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Leo el periódico matinal mientras tomo un café. Critican a la Administración por no haber previsto el paso de la formación aérea de ayer. Se están evaluando nuevas medidas preventivas con el objetivo de evitar más transgresiones contra el espacio aéreo del puente.

Llegan los arenques. Las espinas retiradas han dejado una especie de patrón sobre su pálida carne. Recuerdo mis teorías sobre la topografía general del puente e intento olvidar mi resaca.

Hay tres posibles opciones:

1. El puente es simplemente eso, un enlace que está entre dos masas de tierra muy alejadas entre sí y que goza de una existencia independiente de ellas, pero hay tráfico que lo cruza de una a la otra.

2. El puente es un muelle; hay tierra a un lado, pero no al otro.

3. El puente no tiene conexión con tierra firme, excepto con las pequeñas islas que se encuentran cada tres secciones.

En las opciones 2 y 3, podría darse el caso de que aún estuviese en construcción. Podría ser una cortina de muelle por no haber alcanzado aún la masa de tierra del otro lado, o, en caso de no conectar con tierra firme, podría estar construyéndose hacia los dos extremos, y no solo hacia uno.

En la opción 3, existe una interesante alternativa. En apariencia, el puente es recto, pero se ve el horizonte y el sol sale, sube y se pone. Por lo tanto, el puente podría terminar encontrándose consigo mismo, formar un circuito cerrado, un círculo que encerrase el planeta, topográficamente infinito.

Al visitar la biblioteca más cercana para buscar un libro sobre braille, recuerdo la Biblioteca de la Tercera Ciudad. Tras el desayuno, me siento bastante recuperado y decido acercarme dando un paseo a la sección donde se encuentran la clínica del doctor Joyce y la mítica biblioteca. Voy a intentar encontrarla otra vez.

Hoy también hace un día excelente. Sopla un viento suave y cálido que inclina los cables de los dirigibles, mientras estos intentan volar hacia el puente. Se han lanzado más globos al cielo; grandes barcazas atoan los aeróstatos a medio inflar, algunos de los pesqueros llevan dos dirigibles y, con los cables, forman una «V» gigante que se eleva sobre ellos. Algunos están pintados de negro.

Camino silbando sobre el puente, de una sección a la otra, balanceando mi bastón. Un lujoso pero convencional ascensor me conduce hasta el piso más alto, que aún se encuentra varias plantas por debajo del pico de la sección. Los pasillos altos, oscuros y con olor rancio me resultan familiares, al menos en conjunto. Su distribución exacta sigue siendo un misterio.

Camino bajo las antiguas y deterioradas banderas colgadas, entre los burócratas perpetuados en piedra, y junto a estancias llenas de recepcionistas elegantemente vestidos. Cruzo claraboyas que dejan pasar una tenue luz desde los techos de pasillos decrépitos, intento mirar a través de cerraduras de pasajes cerrados, oscuros y desiertos, cuyos suelos están cubiertos por varios centímetros de escombros y polvo. Intento abrir las puertas, pero las bisagras están oxidadas.

Al final, llego a un pasillo que me resulta familiar. Una círculo de luz brilla sobre la alfombra que tengo delante, justo donde el pasillo se ensancha. Huele a humedad y juraría que, en lugar de caminar sobre la alfombra, estoy chapoteando. Hay macetas altas y un trozo de pared donde debería encontrarse la entrada del ascensor en forma de «L». El círculo de luz del suelo tiene una sombra en el centro, que no recuerdo haber visto la otra vez. La sombra se mueve.

Llego a donde está la luz. La inmensa ventana redonda está allí y sigue dando al estuario. Vuelvo a pensar en un reloj sin agujas al verla. El que proyecta la sombra es el señor Johnson, el paciente del doctor Joyce que no quiere abandonar su andamio. Está limpiando la ventana, frotando con un trapo el centro del cristal, con una expresión de concentración embelesada en el rostro.

Por detrás de él, y ligeramente hacia abajo, a unos trescientos metros sobre el nivel del mar, flota un pesquero de arrastre.

Está suspendido bajo tres cables, es de color marrón muy oscuro y tiene estrías de óxido por debajo de la línea de flotación, donde hay algunos percebes incrustados. Flota en el aire, lentamente, en dirección hacia el puente, elevándose poco a poco a medida que se acerca.

