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El corazón de Shears se ablandó. Sus ojos comenzaron a verter lágrimas de agradecimiento a las potencias misteriosas.

– Ya nadie nos puede parar los pies -dijo, siempre en voz baja-. Lo imprevisto ha agotado sus últimas opciones. El tren estará aquí en veinte minutos.

Dominando su exaltación, volvió a bajar al pie de la montaña para hacerse con el mando del grupo de cobertura. Mientras avanzaba agachado entre la vegetación, cuidadoso de no revelar su presencia, no pudo adivinar sobre la orilla de enfrente la presencia de un oficial de elegante figura, en uniforme de coronel inglés, aproximándose al puente.

En el mismo momento en que Number One regresaba a su puesto, con el ánimo aún convulsionado por esa cascada de emociones y con todos sus sentidos ya absorbidos por la percepción prematura de un estruendo deslumbrante, acompañado de llamas y ruinas como pruebas materiales del éxito, el coronel Nicholson puso su pie sobre el puente del río Kwai.

En paz con su conciencia, con el Universo y con Dios, los ojos más claros que el cielo del trópico después de una tormenta, disfrutando por todos los poros de su piel roja del descanso bien merecido que se concede al buen artesano tras un arduo trabajo, satisfecho de haber superado los obstáculos a fuerza de coraje y perseverancia, orgulloso de la obra realizada por él y sus soldados en ese rincón perdido de Tailandia, que ahora le parecía casi territorio anexionado, el espíritu contento ante la idea de haber procedido de forma digna con sus ancestros y de haber añadido un episodio poco común a la leyenda occidental de los constructores de imperios, firmemente convencido de que nadie podía haberlo hecho mejor que él, parapetado en la certeza de la superioridad de los hombres de su raza en todos los ámbitos, feliz de haber logrado demostrar esto último de forma manifiesta en seis meses, henchido de ese alborozo que sirve para compensar todos los sufrimientos del jefe cuando el resultado triunfal está al alcance de la mano, saboreando en pequeñas dosis el vino de la victoria, convencido de la alta calidad de la construcción y deseoso de evaluar por última vez, él solo, todas las perfecciones acumuladas por el esfuerzo y la inteligencia, antes de la apoteosis e, igualmente, efectuar una última inspección, el coronel Nicholson avanzó con pasos majestuosos por el puente sobre el río Kwai.

La mayoría de los prisioneros y la totalidad de los oficiales se habían marchado dos días antes, a pie, en dirección a un punto de reunión, desde donde serían enviados a Malasia, a las islas o a Japón, con objeto de realizar allí otros trabajos. El ferrocarril había sido finalizado. La fiesta que Su Graciosa Majestad Imperial de Tokio había autorizado e impuesto a todos los grupos de trabajo de Birmania y Tailandia sirvió para marcar el término de las obras.

La celebración adquirió una mayor cota de fastos en el campamento del río Kwai. El coronel había insistido en que fuera así. En todo el recorrido de la línea férrea, las festividades se habían visto precedidas por los habituales discursos de los oficiales superiores japoneses, generales o coroneles encaramados sobre un tablado, botas negras y guantes grises, agitando los brazos y la cabeza, deformando estrambóticamente las palabras del mundo occidental ante legiones de hombres blancos lisiados, enfermos, cubiertos de llagas y anestesiados por una estancia de varios meses en el infierno.

Saíto pronunció unas palabras en las que exaltaba obviamente la esfera sudasiática, aunque, condescendiente, expresó también su agradecimiento a los prisioneros por la lealtad de la que habían dado muestra. Clipton, cuya serenidad fue expuesta a duras pruebas en ese último período, obligado a ver a personas medio moribundas arrastrarse por la obra para terminar el puente, hubo de contenerse para no explotar en un llanto de rabia. Luego, tuvo que sufrir un breve discurso del coronel Nicholson, en el que éste rendía homenaje a sus soldados y elogiaba su abnegación y coraje. El coronel concluyó afirmando que sus sufrimientos no habían sido en vano y que se sentía orgulloso de estar al mando de hombres así.

Su pundonor y dignidad en la desgracia serían un ejemplo para toda la nación.

