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—¿Así que te han dado puerta y eso?

—Sí. Mi médico lo autorizó. Rechacé someterme al tratamiento que tenía programado para mí, y supongo que esa es la razón de mi traslado. Aunque tal vez no sea así; no sé.

—Menudo cabrón, ¿eh? —El señor Lynch niega con la cabeza, con aire enfurecido—. Putos médicos...

—Parece un acto mezquino y vengativo, pero imagino que yo soy el único culpable.

—Son unos cabrones todos —mantiene el señor Lynch mientras bebe de su jarra. Sorbe el té ruidosamente, lo que para mí tiene el mismo efecto que oír rascar una pizarra con las uñas: me produce dentera. Miro el reloj que hay encima del mostrador de servicio. Intentaré contactar con Brooke; seguramente llegará pronto al Dissy Pitton's.

El señor Lynch saca papel y tabaco y se lía un cigarrillo. Respira con fuerza y de su garganta se desprenden sonidos catarrales, gruñidos y resoplidos. Un acceso de tos seca, como un gran saco de piedras agitado vigorosamente en algún lugar del interior del señor Lynch, completa su preparación precigarrillo.

—¿Tienes que ir a algún lado, tío? —me pregunta el señor Lynch al verme consultar el reloj. Enciende el pitillo, emitiendo una nube de humo acre.

—Sí, de hecho, debería marcharme. Voy a ver a un viejo amigo. —Me levanto—. Muchas gracias, señor Lynch, siento irme de forma tan precipitada. Espero que me permita devolverle su generosidad cuando vuelva a tener fondos.

—Vale, tío. Si quieres ir a algún lado mañana dame un toque. No tengo que ir a trabajar.

—Gracias, señor Lynch. Es usted muy amable. Hasta pronto.

—Venga. Nos vemos.

Consigo llegar al Dissy Pitton's más tarde de lo que tenía previsto, y con los pies tremendamente doloridos. Tendría que haber aceptado la oferta del señor Lynch de prestarme algo de dinero para el tren. Es increíble el encanto que pierde caminar cuando se hace por necesidad y no por gusto. También me preocupa que me vean con el uniforme que llevo ahora; mi rostro parece invisible a efectos prácticos. No obstante, camino con aplomo, con la cabeza alta y los hombros hacia atrás, como si todavía luciese mi mejor traje y mi mejor abrigo, y balanceando el bastón, que aún destaca más en ausencia de estos.

El guardia de seguridad no parece impresionado de verme de esta guisa.

—¿No me reconoce? He venido muchas noches. Soy el señor Orr; mire. —Le muestro el brazalete identificador. Lo ignora; parece algo avergonzado de tener que hablar conmigo, se inclina la gorra y sigue abriendo la puerta a los otros clientes.

—Oiga, será mejor que se marche, ¿de acuerdo? —me dice.

—¿En serio no me reconoce? Mire mi cara y no mi ropa. O, por lo menos, dé un mensaje al señor Brooke de mi parte... ¿aún está por aquí? Brooke, el ingeniero, un tipo bajito, ligeramente jorobado... —Si el guardia de seguridad no fuera más alto y más pesado que yo, intentaría pasar por la fuerza.

—Si no se marcha, se meterá en un lío —me advierte el gorila, mirando hacia otro lado, como buscando a alguien.

—Estuve aquí la otra noche. Soy el hombre que le devolvió el sombrero al tal Bouch, tiene que recordarlo. Usted sostuvo el sombrero ante él, y él vomitó dentro.

El hombre sonríe, se toca la gorra, deja entrar a una pareja que no reconozco.

—Mire, amigo —me dice—, he estado fuera estas dos últimas semanas. Así que haga el favor de largarse o lo sentirá.

—Bien... de acuerdo. Lo siento. Pero, por favor, si escribo una nota, ¿le importaría...?

No puedo continuar. El hombre echa otro vistazo, descubre que no hay moros en la costa y me propina un fuerte puñetazo en el estómago. Mientras me agacho por culpa del dolor, el gorila aprovecha para golpearme en la barbilla, y después en el ojo cuando intento incorporarme de nuevo.

