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—No todos recurrimos a la violencia con tanta facilidad — repuso él fríamente—. Tendrías que habérmelo contado. Llevo una semana muy preocupado.

Entonces, deseó no haber dicho todo aquello, porque ella se desmoronó, lo abrazó y rompió a llorar, y él se dio cuenta de lo mal que lo debía de haber pasado. Se sintió egoísta y mezquino por suponer una preocupación más para ella. Le acarició los cabellos mientras ella sollozaba en su pecho.

—Vamos a casa —susurró.

Él salió de acampada a las colinas en varias ocasiones más, aprovechando las estancias de ella en París para escapar de Edimburgo y visitar las islas y las montañas, parándose a ver a su padre, tanto a la ida como a la vuelta. Un atardecer, había acampado en la ladera de la montaña Beinn a' Chaisgein Mor —había un refugio cerca, pero prefería dormir al aire libre si el clima era agradable— con vistas al Fionn Loch y a la calzada elevada que cruzaría al día siguiente, en dirección a las montañas más lejanas, cuando de pronto pensó que, lo mismo que él nunca había ido a París en todos aquellos años, Gustave tampoco había visitado Edimburgo.

Ah. Tal vez solo fueran los efectos del último porro, pero en aquel momento, aunque estaban a mil kilómetros de distancia y con muchos años sin compartir, se sintió extrañamente cerca del francés al que jamás conoció. Rió en voz alta bajo el frío aire de los montes escoceses, mientras la brisa movía el cuerpo de la tienda de campaña como si respirase con vida propia.

Uno de sus primeros recuerdos era una cadena de montañas y una isla. Su madre y su padre, su hermana pequeña y él habían ido a Arran de vacaciones; él tendría unos tres años. Mientras el barco chapoteaba sobre las resplandecientes aguas del río en dirección a la lejana masa de tierra de la isla, su padre le mostró al Guerrero Durmiente; la forma de la cresta de la montaña del extremo norte de la isla se asemejaba a un soldado tumbado sobre el paisaje, heroico y caído. Nunca olvidaría aquella visión y tampoco la mezcla de sonidos que la acompañaban: el graznido de las gaviotas, el chapoteo de las hélices de los barcos, un grupo de acordeonistas tocando en cubierta, las risas de los pasajeros. Aquello le proporcionó también su primera pesadilla; su madre tuvo que despertarlo y sacarlo de la cama que compartía con su hermana en la casa donde se alojaban, porque llevaba un rato llorando y quejándose. En su sueño, el gran guerrero de piedra se había despertado y se dirigía lentamente, con paso firme y pesado, a asesinar a sus padres.

La señora y la señorita Cramond sacaron el máximo partido de su gran casa; organizaban eventos sociales muy agradables y sus fiestas se popularizaron notablemente. Alojaban a gente; poetas que recitaban su obra en la universidad, un pintor que intentaba vender sus cuadros a una galería, un escritor invitado por la librería para una firma de ejemplares... Algunas tardes, él se encontraba con todo un círculo de personas a las que no conocía en la casa; normalmente parecían menos acomodados que los amigos de Andrea, y solían comer y beber bastante más. La señora Cramond, aparentemente, pasaba la mitad del día preparando pasteles, panes y quiches. A él le preocupaba que, incluso en su viudedad, la señora estuviese todo el tiempo haciendo cosas para los demás, pero Andrea le dijo que no fuera estúpido; a su madre le encantaba ver cómo la gente disfrutaba con algo que ella había hecho. Él lo aceptó, pero observaba cómo los huéspedes itinerantes se llenaban los bolsillos de pasteles y de alguna que otra botella de vino con un persistente sentido de la explotación ajena.

—Estas personas son intelectuales —le dijo en una ocasión a Andrea—. ¡Estás fundando una especie de club social de esnobs!

Ella se limitó a sonreír.

Andrea compró una camada de cuatro gatos siameses a una amiga. Uno murió, y ella bautizó a los dos machos Franklin y Phineas, y a la elegante hembra Fat Freddie, por culpa de la maldita nostalgia, según sus propias palabras. A la señora Cramond le regalaron un cavalier king charles spaniel al que llamó Cromwell.

