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Cojo el rotulador, completo las líneas como me ha solicitado y le alargo el libro de vuelta al doctor. Lo mira. Asiente. Pregunto:

—¿Y bien?

—Bien, ¿qué? —Saca un paño de un cajón y limpia el dibujo mientras dejo el rotulador sobre la mesa.

—¿Lo he hecho bien?

—¿Qué se entiende por «bien»? —dice con voz áspera mientras se encoge de hombros y vuelve a guardar todo el material en el cajón—. Si fuera una pregunta de examen, la habría contestado bien, de acuerdo, pero esto no es ningún examen. Se supone que debe decirnos algo sobre usted. —Anota algo en el bloc con el pequeño portaminas retráctil.

—¿Y qué es lo que nos dice sobre mí?

Vuelve a encogerse de hombros, mientras repasa atentamente sus apuntes.

—No lo sé —concluye, negando con la cabeza—. Algo debe de decir, pero no sé el qué. Aún.

Me asaltan unas ganas enormes de atizar un puñetazo a la nariz rosada del doctor Joyce.

—Ya veo —añado—. Espero hacer sido de utilidad para el progreso de la ciencia médica.

—Yo también —afirma el doctor Joyce, echando un vistazo a su reloj—. Bien, creo que es todo por hoy. En cualquier caso, pida hora para mañana, pero si no tiene ningún sueño, llame para cancelar la visita, ¿de acuerdo?

—Dios de mi vida, sí que ha ido rápido, señor Orr. ¿Qué tal? ¿Le apetece un té? —El recepcionista impecablemente aseado me ayuda a ponerme el abrigo—. Ha entrado y salido en menos que canta un gallo. ¿Prefiere una taza de café?

—No, gracias —contesto, mientras veo al señor Berkeley y a su policía esperando en la recepción. El señor Berkeley está tumbado en posición fetal, de costado, en el suelo, frente al policía sentado que apoya los pies sobre él.

—Hoy el señor Berkeley es un reposapiés —me aclara con orgullo el Terrible Recepcionista.

En las zonas de la estructura superior, aireadas y espaciosas, los techos son altos y la alfombra amplia y tupida de los pasillos desérticos desprende un olor regio y húmedo. Los paneles de madera de las paredes son de teca y caoba, y los cristales de las ventanas con marcos de aluminio (que revelan un día gris y un mar cubierto de neblina) lucen una tonalidad azulada, como la del cristal plomizo. En los huecos de las paredes oscuras, viejas estatuas de burócratas olvidados amenazan como fantasmas sombríos, y masas elevadas de banderas colgadas, como redes pesadas extendidas para secarse, se balancean al son de una brisa suave y helada que arrastra el polvo rancio a través de los pasillos altos y oscuros.

A una media hora desde la consulta del doctor, descubro un viejo ascensor frente a una ventana circular gigantesca que da al estrecho estuario, como un reloj analógico despojado de sus agujas. La puerta del ascensor está abierta, y dentro, un anciano canoso duerme sentado sobre un taburete alto. Lleva un abrigo largo de color burdeos con botones brillantes. Tiene los brazos cruzados sobre la barriga y su barbilla, con una impresionante barba, reposa sobre su pecho abotonado, mientras la cabeza plateada se mueve arriba y abajo, con el vaivén de su pesada respiración.

Toso. El viejo sigue durmiendo plácidamente. Golpeo un saliente de la puerta.

—¿Hola?

Se despierta sobresaltado, descruza los brazos y se pone de pie, junto a los controles del ascensor. Suena un clic y las puertas empiezan a cerrarse, chirriando y crujiendo, hasta que el hombre pone los brazos en las palancas metálicas para volver a abrirlas.

—Vaya. ¡Qué susto me ha dado, señor! Estaba echando una cabezadita. Pase, pase. ¿A qué piso se dirige?

El ascensor es considerablemente amplio y está lleno de sillas de todo tipo, colocadas de cualquier manera, de espejos desconchados y tapices polvorientos. A menos que sea una ilusión creada por los espejos, tiene forma de «L», cualidad única en un ascensor, al menos según mi experiencia.

