Pasan, aparentemente indiferentes ante la completa oscuridad.
—¿Cree que lo han logrado? —me pregunta la señorita Arrol, mientras sigue intentando ver algo a través de la negra noche. Su aliento empaña el cristal.
—No lo sé —reconozco—. No me sorprendería.
Ella se muerde el labio inferior y mantiene las manos parapetadas contra la oscura ventana, con una expresión de excitación anticipada en el rostro. Tiene un aspecto muy juvenil.
Vuelve la luz.
Los aviones han dejado sus mensajes sin sentido; ya se ven las nubes de humo, oscuridad sobre oscuridad. La señorita Arrol se sienta y levanta su vaso. Mientras yo hago lo propio, se inclina en la mesa y susurra en tono conspirativo:
—Por nuestros intrépidos aviadores, vengan de donde vengan.
—Y sean quienes sean —añado, rozando mi vaso con el suyo.
Cuando nos disponemos a marcharnos, un ligero olor a humo graso, solo perceptible por los olfatos más finos del restaurante, nos deja la señal inequívoca del paso de los aviones junto a la gramática estructural del puente, tal vez a modo de crítica.
Esperamos el tren. La señorita Arrol está fumando. Suena la música en la zona de espera de las clases acomodadas. Ella se estira en su asiento y reprime un bostezo.
—Lo siento —dice—. Señor O... Bueno, a estas alturas podemos tutearnos. Si te llamo John, ¿tú me llamarás Abberlaine, pero nunca «Abby»?
—Por supuesto, Abberlaine.
—De acuerdo... John. Imagino que estás cualquier cosa menos contento con tu nueva vivienda.
—Es mejor que estar en la calle.
—Sí, claro, pero...
—Aunque no mucho mejor. Y sin el señor Lynch, todavía estaría más perdido, si cabe.
—Mmm, me lo imaginaba. —Parece preocupada y mantiene la mirada fija en uno de sus brillantes tacones negros. Se pasa un dedo por los labios, sin abandonar su serio semblante. De pronto, alza la mano—. Ah, tengo una idea. —Su rostro se ilumina con una traviesa sonrisa.
—Lo construyó mi bisabuelo paterno. Un momento, a ver si encuentro las luces. Creo que están... —Se oye un ruido sordo—. ¡Mierda! —grita la señorita Arrol.
—¿Estás bien?
—Sí, sí. Me he dado un golpe en la barbilla. Bueno, a ver esas luces. Me parece que están... no. Maldita sea, no veo nada. No tendrás un encendedor, ¿verdad, John? Es que he gastado la última cerilla con el cigarrillo.
—No. Lo siento.
—De acuerdo. ¿Me alcanzas tu bastón?
—Cómo no. Toma. ¿Estás...? ¿Lo tienes?
—Sí, lo tengo. —Oigo cómo se abre camino a tientas entre la oscuridad, balanceando el bastón. Dejo mi maleta en el suelo, esperando comprobar si mis ojos se adaptan a las tinieblas o no. Puedo ver discretos halos de luz, apenas perceptibles, más allá de una esquina, pero aquí dentro todo es negro. Desde lejos, oigo la voz de Abberlaine Arrol—. Tenía que estar cerca del puerto. Por eso lo construyó. Después hicieron el club deportivo arriba, pero él era demasiado orgulloso como para aceptar la indemnización y vender su parte, así que ha seguido perteneciendo a la familia. Mi padre siempre dice que lo venderá, pero no nos iban a dar demasiado, así que lo utilizamos como almacén. Había humedades en el techo, pero las arreglaron.
—Ajá. —Escucho a la joven, pero lo único que puedo oír es el sonido del mar. Las olas peinan las rocas de los muelles cercanos. También puedo olerlo; parte de su mojado frescor parece impregnar el aire.
—¡Por fin! —exclama la señorita Arrol, con la voz apagada. Un clic y se hace la luz. Estoy de pie frente a la puerta de una gran estancia, prácticamente diáfana, con dos niveles y llena de muebles viejos y cajas de embalaje. Desde el techo, alto y con manchas de humedad, cuelgan enrevesados racimos de lámparas. El barniz se descama de los paneles de las paredes, colocados tiempo atrás. Hay sábanas blancas por todas partes, cubriendo a medias antiguos aparadores, armarios, sillones, sillas, mesas y cómodas. También hay otros muebles completamente tapados, envueltos y apuntalados como inmensos regalos blancos y antiguos. Donde antes se veían vagos halos de luz, ahora aparece una gran pantalla negra formada por las ventanas que nos muestran la noche. De una habitación contigua, sale Abberlaine Arrol, con el sombrero en su sitio, y frotándose las manos para limpiarse el polvo.