A él, solo el hecho de prepararse para ir a la casa le hacía sentir bien; conducir hasta allí le creaba una excitación casi infantil; la casa era otro hogar, un lugar cálido y acogedor. En ocasiones, especialmente si había tomado alguna que otra copa, debía combatir contra un absurdo sentimiento de ternura ante la visión del vínculo entre madre e hija.

Añadió un Citroën CX al GTIy al Range Rover, y luego vendió los tres y compró un Audi Quattro. Viajó a Yemen por trabajo y visitó las ruinas de Moca, en la costa del Mar Rojo; sintió el cálido viento de África que levantaba los granos de arena, y experimentó la constante y dura indiferencia del desierto, su tranquila continuidad, el espíritu de aquellas tierras antiguas. Acarició con sus manos las piedras erosionadas por el paso del tiempo, y observó cómo las olas azules rompían en brotes de seda blancos sobre la solidez dorada de la cosa.

Los acontecimientos siguieron sucediéndose; Lennon recibió un disparo, Dylan sucumbió a la religión. Nunca supo determinar cuál de los dos hechos lo deprimió más. Estaba trabajando en Yemen cuando los israelíes invadieron el sur del Líbano porque habían disparado a un hombre en Londres, y cuando los argentinos desembarcaron en Port Stanley. No supo que su hermano Sammy formaba parte del destacamento militar hasta que este no hubo zarpado. Cuando regresó a Edimburgo, discutió con sus amigos, defendió que los argentinos merecían las malditas islas, decía, y se preguntaba cómo diablos los partidos revolucionarios podían apoyar el imperialismo de una junta fascista. ¿Por qué siempre tenía que haber un lado equivocado y otro correcto?

Su hermano volvió sano y salvo. Él todavía discutía sobre la guerra con su padre, con Sammy y con sus amigos radicales. Cuando se convocaron las siguientes elecciones, empezó a plantearse si sus compañeros tenían razón después de todo.

—Oooh, ¡venga ya! —exclamó con desesperación. Otra mayoría laborista vapuleada, el SDPchupando votos; otra sorprendente victoria conservadora. Los expertos habían predicho que los tories seguirían en la línea de resultados de la última vez, pero aumentarían su número de escaños—. ¡Menuda mierda!

—Esto ya se está haciendo repetitivo —dijo Andrea, alargando el brazo hasta la botella de whisky. Margaret Thatcher apareció en la pantalla del televisor, radiante ante su victoria.

—¡Fuera! —gritó él, ocultándose bajo las sábanas. Andrea apretó con fuerza el botón del mando a distancia y la televisión se apagó—. Oh..., Dios —murmuró él desde su guarida—. Y no me digas nada sobre el tipo de gravamen.

—No he dicho una palabra, muchacho.

—Dime que esto solo es una pesadilla.

—Esto es solo una pesadilla.

—¿En serio?

—Pues no. Es la realidad. Solo te decía lo que querías escuchar.

—¡Panda de idiotas! —le espetó a Stewart—. Otros cuatro años con esos peleles al mando. ¡Me cago en todo! ¡Un payaso senil rodeado de reaccionarios xenófobos!

—Reaccionarios xenófobos no electos —apuntó Stewart. Ronald Reagan había sido reelegido para la siguiente legislatura, y la mitad de los votantes potenciales no había acudido a las urnas.

—¿Por qué no puedo votar yo? —rugió—. Mi padre vive a tiro de piedra de Coulport, Faslane y el Holy Loch; si el bufón de turno aprieta un botón, mi viejo la palma. Y seguramente nosotros también; tú, yo, Andrea, Shona y los niños; toda la gente a la que quiero... Así que no sé por qué cono no puedo votar yo.

—No existe aniquilación sin representación —sentenció Stewart pensativamente—. Y volviendo al tema de los reaccionarios no electos, ¿qué crees que es el Politburó?