—A la plataforma del tren, por favor.

—Enseguida, señor.

El anciano botones engancha su atrofiada mano a la palanca de control. Las puertas se cierran entre crujidos y chirridos, y tras varios codazos y golpes calculados sobre el disco de las palancas, el hombre consigue finalmente que el ascensor se ponga en marcha. Desciende, con un solemne estruendo, mientras los espejos vibran, la estructura traquetea y las sillas se balancean sobre la moqueta desgastada del suelo. El viejo se inclina con precariedad sobre su taburete y se agarra a uno de los raíles de las palancas de control. Sus dientes castañetean a un volumen audible. Me sujeto a un pasamanos brillante y ligeramente descolgado. Un ruido como de metal rasgado suena por encima de nuestras cabezas.

Con tranquilidad fingida, me pongo a leer una lista amarillenta colgada a la altura de mi hombro, que presenta los distintos pisos a los que accede el ascensor, así como los departamentos, secciones de alojamiento y otras instalaciones que se encuentran en dichos niveles. Uno de ellos, en la parte superior, llama mi atención. ¡Eureka! ¡La encontré!

—Disculpe —le espeto al anciano. El hombre vuelve la cabeza, como un paralítico, para mirarme. Señalo la lista colgada—. He cambiado de idea. Me gustaría ir al piso 52. A la Biblioteca de la Tercera Ciudad.

El viejo me mira con desesperación durante un instante y luego apoya una de sus manos temblorosas en los ruidosos controles, al tiempo que baja una palanca antes de apoyarse imperiosamente de nuevo en el raíl. Cierra los ojos.

El ascensor chirría, protesta, se agita y vibra de un lado al otro. Casi me caigo, lo mismo que el compañero del taburete. Las sillas se vienen abajo. Un espejo se resquebraja. Un aplique se descuelga del techo y rebota, como un ahorcado, deteniéndose entre balanceos en medio de una cascada de yeso, polvo y cables colgando.

Nos detenemos momentáneamente. El viejo ascensorista se sacude el polvo de los hombros, se recoloca la chaqueta y el sombrero, recoge el taburete y vuelve a accionar los controles. Ascendemos, con un movimiento mucho más suave en comparación.

—Lo siento —le grito al anciano. Me mira con furia y luego empieza a escudriñar el ascensor, como si intentase descubrir por qué crimen terrible me estoy disculpando—. No pensaba que parar y volver atrás iba a resultar tan... aparatoso —prosigo. El tipo parece completamente fuera de juego, y no deja de observar con detenimiento el interior damnificado del ascensor decrépito, como si no pudiera comprender de qué va todo este jaleo.

Paramos. Al llegar, no suena ninguna campana, sino un potente timbre cuyo estruendo debe de haberse escuchado a kilómetros. El ascensorista mira asustado hacia arriba.

—Ya hemos llegado, señor —grita.

A continuación, me abre las puertas a un panorama caótico y vuelve a entrar en el ascensor. Durante unos instantes, observo anonadado el lugar, mientras avanzo lentamente. El ascensorista se asoma con curiosidad para ver algo, pero sin moverse de su sitio.

Parece que hemos aterrizado en el escenario de una catástrofe terrible. El vestíbulo es inmenso y está lleno de escombros. Frente a nosotros hay fuego, vigas desplomadas, tuberías destrozadas, cables sueltos. Varios hombres uniformados se precipitan de un lado al otro equipados con mangueras de incendios, camillas y otros accesorios que no logro identificar. Una nube colosal de humo envuelve todo. El estruendo y el jaleo formado por los sonidos discordantes de alarmas y bocinas, explosiones y gritos de mando amplificados resultan atemorizantes, incluso para unos oídos ya prevenidos de alguna forma por el timbre escandaloso que ha anunciado nuestra llegada. ¿Qué diablos ha pasado aquí?

—Pues no es por nada —dice el anciano entre toses—, pero esto no parece una biblioteca, ¿verdad?

—No, lo cierto es que no —respondo, y observo que unos doce hombres transportan una especie de bomba inmensa entre los escombros que inundan el vestíbulo—. ¿Está seguro de que este era el piso?