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Ambas orillas estaban desiertas. Había triunfado, pero el orgullo que sentía no disipaba ni su repulsión ni su horror. Se levantó a duras penas, ayudándose con las manos y las rodillas. Sólo restaba cumplir unos pocas trámites, bastante simples. En primer lugar, deshacer el equívoco. Dos palabras serían suficientes. El coronel Nicholson había permanecido inmóvil, petrificado ante lo repentino de la escena.

– Oficial. Oficial inglés, sir -murmuró Joyce-. El puente va a estallar. Aléjese.

Joyce no era capaz de reconocer el sonido de su propia voz. El esfuerzo de mover los labios le costó un trabajo inmenso. El otro, para colmo, parecía no entender.

– Oficial inglés, sir -repitió desesperadamente-. Unidad 316 de Calcuta. Comandos. Con orden de hacer saltar el puente.

El coronel Nicholson dio por fin señales de vida. Un extraño brillo cruzó sus ojos y exclamó con una voz sorda:

– ¿De hacer saltar el puente?

– Aléjese, sir. El tren está a punto de llegar. Pensarán que usted es cómplice.

El coronel permaneció impertérrito frente a él.

No era momento de discutir. Había que actuar. Ya se escuchaba claramente el jadear de la locomotora. Joyce se dio cuenta de que sus piernas se negaban a llevarle a ningún sitio. Tuvo que subir el talud a cuatro patas, en dirección a su puesto.

– ¡De hacer saltar el puente! -repitió el coronel Nicholson.

El coronel no se movió de donde estaba, acompañando con una mirada inexpresiva la penosa progresión de Joyce, mientras trataba de descifrar el significado de sus palabras. Súbitamente, comenzó a andar detrás de sus huellas. Apartó furiosamente la cortina de vegetación que acababa de cerrarse sobre él y descubrió su escondrijo. Joyce tenía ya la mano sobre el manipulador.

– ¡De hacer saltar el puente! -exclamó de nuevo el coronel.

– Oficial inglés, sir -balbuceó Joyce, casi suplicante-. Oficial inglés de Calcuta… Las órdenes…

No pudo acabar la frase. El coronel Nicholson se había abalanzado sobre él con un bramido.

– ¡Socorro!…

VIII

«Dos bajas. Algunos daños, pero puente intacto gracias heroísmo coronel británico».

Así rezaba el sucinto informe que Warden, único superviviente de los tres, envió a Calcuta a su llegada al acantonamiento.

Tras la lectura de ese mensaje, el coronel Green pensó que había un buen número de puntos oscuros en ese asunto y solicitó más explicaciones. Warden repuso que no tenía nada que añadir. Su superior determinó entonces que su estancia en la selva de Tailandia había sido demasiado prolongada y que no podían dejar a un hombre solo, en ese peligroso puesto, en medio de una región que los japoneses, probablemente, se disponían a peinar. La Unidad 316 contaba en esta época con numerosos recursos. Lanzaron otro equipo en paracaídas en un sector alejado, con objeto de mantener el contacto con los tailandeses, y Warden fue llamado al centro de operaciones. Un submarino se fue a buscarle a un punto desierto del golfo de Bengala, adonde consiguió llegar tras dos semanas de azarosa marcha. Tres días después de embarcar, arribó a Calcuta y fue a presentarse ante el coronel Green.

En primer lugar, hizo una breve exposición sobre la preparación del golpe y luego pasó a su ejecución. Él había seguido desde las alturas de la montaña toda la escena, sin perder detalle alguno. En un primer momento, comenzó hablando en su característico tono frío y reposado pero, a medida que avanzaba en su relato, fue cambiando de actitud. En el mes que vivió como único representante de su especie, entre partisanos tailandeses, un tumulto de sentimientos no expresados había bullido dentro de él. Los episodios del drama, recreados sin cesar, fueron fermentando en su cerebro, al tiempo que su amor a la lógica le llevaba a agotarse instintivamente en la búsqueda de una explicación racional para aquéllos, y a vincularlos a un número reducido de principios universales.

