—¿Qué opinas?
Él permaneció en silencio durante un instante, tras lo cual se apartó de la ventana y corrió las cortinas de terciopelo marrón. Se volvió hacia ella, encogiéndose de hombros.
—La niebla es muy densa. Podríamos ir, pero no sé si es buena idea conducir. ¿Y si nos quedamos?
Ella continuó cepillándose el pelo lentamente, ladeando la cabeza para dejar colgar su melena a un lado y poder peinarla con mimo y paciencia. Él casi podía escuchar sus pensamientos. Era domingo por la noche, y debían dejar la casa de la costa para regresar a la ciudad. Aquella mañana, al despertarse, la niebla era muy espesa y llevaban todo el día esperando a que se disipase, pero hora tras hora, el tiempo no hizo sino empeorar. Ella había hablado con sus padres y, por lo visto, en la ciudad también había grandes bancos de niebla, lo mismo que en toda la costa este, según el centro de meteorología, con lo que la situación no iba a mejorar fuera de Gullane. El trayecto tenía poco más de treinta kilómetros, pero eso era un largo camino entre semejante masa de niebla. Ella odiaba conducir con mal tiempo (y él había obtenido el permiso de conducir seis meses antes, y le encantaba la velocidad). Dos de sus amigos habían sufrido accidentes de circulación aquel año. Todo había quedado en un susto, pero aun así... Él sabía que ella era supersticiosa y creía en aquello de «no hay dos sin tres». Ella no quería regresar, pese a tener tutoría a la mañana siguiente.
Las llamas crepitaban en los troncos de la chimenea.
—De acuerdo —concluyó, asintiendo lentamente—. Aunque no sé si nos queda mucha comida...
—A la mierda la comida, ¿tenemos hierba? —preguntó él mientras se sentaba junto a ella, le acariciaba el pelo y esbozaba una gran sonrisa. Ella le golpeó en la cabeza con el cepillo.
—Adicto.
Él emitió una especie de maullido y se enroscó en el suelo, frotando la cabeza contra ella. Seguidamente, dado el nulo efecto de la maniobra —ella seguía cepillándose el pelo tranquilamente—, se volvió a sentar y se apoyó en el armario. Desvió la mirada hacia el viejo tocadiscos.
—¿Quieres que vuelva a poner Wheels of Fire?
—No... —respondió ella negando con la cabeza.
—¿Electric Ladyland?—sugirió.
—Pon algo... antiguo —decidió ella mientras observaba el reflejo de las llamas en los pliegues de las cortinas.
—¿Antiguo? —dijo él, fingiendo indignación.
—Sí. ¿Tenemos aquí Bringing It All Back Home?
—Ah, Dylan —respondió mientras se frotaba sus largos cabellos—. No creo que lo tengamos, pero voy a mirarlo. —Habían llevado una maleta llena de discos—. Mmm... no, no está aquí. Escoge otra opción.
—No. Elige tú. Algo antiguo. Hoy me siento nostálgica. Pon algo de los buenos tiempos —pidió entre risas.
—Estos son los buenos tiempos —apuntó él.
—No es lo que decías cuando Praga ardió y París no —repuso ella.
—Sí, ya lo sé —dijo él, suspirando mientras buscaba entre los discos.
—En realidad —añadió ella—, no es lo que decías cuando el señor Nixon salió elegido, o cuando el alcalde Daly...
—Vale, vale, de acuerdo. Venga, ¿qué quieres escuchar?
—Ay, pon Ladyland otra vez —aceptó con un suspiro de resignación. Él puso el disco en el tocadiscos—. ¿Quieres salir a cenar? —propuso.
Lo cierto es que no estaba seguro. No quería alejarse de la intimidad acogedora de la casa y le gustaba estar a solas con ella. Por otro lado, no podía permitirse salir fuera todo el tiempo y ella pagaba la mayor parte de las comidas y cenas.
—Ya nos apañamos aquí—dijo él, soplando en la aguja del brazo del tocadiscos para quitarle el polvo.
—Voy a ver qué hay en el frigorífico —decidió ella, mientras se levantaba del suelo y se estiraba el kimono—. Creo que tengo algo de hierba en el bolso.
—Ah, genial —exclamó él—. Voy a liar un cigarrillo de la risa.