Camino hacia la ventana. Encima del pesquero hay tres dirigibles negros. Miro al atareado señor Johnson. Golpeo la ventana con los nudillos, pero parece que no me oye.

El pesquero de arrastre, que sigue elevándose, avanza directamente hacia la gran ventana circular. Golpeo el cristal a la mayor altura que puedo, balanceo mi bastón y mi sombrero y grito con todas mis fuerzas:

—¡Señor Johnson! ¡Cuidado! ¡Detrás de usted!

Deja de frotar un momento, pero solo para inclinarse hacia delante, sin borrar su sonrisa solemne, para soltar su aliento en el cristal y continuar a lo suyo.

Golpeo el cristal a la altura de las rodillas del señor Johnson; es lo más alto que puedo llegar, incluso con el bastón. El pesquero ya se encuentra a poco más de seis metros de él. El señor Johnson sigue limpiado alegremente. Golpeo con fuerza el grueso cristal con la punta metálica del bastón. Se agrieta. Cuatro metros; el pesquero está a la altura de los pies del señor Johnson. Le grito y aporreo el trozo de cristal agrietado que, finalmente, se rompe en pedazos. Me aparto para evitar las esquirlas. El señor Johnson me lanza una mirada furibunda. Tres metros.

—¡Detrás de usted! —grito; señalo un instante con el bastón y huyo para ponerme a cubierto.

El señor Johnson me observa y, por fin, se vuelve. El pesquero se encuentra a pocos palmos de distancia. Se tira al suelo de su andamio justo cuando el barco se incrusta en el centro de la gran ventana circular, con la quilla rozando la barandilla del andamio del señor Johnson, a quien ducha con los percebes. El vidrio se hace añicos sobre el amplio rellano; el ruido de cristales rotos compite con el del metal que se resquebraja. La proa del pesquero empieza a atravesar el centro de la ventana y el marco de metal se dobla como una inmensa telaraña, emitiendo un horrible y sonoro quejido. Todo tiembla a mi alrededor.

De pronto, se detiene. Parece que el pesquero retrocede ligeramente y, entre arañazos y rascadas, empieza a subir, se abre camino hacia la parte superior de la enorme circunferencia, rompe el cristal a su paso y deja caer fragmentos de vidrio y percebes sobre la alfombra y sobre las hojas de las macetas contiguas, que se doblan por la terrible lluvia vítrea que les está cayendo encima.

Entonces, aunque parezca increíble, el pesquero se marcha. Desaparece de mi vista. Los cristales dejan de caer. El sonido del barco abriéndose camino hacia los pisos superiores vibra en el aire.

El andamio del señor Johnson se balancea de un lado al otro y va disminuyendo gradualmente el ímpetu de sus movimientos. El hombre se mueve, echa un vistazo a su alrededor y se incorpora lentamente, con la espalda llena de trocitos de vidrio que le confieren el aspecto de una serpiente que está mudando su piel brillante. Se lame unos pequeños cortes que ha sufrido en el reverso de las manos, se sacude con cuidado algunas esquirlas de cristal de los hombros y coge una pequeña escoba de su andamio, que aún se balancea ligeramente. Empieza a barrer los cristales tranquilamente, mientras silba ensimismado. De vez en cuando, echa un vistazo con la mirada triste y afectada a lo que queda de la enorme ventana circular.

Me pongo en pie y me quedo mirando al señor Johnson, que limpia su andamio, comprueba los cables de sujeción y se pone un vendaje en las manos. Finalmente, contempla durante unos segundos la ventana destrozada y encuentra un pedacito que no está roto y aún está sucio, y se pone a limpiarlo.

Han pasado diez minutos desde el impacto del pesquero y sigo aquí, solo. Nadie se ha acercado a investigar, no han sonado alarmas ni sirenas de emergencia. El señor Johnson sigue limpiando y secando. Una brisa cálida sopla a través de la ventana rota y arrastra las hojas caídas de las macetas. Donde antes estaban las puertas del ascensor en forma de «L», ahora hay una pared vacía, con huecos para las estatuas.