—Bueno, esto está mejor —dice mientras echa un vistazo a su alrededor—. Un poco sucio y desértico, pero es tranquilo y más íntimo que su habitación del B7 o de donde sea.
Me devuelve el bastón y empieza a caminar entre los muebles, levanta las sábanas y mira debajo, desata una tormenta de polvo al investigar los contenidos de la inmensa estancia. Estornuda.
—Debe de haber alguna cama en algún sitio. —Mira hacia las ventanas—. Habría que cerrar los postigos. Aquí no entra mucha luz, pero sí la suficiente como para despertarte por las mañanas.
Me acerco a las altas ventanas de obsidiana enmarcadas por una desconchada pintura blanca. Los pesados postigos chirrían al deslizarse sobre los cristales cubiertos de polvo. En el exterior, hacia abajo, puedo ver una línea rota de espuma blanca y algunas luces lejanas, la mayoría procedente de algunos barcos atracados en el puerto. Por encima, donde espero ver el puente, solo hay oscuridad, negra y completa. Las olas relucen como millones de cuchillos mortecinos.
—Aquí. —La señorita Arrol ha encontrado la cama—. Puede que esté algo húmeda, pero seguro que encuentro sábanas en algún sitio. A lo mejor en esas cajas.
La cama es grande, con un cabecero de roble tallado con dos inmensas alas extendidas. Abberlaine escarba entre las cajas y los baúles buscando las sábanas. Yo pruebo la cama.
—Abberlaine, eres muy amable, pero ¿seguro que no te buscarás problemas por esto? —pregunto mientras estornuda de nuevo desde una polvorienta caja—. ¡Salud!
—Gracias. No, no estoy segura —admite mientras saca unas mantas y varios fajos de periódicos de un baúl—, pero en el caso improbable de que mi padre se enterase y se molestase, podría intentar hablar con él. Tú no te preocupes. Aquí nunca viene nadie. Ajá. —Encuentra un edredón grande y varios juegos de sábanas y almohadas. Hunde el rostro en ellos y aspira profundamente—. Sí, parece que están secos.
Hace un fardo con las prendas que ha encontrado y se acerca para hacer la cama. Me ofrezco a ayudarla, pero se niega.
Me quito el abrigo y voy en busca del cuarto de baño. Es unas seis veces mayor que la habitación 306 del nivel B7. Da la impresión de que en la bañera cabe una lancha. La cisterna funciona, del grifo sale agua corriente, y el bidé y la ducha no tienen ningún problema. Me miro en el espejo, me peino, me arreglo la camisa y busco posibles restos de comida entre mis dientes.
Cuando vuelvo a la sala principal, la cama está lista. Las grandes alas de roble se abren ante un edredón blanco de plumón. Abberlaine Arrol se ha marchado. La puerta principal del gran apartamento oscila de un lado al otro.
Cierro la puerta y enciendo casi todas las luces. Cuelgo una lámpara de una de las cajas de embalaje que hay junto a mi cama fría y enorme. Antes de apagar las luces, me quedo tumbado un rato, mirando los grandes círculos huecos que las aguas ya secas dejaron en el yeso que tengo justo encima.
Borrosos y apagados, remanentes de antiguos lamentos, me miran como antiguas imágenes pintadas del estigma que llevo en mi propio pecho.
Extiendo la mano hacia la lámpara y enciendo de nuevo la oscuridad.
Cuatro
Es la de la muerte, eso me dijo el viejo cabrón cuando intentaba sacarle información. Le dije que era un viejo pervertido, porque yo ya estaba harto y le rajé el cuello; te he preguntado dónde estala puta Bella Durmiente, no si es de la muerte o no es de la muerte o lo que coño me estés diciendo. No, no, me dijo con la sangre chorreando y salpicando por todas partes, no, no; he dicho Isla de la Muerte, en la Isla de la Muerte encontrarás a la Bella Durmiente, pero ten mucho cuidado con... Y entonces el cabrón va y se muere. Menuda mierda. Me quedé un poco preocupado y eso, pero estas cosas pasan por algo.