Los frutos de esas desbordantes deliberaciones los recogió finalmente en las oficinas de la Unidad 316. A Warden le era imposible atenerse a un estricto informe militar. Necesitaba dar rienda suelta al torrente de estupores, angustias, dudas y rabia que llevaba por dentro e, igualmente, exponer con total libertad las razones profundas del absurdo desenlace, tal como él las había interpretado. Su sentido del deber le obligaba asimismo a hacer una presentación objetiva del curso de los acontecimientos. Se empleaba a fondo y, aunque lo lograba por momentos, acababa cayendo en el vendaval de su apasionamiento desatado. El resultado era una extraña combinación de imprecaciones, en ocasiones incoherentes, que aparecían mezcladas con elementos propios de un ardiente alegato, de donde emergían aquí y allá las paradojas de una extravagante filosofía y, a veces, un «hecho».

El coronel Green escuchó pacientemente y con curiosidad ese fantástico retazo de elocuencia, en el que fue incapaz de reconocer la calma o el método legendarios del profesor Warden. Lo que a él le interesaba, sobre todo, eran los hechos. Pese a ello, muy raras veces interrumpía a su subordinado. Tenía ya experiencia de esos retornos de misión, en el que los participantes habían dado lo mejor de sí mismos, pero al final se veían envueltos en un estrepitoso fracaso del que ellos no eran responsables. En este tipo de situaciones, concedía un gran margen de maniobra al «factor humano», hacía oídos sordos a las divagaciones y no se dejaba alterar por un tono en ocasiones irrespetuoso.

– Seguro que piensa que el niño, sir, se ha comportado como un imbécil, ¿verdad? Así es, ha actuado como un imbécil, pero nadie, en su posición, habría mostrado mayor astucia. Le observé muy bien, no le quité ojo ni un momento. Pude adivinar lo que dijo a ese coronel. Hizo lo que yo hubiera hecho en su lugar. Vi cómo se arrastraba. El tren estaba cerca. No comprendí nada cuando el otro se tiró encima de él. Luego fui sospechando el por qué, gradualmente, tras reflexionar sobre el asunto…¡Y Shears le reprochaba que le daba demasiadas vueltas a las cosas! ¡Dios mío, pero si pecaba de lo contrario! Tendría que haber mostrado más perspicacia, más capacidad de discernimiento. De haberlo hecho, se hubiera dado cuenta de que en nuestro oficio no basta con rajar una garganta cualquiera. ¡Hay que acuchillar la buena! Sir, usted está de acuerdo conmigo, ¿no es cierto? Una inteligencia superior, eso es lo que hacía falta. Ser capaz de detectar al enemigo verdaderamente peligroso, comprender que ese venerable zopenco no iba a dejar que le destruyeran su obra. Era su triunfo, su victoria personal. Vivía en un sueño desde seis meses atrás. Un espíritu exquisitamente sutil lo hubiera podido adivinar por su manera de caminar sobre el tablero del puente. Lo tenía apuntado con mis prismáticos, sir… ¡Lástima que no hubiera sido mi fusil!… Recuerdo bien que tenía dibujada en sus labios la beatífica sonrisa de los vencedores… ¡Un admirable prototipo de hombre enérgico, sir, como dicen en la Unidad 316! ¡Nunca derrotado por la adversidad, siempre presto a un último embate! Pues bien, ¡ese hombre de marras gritó pidiendo auxilio a los japoneses! Ese veterano mastuerzo de ojos claros había soñado seguramente toda su vida con construir algo duradero. A falta de una ciudad o una catedral, bien valía un puente. ¿Qué pensaba usted? ¿que iba a dejar que se lo tiraran?… Y, para colmo, ¿esos viejos colonos de nuestro honorable ejército, sir? Estoy seguro de que, en su más tierna juventud, se leyó enterito a nuestro entrañable Kipling, y le apuesto lo que quiera a que en su bamboleante cerebro, mientras la obra se iba alzando sobre las aguas, evocaba frases enteras:«Yours is the earth and everything that's in it, and which is more, youll be a man, my son!». Casi lo escucho desde aquí.