Más tarde, jugaron a las cartas, después de que ella llamase a sus padres para avisarles de que regresarían al día siguiente. Tras ello, ella sacó una baraja del tarot y empezó a leerle el futuro. Ella era bastante aficionada a la astrología, al tarot y a las profecías de Nostradamus; no creía profundamente en todo aquello, aunque sentía curiosidad e interés. Pero él pensaba que eso todavía era peor que creer ciegamente en esas cosas.
Ella se enfadó con él durante la lectura, porque él se mostraba sarcástico. Guardó las cartas, muy disgustada.
—Solo quería saber cómo funciona... —intentó explicar él.
—¿Por qué? —preguntó ella mientras se tumbaba en el sofá, recogiendo la funda de disco utilizada como tablero.
—¿Por qué? —rió él negando con la cabeza—. Porque es la única forma de entender cualquier cosa. Para empezar, ¿funciona?, y a continuación, ¿cómo?
—Tal vez, querido —empezó ella mientras daba una calada—, no sea necesario comprenderlo todo. A lo mejor no todo tiene una explicación científica, como las ecuaciones y las fórmulas.
Volvieron una vez más al recurrido tema. Sentido emocional versus lógica. Él creía en una especie de Teoría de Campo Unificada sobre el conocimiento. Este existía para ser entendido, era un compendio de emociones, sentimientos y pensamiento racional y lógico; una entidad, con todo, dispersa en hipótesis y resultados, los cuales, no obstante, funcionaban a través de los mismos principios fundamentales. Al final, todo quedaría comprendido en una unidad, era cuestión de tiempo e investigación. Para él, todo aquello resultaba tan obvio que tenía serias dificultades para aceptar cualquier otro punto de vista.
—Si pudiera hacerlo, a cualquiera que creyese en la astrología, en la Biblia, en la fe curativa y en todas esas cosas, no le permitiría utilizar la energía eléctrica, ni conducir vehículos con motor, ni usar ningún objeto hecho de plástico. Esta gente quiere creer que el universo funciona según sus estúpidas normas, ¿no? De acuerdo, que vivan a su manera, pero ¿por qué habría que permitirles gozar de los frutos del trabajo duro de la mente humana? ¿Cosas que solo existen porque personas mejores que ellos han tenido en alguna ocasión el juicio y la voluntad de...? ¿Dejarás de reírte de mí? —la miró, para percatarse de cómo reía en silencio mientras liaba otro porro.
Ella se volvió hacia él y le extendió una mano.
—A veces eres muy divertido —le dijo, mientras él tomaba su mano y la besaba con solemnidad.
—Es para mí un honor divertirte, querida.
Él no pensaba que sus teorías fuesen divertidas. ¿Por qué se reía de él? A la larga tuvo que reconocer que no la comprendía realmente. No comprendía a las mujeres. No comprendía a los hombres. Ni siquiera comprendía muy bien a los niños. Lo único que comprendía de verdad era a él mismo y al resto del universo. No lo entendía todo, ni por completo, naturalmente, pero los comprendía a los dos lo suficientemente a fondo como para saber que lo que quedaba por descubrir tendría sentido al final; todo encajaría y se iría componiendo gradualmente y con paciencia, como un rompecabezas infinito que se va completando, sin bordes ni esquinas, y sin aparente final, pero con el objetivo de destinar un espacio concreto para cada una de sus piezas.
En una ocasión, cuando era niño, su padre lo había llevado con él a la nave ferroviaria donde trabajaba. Allí ponían a punto las locomotoras, y su padre le había enseñado las inmensas máquinas, cómo las desmontaban y las montaban, las limpiaban, las pulían y las reparaban. Él recordaba con claridad cómo había observado una prueba estática de una locomotora a velocidad máxima sobre tambores de acero, con las ruedas enormes girando difuminadas y temblorosas desde los platos metálicos, y el vapor enroscándose entre los radios estroboscópicos, cuyas juntas y barras parpadeaban en el temblor y el eco de la enorme nave. Las ráfagas de humo intermitentes emergían de la chimenea de la locomotora y se marchaban por un tubo de ventilación remachado que ascendía hasta el techo de la nave. La experiencia era terriblemente ruidosa y atronadoramente potente; indescriptiblemente intensa. Él se sentía a la vez horrorizado y maravillado, henchido de una sensación de sobrecogimiento frente al poder categórico y puro de la máquina.