampoco podía mantenerlos bajo su custodia durante mucho tiempo, ya que Saíto no se olvidaba de ellos. Tan pronto eran capaces de arrastrarse, los enviaba de nuevo a la obra y ordenaba a los guardias que los vigilaran especialmente.

El tesón de esos seres temerarios conmovía en ocasiones a Clipton, llegándole a veces a arrancar más de una lágrima. Le maravillaba su resistencia ante el tratamiento que recibían. Siempre había uno de ellos que, a solas, encontraba la fuerza necesaria para incorporarse y murmurar algo, guiñándole el ojo, en una jerga que empezaba a generalizarse entre todos los prisioneros de Birmania y Tailandia.