Caigo al suelo, totalmente aturdido. Alguien me levanta por el cuello del uniforme y me arrastra sin contemplaciones por la plataforma, lanzándome al exterior a través de una puerta. Dos golpes más me alcanzan en el costado; patadas, creo.

Se oye un portazo. El viento sopla fuerte.

Permanezco tumbado durante un rato, en la misma posición en la que me han dejado, incapaz de moverme. Un fuerte dolor latente y repetitivo va creciendo en mi vientre. Sin poder ver dónde estoy (creo que tengo sangre en los ojos), vomito la salchicha de sucedáneo de pescado y el puré de algas.

Me tumbo en mi cama minúscula. El hombre y la mujer de la habitación de arriba están discutiendo. El dolor me agobia; siento náuseas y hambre al mismo tiempo. La cabeza, los dientes, la mandíbula, el ojo y la sien derechos, el estómago, la tripa y el costado me pulverizan entero, en una sinfonía de dolor que invade todo mi cuerpo. El persistente susurro del eco de mi antigua lesión, la profunda molestia circular a la que estoy tan acostumbrado, parece ahogarse entre todo lo demás.

Ya estoy limpio. Me he lavado la boca lo mejor que he podido y me he colocado el pañuelo sobre el corte en la ceja. No estoy seguro de cómo he llegado hasta aquí, pero lo he hecho, aturdido por el dolor, como si fuera un triste borracho.

No me siento nada cómodo en la cama, que solo es un lugar nuevo que me permite apreciar las olas de dolor que me inundan y rompen contra la orilla de mi cuerpo.

Finalmente, en plena noche, consigo caer dormido. Pero nado a la deriva en un océano de dolor, sin descanso; paso de despertares agónicos que mi propio raciocinio puede, al menos, intentar poner en su contexto (buscando el momento en que el dolor cese) a momentos de tormentoso trance semiconsciente en los que las porciones más ínfimas de mi cerebro solo saben que los nervios gritan, que el cuerpo duele y que no hay nadie a quien pueda acudir para llorar en su hombro.

Tres

No sé cuánto tiempo llevo aquí. Mucho. No sé dónde está este lugar. Muy lejos. No sé por qué estoy aquí. Porque hice algo mal. No sé cuánto tiempo tendré que quedarme aquí. Mucho.

El puente no es largo, pero dura siempre. No estoy lejos de la orilla, pero nunca la pisaré. Camino, pero no me muevo. Rápido o despacio, corriendo, rodando, volviendo sobre mis pasos, saltando o deteniéndome; da lo mismo, no hay diferencia.

El puente es de hierro. Grueso, pesado, oxidado, desconchado y descamado, emite un sonido contundente y muerto bajo mis pies; un sonido tan grueso y pesado que apenas es sonido, solo el impacto de cada uno de mis pasos que viaja a través de mis huesos hasta mi cabeza. El puente parece de hierro macizo. Tal vez hace tiempo no lo era. Tal vez lo remacharon en alguna ocasión. Pero ahora es de una pieza, oxidado y decadente. O quizá lo soldaron. Y qué más da.

No es largo. Hay un río pequeño debajo, lo veo a través de las gruesas barras de hierro de la barandilla. El río nace de entre la niebla y pasa bajo el puente, sereno y tranquilo, para seguir su curso y desaparecer de nuevo entre la misma niebla.

Podría atravesar el río a nado en un par de minutos (de no ser por los peces carnívoros) y podría cruzar el puente en menos tiempo, incluso a paso moderado.

El puente es parte de un círculo, tal vez el cuarto superior, en lo que a altura se refiere. Su estructura completa da forma a una gran rueda vacía que rodea al río.

En el lado que tengo detrás, hay una vía adoquinada que cruza un pantano. En el otro lado están mis damas, reposando o retozando en pequeños vagones o carromatos abiertos que se extienden sobre un prado, rodeado —según he podido observar en las raras ocasiones en las que la niebla se disipa levemente— de inmensos árboles de follajes tupidos. Camino siempre hacia las damas. En ocasiones lo hago lentamente, otras veces me muevo más rápido, incluso he llegado a correr. Me hacen señas con las manos, me saludan y me dan la bienvenida. Sus voces me llaman, en idiomas que no comprendo, pero que suenan dulces y adorables. Me suplican que vaya con ellas, lo que me llena de un deseo furioso.