A continuación, comenzó la fiesta. El coronel se había interesado por ella y participó de forma activa. Era consciente de que no había nada peor para sus hombres que la ociosidad, por lo que les impuso un lujo de diversiones cuya preparación les tuvo sin aliento durante varios días. No sólo se celebraron varios conciertos; también hubo una comedia representada por soldados disfrazados e incluso un ballet de bailarines travestidos que le arrancó unas buenas carcajadas.

– ¿Ha visto, Clipton? -dijo el coronel Nicholson-. Usted me ha criticado en diversas ocasiones, pero yo me he mantenido firme. He mantenido la moral, he mantenido lo esencial. Nuestros hombres han aguantado.

Y era cierto. El espíritu de los británicos se había conservado intacto en el campamento del río Kwai. Clipton no tuvo más remedio que reconocerlo, echando un simple vistazo a los hombres que le rodeaban. Era evidente que se entregaban con un entusiasmo infantil e inocente a esa celebración. Sus gritos de júbilo no dejaban lugar a duda sobre lo alta que se encontraba la moral de la tropa.

Al día siguiente, los prisioneros se pusieron en marcha. Sólo permanecieron los enfermos más graves y los lisiados, que serían evacuados a Bangkok con el próximo tren procedente de Birmania. Los oficiales acompañaron a sus hombres. Reeves y Hughes se vieron obligados a partir con el convoy, muy a su pesar, ya que no iban a tener ocasión de presenciar el paso del primer tren sobre esa obra que les había exigido tantos esfuerzos. Por el contrario, el coronel Nicholson sí que obtuvo autorización para quedarse y hacer compañía a los enfermos. Teniendo en cuenta los servicios prestados, Saíto no fue capaz de negarle ese favor que el coronel Nicholson le había solicitado con su habitual dignidad.

Caminaba con grandes y vigorosas zancadas, remachando victoriosamente el tablero. Era el vencedor. El puente había sido terminado, sin lujos pero con el suficiente «acabado» para hacer resplandecer las virtudes de los pueblos de Occidente en pleno cielo tailandés. Ése era su lugar en aquel momento, el del jefe que pasa su última revista antes del desfile triunfal. Otro no era imaginable. Su mera presencia le consolaba un poco de la marcha de sus fieles colaboradores y de sus hombres, que también merecían participar de esos honores. Afortunadamente, él sí que se encontraba allí. Sabía que el puente era sólido y que carecía de puntos débiles. Respondería a lo que se esperaba de él, pero nada podía sustituir la mirada vigilante del jefe responsable. De eso también estaba seguro. Nunca es posible preverlo todo. Una vida rica en experiencias le había enseñado, a él también, que siempre se puede producir un accidente en el último minuto. El descubrimiento de un defecto, por ejemplo. En ese caso, ni el mejor de los subalternos vale para tomar una decisión. Evidentemente, había hecho caso omiso al informe elaborado por la patrulla japonesa enviada por Saíto esa misma mañana. Quería verlo por sí mismo. Mientras recorría el puente, iba inspeccionando con su mirada la solidez de cada una de las vigas y la integridad de cada uno de los ensamblajes.

Sobrepasado la mitad del puente, se asomó por la barandilla, como hacía cada cinco o seis metros. Entonces observó fijamente un pilar y, sorprendido, se quedó inmóvil.

El ojo del experto había detectado de inmediato la pronunciada cresta sobre la superficie del agua, causada por una carga. Tras un examen más detenido, el coronel Nicholson fue capaz de distinguir vagamente una masa oscura apoyada contra la madera. Dudó un momento, retomó su marcha y, después de andar unos metros, se detuvo encima de otro pilar y se asomó de nuevo.

– ¡Qué extraño! -murmuró.

Volvió a titubear, atravesó la vía y pasó a observar el otro lado. Desde allí descubrió otro objeto oscuro, apenas cubierto por una pulgada de agua. Ello le causó un inexplicable fastidio, como la percepción de una mancha que ensuciaba su obra. Determinó continuar su recorrido, se dirigió hasta el final del tablero, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos, como había hecho la patrulla. A continuación, realizó una nueva parada y permaneció un buen rato pensativo, en contemplación y agitando la cabeza. Finalmente, se encogió de hombros y volvió a la orilla derecha, hablando consigo mismo.