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Era un éxito muy relativo y Clipton no se atrevía a especular sobre la suerte que aguardaba a los rebeldes. Se consolaba recordándose a sí mismo que había evitado lo peor. Los guardias llevaron a los oficiales a la prisión del campamento. El coronel Nicholson fue arrastrado por dos coreanos gigantes, que formaban parte de la guardia personal de Saíto, a la oficina del coronel japonés. Ésta consistía en un pequeño cuarto que comunicaba con su estancia privada, lo que le permitía visitar frecuentemente su reserva de alcohol. Saíto se acercó lentamente a su prisionero y cerró con cuidado la puerta. Un momento más tarde, Clipton, que, en el fondo, era una persona de corazón sensible, no pudo dejar de estremecerse al oír el ruido de los golpes.

V

Tras una paliza de media hora, el coronel fue encerrado en una choza sin catre ni asiento alguno, sin otra opción que tumbarse, cuando se cansaba de estar de pie, sobre el barro húmedo que cubría el suelo. De comida le servían un cuenco de arroz cubierto de sal. Saíto le advirtió que permanecería ahí hasta que se decidiera a obedecerle.

Durante una semana no vio más que el rostro del guardia coreano, una bestia con cara de gorila que todos los días agregaba, de su propia autoridad, un poco de sal a la ración de arroz. El coronel, pese a todo, se esforzaba por tragar varios bocados de arroz, bebía de un sorbo su insuficiente ración de agua y luego se recostaba sobre el suelo, procurando desdeñar sus penalidades. Le estaba prohibido salir de su celda, la cual se había convertido en una cloaca abyecta.

Al cabo de una semana, Clipton consiguió por fin permiso para hacerle una visita. El médico fue convocado previamente por Saíto, en quien pudo adivinar un lúgubre aspecto de déspota angustiado. Daba la sensación de debatirse entre la cólera y la inquietud, algo que intentaba disimular bajo un tono frío.

– No soy responsable de lo que pueda suceder -señaló-. El puente del río Kwai ha de construirse rápidamente y un oficial japonés no puede tolerar este tipo de provocaciones. Hágale comprender que no cederé. Dígale que, por su culpa, aplicaremos el mismo tratamiento a todos los oficiales. Si ello no basta, los soldados sufrirán también por su terquedad. Hasta ahora les he dejado en paz, tanto a usted como a sus enfermos. He llevado mi bondad hasta el límite de aceptar que sean excluidos de los trabajos. Si el coronel persiste en su actitud, consideraré esa bondad como una debilidad.

Con estas amenazadoras palabras le despidió. Clipton fue conducido entonces hasta el prisionero. Su primera reacción fue de conmoción y espanto ante la condición a la que habían reducido a su jefe, y por la degradación física que su organismo había sufrido en tan poco tiempo. Su voz, apenas perceptible, se antojaba como un eco lejano y desprovisto de la autoritaria cadencia que el médico aún guardaba en el oído. No obstante, se trataba de una simple apariencia. El espíritu del coronel Nicholson no había experimentado metamorfosis alguna. Sus palabras eran todavía las mismas, aunque bajo un timbre diferente. Clipton, que había entrado decidido a convencerle de que diera su brazo a torcer, se dio cuenta de que sería imposible hacerle cambiar de parecer. Pronto agotó los argumentos preparados de antemano y se quedó en blanco. El coronel, sin entrar en la discusión, le dijo simplemente:

– Comunique a los demás mi firme voluntad. Bajo ninguna circunstancia toleraré que ningún oficial de mi regimiento haga labores de peón.

Clipton abandonó la celda, debatiéndose una vez más entre la admiración y la irritación, sumido en una nerviosa incertidumbre por la conducta de su superior, sin saber si venerarlo como héroe o considerarle un completo imbécil, y preguntándose si no sería mejor rogarle a Dios que llamara lo más pronto posible a su lado, con concesión incluida de la aureola de mártir, a ese loco peligroso, cuya conducta amenazaba con traer la peor de las catástrofes al campamento del río Kwai. Las palabras de Saíto se ajustaban bastante a la verdad. Los otros oficiales habían recibido un tratamiento apenas más humano, y la tropa sufría constantemente la brutalidad de los guardias. Clipton se alejó del lugar pensando en los peligros que acechaban a sus enfermos.

Saíto había estado aguardando su salida. Lanzándose hacia él, con una palpable angustia inscrita en sus ojos, le preguntó:

– Bueno, dígame…

Estaba a secas y parecía deprimido. Clipton trató de evaluar las consecuencias negativas que la actitud del coronel podía tener para su prestigio, recuperó su compostura y decidió mostrarse enérgico:

– ¿Que le diga qué? El coronel Nicholson no está dispuesto a ceder ante la fuerza, ni sus oficiales tampoco. Además, teniendo en cuenta el tratamiento al que se le está sometiendo, yo tampoco le he aconsejado que lo haga.

Protestó a continuación contra el régimen aplicado a los prisioneros sancionados, apelando él también a los convenios internacionales, a su parecer como médico y, finalmente, a la simple humanidad, llegando incluso a afirmar que un tratamiento de ese tipo equivalía a un asesinato. Se esperaba una reacción violenta, pero no se produjo. Saíto se limitó a murmurar que todo ello era culpa del coronel y luego se marchó apresuradamente. Clipton pensó en ese instante que en el fondo no era tan desalmado, y que sus actos podían muy bien explicarse por la confluencia de diferentes tipos de miedo: el temor a sus superiores, que con toda seguridad le presionaban duramente en relación al puente, y el temor a sus subordinados, frente a los cuales «perdía la cara», al mostrarse incapaz de conseguir la obediencia de los demás.

Su tendencia natural a la generalización llevó a Clipton a identificar en esta combinación de terrores, el terror a los superiores y el terror a los subordinados, la fuente principal de las calamidades humanas. Al expresar para sus adentros este pensamiento, creyó recordar que ya había leído en algún lugar una máxima análoga, cosa que le hizo sentir una cierta satisfacción mental, que le sirvió para aplacar ligeramente su desazón. Profundizó un poco más en su meditación, cerrándola en las inmediaciones del hospital, donde llegó a la conclusión de que las demás calamidades, probablemente las más terribles del mundo, eran imputables a las personas que carecían de superiores y subordinados.

Saíto se vio forzado a reconsiderar su decisión. El tratamiento del prisionero fue suavizado durante la semana siguiente, terminada la cual fue a visitarle para preguntarle si ya se había decidido a comportarse como un «gentleman». Se presentó sereno, con la intención de invocar a su sentido común. Sin embargo, ante la obstinada negativa del coronel Nicholson a discutir un asunto ya zanjado, perdió de nuevo los nervios, alzándose a ese estado de delirio completamente exento de cualquier rasgo de civilización. El coronel fue apaleado nuevamente y el coreano con cara de simio recibió órdenes estrictas de restablecer el régimen inhumano de los primeros días. Saíto vapuleó incluso al guardia, al que acusaba de mostrarse demasiado blando. Era irreconocible en sus accesos de cólera. Dentro de la celda, se puso a gesticular como un poseso, mientras blandía una pistola y amenazaba con ejecutar al celador y a su prisionero con sus propias manos, con el fin de restablecer la disciplina.

A Clipton también le cayeron algunos golpes al tratar de intervenir una vez más. Su hospital fue vaciado de todos los enfermos que podían mantenerse en pie. Éstos se vieron obligados a arrastrarse a la obra y a acarrear material, si querían evitar la muerte a latigazos. Durante algunos días reinó el terror en el campamento del río Kwai. El coronel Nicholson respondió a los malos tratos con un silencio desafiante.